Desde que los niños me llaman cada día, noto que no es por cariño, sino por la herencia.
Isabel Martín se apoyaba en la ventana, contemplando el patio gris del invierno madrileño. Su piso estaba en silencio, solo el tictac del reloj marcaba el paso del tiempo. Llevaba años jubilada, pero últimamente no podía evitar pensar en sus hijos adultos: dos hijas y un varón. Hoy era su cumpleaños. ¿Vendrían a felicitarla? ¿O al menos llamarían? Aunque, para qué engañarse, Isabel hacía tiempo que no se hacía ilusiones.
«Recuerdo cuando mi marido me dejó sola con tres niños pequeños— reflexionaba con amargura—. No quiso cargar con la responsabilidad; el llanto, el desorden y la falta de dinero le agobiaban. Yo solo tenía treinta años, los mayores empezaban el cole y el pequeño aún llevaba pañales. Había que alimentarlos, vestirlos, educarlos…».
Isabel no se hundió. Trabajó de lo que fuera: limpiadora, dependienta, canguro. Lo que hiciera falta para sacar adelante a los niños. Tanto se esforzó que no le quedó tiempo para sí misma. Solo quería que no les faltara de nada, que no se sintieran menos que los demás.
Ahora, mirando atrás, entendía que quizá había pecado de poner el dinero por encima del cariño. Sus hijos no solo necesitaban comida y ropa, sino también a su madre cerca: leyéndoles libros, dándoles mimos.
En aquellos tiempos difíciles, nadie la ayudó. Su marido se fue como si borrara a la familia de un plumazo. «Fue su decisión— pensaba ahora sin rencor—. Y no lo juzgo. Cada uno sigue su camino».
Los hijos crecieron, se independizaron, formaron sus propias familias. Ella se quedó sola. La pensión era modesta, pero Isabel había ahorrado toda la vida “por si acaso” —para ellos. Guardó para bodas, pisos, el futuro de los nietos…
Sin embargo, ahora, años después, se encontraba con sus ahorros, su piso en el centro de Madrid y un vacío en el alma. No tenía a nadie con quien charlar.
Hace una semana, un dolor de pecho la hizo llamar al 112. La ingresaron y, tras varias pruebas, los médicos le dieron un diagnóstico que la llenó de miedo: una enfermedad seria, con pronóstico incierto.
El personal del hospital avisó a su familia. Y entonces ocurrió el milagro: los tres hijos aparecieron casi al mismo tiempo.
Su compañera de habitación murmuró con envidia:
—¡Qué suerte tiene usted! Hijos tan atentos, no se separan de su lado…
Isabel solo esbozó una sonrisa triste. Conocía demasiado bien a sus hijos para engañarse.
Después del alta, empezaron las llamadas diarias.
—Mamá, ¿cómo estás?
—Mami, ¿necesitas algo?
—Mamá, ¿has pensado en hacer testamento para evitar líos luego?
Todo sonaba a preocupación, pero había algo frío en sus voces. No era la angustia auténtica, esa que no se puede fingir. Isabel lo sabía: no era amor, ni añoranza. Era el dinero. Su piso de dos habitaciones en el centro. Sus ahorros, guardados con tanto esfuerzo durante años.
Su corazón se partía: ¿de verdad todo se reducía a esto?
Últimamente, Isabel reflexionaba más que nunca. Miraba las ventanas oscuras de los edificios vecinos y entendía que su vejez no era como la había imaginado. Soñaba con leer cuentos a los nietos, recibir a sus hijos en Navidad… Pero en realidad, solo tenía silencio y llamadas calculadas, llenas de avaricia disimulada.
Empezó a preguntarse: ¿merecía la pena dejarles todo lo que había acumulado a costa de su vida?
Surgió una idea salvaje, que hasta a ella misma la asustaba: donar el dinero a una ONG. Y el piso, quizá dejárselo a su vecina Carmen— la misma que durante años le traía la compra, le pasaba el trapo y le preguntaba “¿Qué tal estás, Isa?” sin segundas intenciones.
Aún no lo había decidido del todo. Pero en su corazón crecía una certeza: el cariño no se compra con regalos, ni con pisos, ni con ahorros. El cariño se tiene o no se tiene.
Y la vida es una. La vejez, también.
Si le tocaba vivirla sola, al menos que sus últimos actos fueran sinceros, no dictados por un deber hacia quienes la olvidaron cuando más los necesitaba.







