Lo que comenzó como una discusión acalorada terminó cuando la puerta principal se cerró de golpe, dejando tras de sí un silencio ensordecedor. Una gran gata gris, inquieta por el alboroto, se escabulló del sillón y comenzó a inspeccionar el piso. Lo que descubrió no le gustó nada: Carla yacía en el sofá llorando en silencio.
Luna, siempre preocupada cuando su querida dueña estaba triste, se subió junto a ella e intentó consolarla a su manera felina. Ronroneó dulces melodías, caminó sobre su dueña con sus patitas, le hizo cosquillas en la cara con los bigotes y frotó su cabecita contra ella. Pero Carla no reaccionó, continuó llorando inconsolable.
Era sorprendente para Luna, ya que sus caricias nunca habían sido ignoradas antes. En la casa flotaba un aire de desgracia… Carla y Pablo adoraban a su gata, y aquella hermosa felina les correspondía con el mismo amor, considerándose la regente de su pequeña familia y encargada de cuidar y alegrar a quienes formaban su mundo.
Años atrás, en una lluviosa noche otoñal, Pablo llegó a casa con un gatito mojado bajo su chaqueta. No pudo evitar rescatar a esa pequeña bola gris temblando en las escaleras de la entrada. Tiernas manos femeninas recogieron al animalito y comenzaron las atenciones: alimentarlo, bañarlo, procurarle calor…
El gatito resultó ser hembra, y dado que los primeros días en casa casi solo dormía, fue solemnemente llamada Luna. Lunita. Fue amada, consentida, y se le perdonaron travesuras inofensivas y diabluras. Tenía la comida más deliciosa, juguetes fascinantes y un auténtico castillo gatuno de varios pisos. Prefería dormir en la cama de sus dueños, cerca de aquellos a los que amaba con todo su corazón.
Después de varios días sin que Pablo apareciera por casa y Carla continuara llorando en el sofá, Luna comprendió que algo muy malo había sucedido a sus queridos humanos. La gata se sentó en el alféizar de la ventana, observando con melancolía la lluvia otoñal que caía afuera. El clima le recordó el día en que Pablo la había llevado a casa, a ella, una huérfana de la calle. Y cómo habían cuidado de ella juntos…
“Es hora de salvar a la familia. Debo tomar cartas en el asunto”, pensó la gata gris, decidida.
Carla no recordaba cuántos días había estado en ese estado de trance. El día se convertía en noche, la noche en día, y lágrimas… lágrimas… Pablo se había ido… Se habían separado… Y todo por una tontería… Destellos de pensamiento se agolpaban en su mente, chocando, amontonándose y desmoronándose.
Dándose cuenta de que no podía seguir así, Carla se levantó del sofá y se dirigió a la cocina. Su mirada errante se posó en los cuencos de la gata; la comida no había sido tocada.
—¡Luna! ¡Lunita! ¡Dios mío, mi niña! ¿Dónde estás?
La apatía se desvaneció de Carla en un instante. Maldiciéndose a sí misma, corrió por el apartamento buscando a la gata.
En el sillón favorito de Pablo, Luna reposaba como una suave cuerda de lana, sin reaccionar al llamado de su dueña. Su cola ya no lucía majestuosa, su pelaje estaba revuelto y apagado, y sus ojos verdes miraban sin interés. Carla recogió el debilitado cuerpo de la gatita y se apresuró por la casa.
—Mi pequeña, ¿qué te pasa? ¡Perdóname! ¿Cómo pude hacerlo?
Sin soltar a la gata, tomó el teléfono.
—¡Pablo! Escucha… Luna está muy mal… No sé qué le sucede. La llevo a la clínica. Sí, ven.
El veterinario, un hombre mayor, examinó detenidamente a la paciente, revisó los resultados de las pruebas y se rasguñó la barba pensativamente.
—Sinceramente, no sé qué decirles. No veo ninguna anomalía visible en el animal. Según los análisis, la gata está sana. La ecografía no mostró nada. Todo está acorde a su edad.
—Entonces, ¿qué le pasa? ¡Usted puede ver, doctor, en qué estado está!
—Lo veo… Quisiera hacerle una pregunta…
—Sí, doctor, por supuesto.
—Dígame, últimamente, ¿ha habido algún cambio en su hogar, en su familia? Tengo la impresión de que su gata no ha aceptado esos cambios y está rehusando vivir. Piensen en eso. Por ahora, solo puedo recomendarles que vigilen su alimentación y le den vitaminas.
Cuidadosamente, Pablo sacó a Lunita de su transportín, la acomodó en el sillón y se sentó en el suelo junto a ella, acariciando su suave pelaje.
—¡Perdóname! Qué tonto he sido, no tengo palabras para describirlo.
La gata levantó la cabeza, lo miró fijamente y apoyó su cabecita en su mano.
—¿Me has perdonado? ¡Gracias! Ahora iré a pedirle perdón a Carla.
Las voces se apagaron, en el apartamento reinaba la quietud. La gata gris se bajó cautelosamente del sillón y se acercó al sofá. Hecha un ovillo, Carla dormía acurrucada junto a Pablo…
“¡Bien hecho! —pensó Luna—. Y yo soy, sin duda, una gran actriz. Pero esta dieta forzada no le sienta bien a mi figura”.
Orgullosa, sacó pecho y entrecerró sus ojos verdes con picardía antes de dirigirse a la cocina. La guardiana del hogar necesitaba un buen bocado.