**Fractura y Reconciliación**
Las tormentas familiares son traicioneras. Antes de casarse, Lucía jamás imaginó que vivir con los parientes de su marido sería un calvario. Criada en un hogar donde las peleas eran escasas, creyó que esos problemas jamás la alcanzarían. Las historias de sus compañeras sobre sus suegras le parecían exageradas—a ella no le pasaría.
Tras la boda, Lucía y Adrián se mudaron a casa de su madre, Doña Carmen, en un pequeño apartamento de dos habitaciones en un pueblo cerca de Valencia. Al principio, todo fue armonía. No tenían prisa por tener hijos—lo primero era ahorrar para su propia casa.
Adrián trabajaba en una gran empresa tecnológica y ganaba bien. Lucía, profesora en un colegio local, ganaba menos. Doña Carmen era amable, pero no podía evitar dar consejos que, al principio, parecían inofensivos.
Lucía intentaba ignorarlos, pero con el tiempo, su suegra se entrometía más. Sus comentarios se volvían cortantes, su tono más autoritario.
Un día, Lucía llegó radiante a casa con una nueva batidora.
—¡Ahora prepararemos batidos por las mañanas, sanos y ricos!— anunció, dejando la caja sobre la mesa.
Doña Carmen la miró con escepticismo y frunció el ceño.
—¿Para qué tanto gasto? La gente normal desayuna pan con aceite, no esas modas que arruinan el estómago. Luego te arrepentirás—. Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó.
Lucía no pudo contenerse.
—¡A su hijo no le gusta el pan con aceite! Se toma un café y sale pitando al trabajo.
La suegra se detuvo en la puerta y replicó con frialdad:
—Si fueras una buena esposa, te levantarías temprano y le harías un desayuno decente, en vez de quedarte durmiendo.
—¡No me quedo durmiendo!— replicó Lucía, exasperada—. Mis clases empiezan más tarde, ¿o es que debo levantar a las cinco para complacerla?
Aquella noche, una sombra se alzó entre ellas. La batidora fue solo el detonante—la tensión llevaba tiempo acumulándose. Sentada en la cocina, Lucía reflexionaba:
«¿Qué clase de suegra me ha tocado? En vez de alegrarse, siempre busca algo que criticar. Adrián es un hombre, puede hacerse su café solo. ¿Por qué he de vivir bajo sus reglas?»
Al oír la llave en la cerradura, se animó: era Adrián. Siempre compartían sus novedades al final del día.
—Hola, cariño—, él le dio un beso en la mejilla—. ¿Tan seria?
—Esperaba contarte— señaló la batidora—. ¡Desayunos nuevos!
—¡Genial!— sonrió él.
Pero entonces llegó la voz de Doña Carmen desde su cuarto:
—¿De qué alegrarse? Esas tonterías solo estropean la salud.
—Mamá, por favor—, intentó mediar Adrián—. Todo el mundo tiene batidoras.
—¿Cuánto costó esa chuchería?— inquirió la suegra.
Lucía, rápida, mencionó la mitad del precio real.
—¿Y eso no es mucho?— estalló Doña Carmen—. ¿Quién trae el dinero a esta casa? Adrián se parte el lomo, y tú lo malgastas.
—¡Yo también trabajo!—replicó Lucía—. ¡Y no me quedo mano sobre mano!
—Tus cuatro perras no valen— sentenció la suegra—. Adrián mantiene el hogar, y tú derrochas.
La discusión se intensificó. Adrián, viendo que la situación escapaba, tomó a Lucía de la mano y la llevó a su habitación, cerrando la puerta.
—Dios mío, estoy harta— suspiró Lucía—. ¿Por qué se mete en todo?
Quiso desahogarse, pero se contuvo—Adrián no tenía la culpa de su madre. Doña Carmen gastaba su pensión en reformas en su casa del pueblo: el tejado, la valla… Adrián ayudaba, aunque a regañadientes.
A la mañana siguiente, mientras Lucía dormía, la suegra preparó el desayuno a su hijo para demostrar quién sabía cuidarle.
—Mamá, no hace falta— dijo Adrián, sorprendido—. Ya soy mayor.
Pero ella no paró: Lucía era una vaga, una desagradecida, que no sabía cuidar de su esposo. Adrián escuchó, conteniendo una sonrisa. Sabía que su madre exageraba.
—Gracias, me voy— dijo, y salió al trabajo.
Doña Carmen se quedó atrás, confundida. Lucía desayunó sola—su suegra no apareció. Esa noche, cuando Adrián volvió, las quejas continuaron. Desde su habitación, Lucía no aguantó más.
—¿Otra vez hablando mal de mí?— le espetó a su marido al entrar.
Él la abrazó.
—No te enfades. Solo quiere lo mejor.
—¿Lo mejor para quién?— estalló Lucía—. ¡Estoy harta de su control! Si compro algo sin su permiso, es el fin del mundo. Adrián, no puedo más. ¡Busquemos un piso y vámonos!
—¿Y gastar todo en alquiler?— objetó él—. Estamos ahorrando.
—Encontraré un trabajo mejor— declaró ella—. Con más sueldo. Entonces nos iremos.
—Vale, no nos precipitemos— cedió Adrián—. Estoy contigo. Compra lo que quieras. Hablaré con ella.
Tras la conversación, Doña Carmen se volvió más fría, hablando solo cuando era necesario. Lucía evitaba la cocina si su suegra estaba allí. Adrián, como hábil diplomático, trataba de mantener la paz.
Un día, los invitaron al cumpleaños de Marta, la compañera de Adrián. Ella estaba encantada con el lavavajillas que le había regalado su marido.
—Lucía, ¡es maravilloso!— elogiaba—. Pones los platos, pulsas un botón, y ¡listo!
—¡Quiero uno!— se entusiasmó LucíaAsí fue como, sin pensarlo dos veces, Lucía compró aquel lavavajillas y, al enfrentar una vez más los reproches de Doña Carmen, descubrió que a veces el amor y la paciencia pueden romper incluso los muros más altos.







