**El Marido Rico**
Ignacio “Nacho” López echó a su esposa tras descubrir su infidelidad. Claro, la dejó bien pagada, pero no quiso más contacto con ella, bajo ningún concepto.
—¡Tú tienes la culpa! Nachito, ¡perdóname! —decía Lola sin ton ni son.
—¡Te has vuelto loca a estas alturas! —gritaba él—. ¡Qué manera de humillarme! ¡Da gracias a que solo te echo de casa!
Lola tenía, como él, cuarenta y seis años. Gracias a su dinero, aparentaba treinta como mucho. Y eso también le molestaba a Nacho. ¿A quién le iba a interesar una cuarentona sin sus millones invertidos en cirujías y tratamientos?
—¡Nachito, hola! ¿No me saludas? —lo llamó un vecino del pasado, creo que era Dani.
Nacho López rechinó los dientes. ¡Qué condena! Habían pasado años desde que se mudó de aquel barrio, y aún lo reconocían. Le hablaban de tú. Y no cualquiera, sino el típico borrachín del barrio. Uno de tantos…
El conductor bajó la ventanilla y preguntó discretamente:
—¿Necesita algo, don Ignacio?
Él solo hizo un gesto con la mano. Cruzó rápido hacia el portal, ignorando al exvecino. Alguien que fue más que un simple vecino… ¿un amigo? Quizá. ¡Cuánto tiempo había pasado!
—¿Y después del divorcio no te has vuelto a casar? ¿Sigues soltero? —insistió Dani.
¿O era Manolo? ¡Qué más daba! Nacho llevaba media vida borrando esos recuerdos. En otro tiempo, él y aquel Dani (y otros perdedores) eran jóvenes sin preocupaciones. Salían de marcha, bebían el vino más barato. ¿Cuándo? ¿Hace treinta y cinco años? ¿Y ahora tenía que saludar a borrachos caídos en desgracia solo porque su madre…?
—¡Hola, mamá! —gritó al abrir la puerta del piso.
—¡Nachito! —respondió ella, alegre.
¿Por qué no se mudaba con él a su mansión en La Moraleja? Pero no, ella se aferraba al nido familiar con uñas y dientes.
—¿Cómo estás, mamá?
Su madre, con setenta y ocho años, seguía lúcida. Caminaba diez mil pasos diarios con sus bastones, pedía la compra por Internet, veía películas modernas en el home cinema que él le regaló (y luego criticaba el “arte en decadencia”). Viajaba dos veces al año: playa o Europa. Una señora moderna. Nacho estaba orgulloso. Pero su terquedad con el piso… no lo entendía. Y siempre acababan discutiendo.
—Mamá, ¿has pensado en mudarte?
—¿Mudarme? —preguntó ella, fingiendo inocencia.
¡Qué bien sabía hacerse la despistada! Nacho la adoraba… y no quería imaginar el día en que… mejor ni pensarlo.
—Ya sabes, mamá. Vente conmigo. Así no tengo que venir hasta aquí.
—¡Pues no vengas! Nadie te obliga. Si quieres verme, quedamos en el centro.
¿Cómo podía decirlo tan tranquila? ¿Que no viniera? ¡Era su madre!
—No puedo *no* venir —dijo él—. Necesito saber que estás bien. En casa y… en general.
—¿En general? ¿Te refieres a si estoy chiflada? —preguntó, inocente.
Nacho no pudo evitar sonreír.
—Mamá, ¿podrías dejar de comentar mi vida con tus amigas?
—¿Yo lo hago? —levantó las cejas.
—¡Pues algo habrás dicho si hasta los borrachos del barrio me preguntan si me he vuelto a casar!
—¡Pues a lo mejor deberías! —suspiró ella—. Así me controlarías menos.
—¿Controlarte? ¿Que venga a verte es control?
—¡No vienes solo a verme! Parece que esperas a que me vuelva incapaz para llevarme a tu chalet de La Moraleja.
—¡Mamá! —se ofendió Nacho.
Ella se levantó y golpeó el suelo con el pie:
—¡Sí! ¡A la fuerza! No entiendes que quiero vivir tranquila en mi piso. ¡Donde crecí! ¡Donde te crié, ingrato!
Nacho retrocedió. ¿Qué le pasaba?
—Vendré otro día… —murmuró, yéndose.
—¡Ojalá vengas alguna vez sin intentar llevarme a tu urbanización de *nuevos ricos*! —gritó ella.
Nacho vivía en una urbanización a ocho kilómetros de La Moraleja, pero su madre no se molestaba en detalles. Para ella, todo era lo mismo. *Nuevos ricos*, *advenedizos*, etc. Su madre había sido catedrática de literatura en la universidad. Viuda joven, a los cincuenta y dos. Él habría entendido que se volviera a casar, pero ella dijo:
—Después de tu padre, esa vida no me interesa. ¡Hay tantas cosas bellas en el mundo!
Nacho entonces estaba feliz con Lola, criando a su hijo Pablo. Pero el chaval se fue a estudiar a Inglaterra y nunca volvió. Tras el divorcio, Nacho se quedó solo. Y, en el fondo, le gustaba. Pero a veces pensaba: ¿estaba repitiendo el destino de su madre? Quizá eran más parecidos de lo que creía. Ella no quería ir a su casa en La Moraleja; él despreciaba saludar a un exvecino como Dani. ¿Por qué? Si alguna vez habían sido amigos…
—Vámonos, Javier —dijo Nacho, sombrío, entrando al coche.
Antes de subir, miró el patio vacío. ¿Cuándo se había vuelto tan esnob?
—¿A casa? —preguntó el chófer.
—No, a la oficina. Tengo papeles del proyecto Compás.
Trescientos millones… su gestor ya lo había analizado, pero Nacho revisaba todo. Controlar. ¿O tenía razón su madre?
En el espejo, vio la mirada compasiva de Javier.
—¿Qué pasa? —preguntó, molesto.
—Trabaja usted mucho. Con su dinero, yo me retiraría. Cigarro, copa y piscina en una isla.
Nacho rio. Con Javier se divertía. El chico era directo, sin complejos. Nunca llegaba tarde, nunca se quejaba. ¿Cuándo había estado de vacaciones? Quizá él también debería ir a una isla…
—¿Estás cansado, Javi?
—No, señor. Todo bien.
—Pues al diablo con la oficina. Que me envíen los papeles. A casa.
Por el camino, pensó en invitar a cenar a alguna chica. No le faltaban opciones: jóvenes, guapas, listas. Pero en sus ojos veía la esperanza de que este *viejo tonto* se casara. Así que mejor una botilla de vino de su bodega. ¿Un Vega Sicilia de 2004? Sí. Vino y un libro. ¿Qué mejor que eso para un millonario solitario?
Pero sus pensamientos volvían a su madre. ¿Tan mal estaría en su casa? Jardines enormes, servicio… Y él no estaría tan solo.
Y entonces lo entendió. ¡Estaba solo! ¡Necesitaba a su madre! ¡A los cincuenta y cuatro años! Vaya…
No supo conservar su familia. Trabajó, trabajó y trabajó. Lola se aburrió y tuvo un lío con un vecino. Fue su cocinera, Mari, quien se lo contó. Sin mala intención, solo lealtad.
Echó a Lola, claro. Con dinero, pero sin más contacto.
—¡Tú tienes la culpa! ¡Perdóname! —decía Lola.
—¡Vieja per…! —gritó él—. ¿Así me humillas? ¡Da gracias a que solo te echo!
Lola, a losCon el tiempo, Nacho y Natalia (la hermana de Dani) volvieron a encontrarse, se enamoraron en medio de risas y recuerdos de infancia, y al final, él entendió que la felicidad no estaba en los millones, sino en los pequeños momentos compartidos con alguien que lo quería por quién era, no por lo que tenía.