Durante la fiesta de cumpleaños de mi esposo, mi hijo señaló a una invitada y gritó: “¡Esa es ella! ¡Lleva esa falda!

Durante la fiesta de cumpleaños de mi marido, mi hijo señaló a una invitada y gritó: “¡Es ella! ¡Lleva esa falda!”

Unos días antes de mi cumpleaños, estaba revolviendo en el armario del piso de arriba. Lucas me había suplicado que le diera la manta de picnic para una excursión del colegio y, claro, no pude negarme.

“Por favor, mamá”, insistió. “Ya les dije a mis amigos que llevaría la manta y los refrescos. Y también que harías esos cupcakes de chocolate y caramelo”.

Así que, como buena madre que soy, me puse a buscar. Maletas viejas, cables enredados, ventiladores medio rotos de veranos pasados. Y entonces, escondido en un rincón, lo vi.

Una caja negra. Elegante. Cuadrada. Guardada como un secreto.

No estaba cotilleando, lo juro. Pero sentí curiosidad. La saqué, me senté en el suelo con las piernas cruzadas y levanté la tapa con cuidado.

El aire se me cortó.

Dentro había una falda de satén—color cirio, suave como un susurro, con bordados delicados a mano en el bajo. Elegante. Preciosa.

Y familiar.

Se la había enseñado a Cristóbal—mi marido—hace meses, paseando por el centro. Pasamos por una boutique y señalé la falda en el escaparate. “Demasiado lujosa”, dije, aunque en el fondo esperaba que él lo recordara.

“Te mereces algo especial de vez en cuando”, se rió.

Así que cuando la vi, doblada perfectamente y envuelta en papel de seda, supe que tenía que ser mi regalo de cumpleaños. Una alegría silenciosa brotó en mí.

Tal vez todavía estábamos bien.

No quise arruinar la sorpresa, así que cerré la caja, la devolví a su sitio y le di a Lucas una manta vieja. Incluso compré una blusa que hiciera juego con la falda y la guardé en mi cajón, esperando el gran momento.

Llegó mi cumpleaños. La familia se reunió. Cristóbal me entregó un regalo envuelto con una sonrisa de niño.

Libros.

Una pila de novelas, escogidas con cariño—pero nada de la falda. Ni una palabra.

Esperé. Quizá la guardaba para una cena especial o un momento íntimo entre los dos.

Ese momento nunca llegó.

Unos días después, volví al armario para echar otro vistazo. Pero la caja… había desaparecido. Así, sin más.

Aun así, no dije nada. No quería ser esa esposa que desconfía, que saca conclusiones precipitadas.

La esperanza es lo que nos mantiene en pie, incluso cuando sabemos la verdad.

Tres meses después, la falda seguía sin aparecer. Ninguna mención. Solo silencio.

Hasta que un día, mientras preparaba pasteles de limón para un pedido de boda, Lucas entró en la cocina. Sus ojos miraban nerviosos, los hombros tensos.

“Mamá”, dijo en voz baja. “Tengo que contarte algo. Lo de la falda”.

Dejé la espátula de glaseado.

“Sé que papá la compró”, comenzó. “Cuando fuimos al centro comercial a por mis zapatos de fútbol, me dijo que esperara fuera. Dijo que tenía que comprar algo”.

Sentí un nudo en el estómago.

“Hubo un día”, continuó Lucas, “que me salté unas clases. Volví a casa antes para coger mi monopatín… pero oí voces arriba. Pensé que erais tú y papá”.

Hizo una pausa, tragando saliva.

“Pero tú nunca estás en casa a esa hora. Me asusté. Me escondí bajo vuestra cama”.

El corazón se me partió por él.

“Ella se reía, mamá. No eras tú. Vi sus piernas. Llevaba la falda”.

Me quedé inmóvil, como si la habitación girara despacio.

Entonces lo abracé con fuerza.

Ningún niño debería cargar con un secreto así.

Unos días después, celebramos el cumpleaños de Cristóbal. Cociné, limpié, organicé, decoré y sonreí.

Me puse un vestido azul marino y pintalabios rojo. Me calcé unos tacones de los que siempre me arrepiento al cabo de una hora. Y representé mi papel—esposa amable, anfitriona encantadora, roca inquebrantable.

Por dentro, me desmoronaba.

La fiesta bullía con conversaciones y música hasta que Lucas se acercó y me tiró de la manga.

“Mamá”, susurró, con los ojos muy abiertos. “Es ella. La falda. La lleva puesta”.

Seguí su mirada.

Penélope.

La asistente de Cristóbal. De pie junto a la mesa de los vinos, radiante y segura con esa inconfundible falda de satén cirio.

La falda que él había escondido.

La falda que creí que era para mí.

Estaba junto a su marido, Nazario, con una copa en la mano, el rostro iluminado.

Cogí una bandeja de canapés y me acerqué con una sonrisa.

“Penélope, ¡qué bien te queda esa falda! ¿Dónde la encontraste?”.

Parpadeó, sorprendida. “Oh… gracias. Fue un regalo”.

“Qué bonito”, dije dulcemente. “Qué curioso—yo tenía una igual. La encontré en casa una vez. Y luego desapareció”.

Su sonrisa se desvaneció.

Al otro lado de la habitación, Cristóbal nos observaba, petrificado.

“¡Nazario!”, lo llamé, haciéndole señas para que se acercara. “Únase a nosotras. Estábamos admirando la falda de Penélope. ¡Cristóbal, tú también!”.

Los cuatro formamos un círculo. La mano de Penélope temblaba sobre la copa. Nazario parecía confundido. Cristóbal, destrozado.

“Me encantaba esa falda”, dije suavemente. “Pensé que era para mí. Pero ahora veo que era para otra”.

Cristóbal se aclaró la garganta. “Se la regalé a Pen. Como bonus. Por su excelente trabajo”.

“Qué detalle”, contesté, con voz serena. “¿Eso fue por su rendimiento en la oficina… o por sus visitas a nuestro dormitorio en la hora de comer?”.

Silencio.

Nazario se apartó de Penélope. Ella abrió la boca, los ojos llenos de vergüenza.

“No metas a Lucas en esto”, murmuró Cristóbal.

“Demasiado tarde”, respondí. “Ya lo estaba”.

Los invitados comenzaron a darse cuenta. El ambiente se tensó. Las conversaciones se apagaron. La verdad flotaba en el aire como humo.

Esa noche, después de que todos se marcharan, le dije a Cristóbal: “Quiero el divorcio”.

No hubo súplicas. Ni disculpas. Solo una resignación silenciosa.

Los papeles se firmaron poco después. Él se mudó a un pequeño apartamento.

Penélope, según supe, volvió a casa de sus padres.

Lucas me preguntó si estaba bien. Le dije que sí—hasta que lo creyó.

Empecé a vivir de nuevo.

Paseos al amanecer sin rumbo fijo. Hornear por placer, no solo por encargos. Cafés con viejas amigas a las que había dejado perder. Risas en lugares inesperados.

Incluso me compré esa falda. No solo en cirio, sino en todos los colores que tenían.

Porque, a partir de ahora, si alguien va a quererme como merezco, esa persona seré yo.

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Durante la fiesta de cumpleaños de mi esposo, mi hijo señaló a una invitada y gritó: “¡Esa es ella! ¡Lleva esa falda!