Demasiado tarde: sin regreso posible

—Bueno, Antonia Gutiérrez, ya está usted tratada. Siga las recomendaciones y no se descuide —dijo el médico con una sonrisa, dándole un golpecito en el hombro antes de abrirle la puerta con cortesía para que saliera con sus bolsas.

Antonia sintió un nudo en la garganta. Aunque el motivo de su hospitalización había sido desagradable, en cierto modo le había gustado estar allí. Al menos había descansado un poco. Los últimos años habían sido una carrera sin fin: trabajaba como una mula, sin pedir ni un solo día libre. Mareos, presión alta, agotamiento… todo lo ignoró. Hasta que colapsó: un mes ingresada por un ataque de nervios y problemas del corazón. Su madre casi enfermó también del susto.

Pero a Gonzalo, su marido, ni se le inmutó. Como si no se hubiera enterado de su ausencia. O quizás era verdad, porque en cuanto Antonia se fue, su suegra se instaló en casa con sus cacerolas, trapitos y sermones.

—Antoñita, entiéndelo, mi Gonzalito es como un niño. ¿Quién va a cuidarlo si no soy yo? Tú tienes a tu madre, pero yo tengo que estar aquí para mi hijito —susurraba la suegra por teléo con voz melosa.

Antonia apretaba los dientes. Todo lo que le había costado años enseñar a su marido se había esfumado. Independencia, ayudar en casa… como azúcar en el café. Otra vez ella era la bruja, y su suegra el hada buena que “rescataba” a su niño de la malvada esposa. Aunque, quién tiranizaba a quién, eso estaba por ver.

Recordar los primeros años de matrimonio le daba escalofríos. La suegra los vigilaba como un halcón. Hasta llamaba al dormitorio: —¿Están durmiendo? ¿O hay algo que no debería estar pasando ahí? —Una pesadilla.

Y todo empezó de forma tan graciosa. Antonia salió de casa tras una pelea con una “amiga” que resultó ser una traidora. Caminaba por la calle, amargada por la vida, cuando de repente un hombre casi le cayó encima desde un árbol. Bueno, una rama. Alzó la vista: allí estaba Gonzalo, atascado.

—¿Está loco? ¿Quiere matarse? —le espetó.

—¡Intentaba rescatar a un gato! —masculló él, ofendido.

El gato, por supuesto, nunca apareció. Misifú se escapó, pero Gonzalo se quedó. Antonia trajo una escalera y una cuerda para ayudarlo a bajar. Así se conocieron. Así empezó su historia: bonita, pero con grietas.

Tras la boda, Antonia pronto entendió que su marido no era solo inútil. Era un niño. Ni lavar un plato, ni sacar la basura. Todo con quejidos. Ella cargaba con todo: hipoteca, trabajo, su madre enferma. Él se quejaba a su mamá, y ella, a Antonia. Así que, decidida, se puso a educar a su marido. Y, hay que reconocerlo, lo logró.

Gonzalo empezó a cambiar. Aprendió a cocinar, a limpiar, incluso a tomar iniciativa. La suegra retrocedió, aunque a veces lloraba en un rincón, compadeciendo a su niño. Pero todo estaba bajo control. Hasta la hospitalización.

Ahora tocaba empezar de cero. Antonia llamó a su marido… silencio. Raro. Era lunes, su día libre; normalmente ya estaría desayunando. Llamó a la suegra… tampoco respondía. El corazón le dio un vuelco. Tomó un taxi y se fue a casa. Una sensación de inquietud la acompañaba.

Subió, metió la llave en la cerradura… y entonces la puerta se abrió de golpe. En el umbral, una mujer desconocida.

—¿Quién eres tú? —preguntó Antonia, helada.

—Soy Marina. La mujer de Gonzalo. Y tú, cariño, aquí ya no vives. Así que haz el favor de desaparecer de nuestras vidas.

Antonia se quedó petrificada. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se cerró bruscamente.

—Ahora mismo saco tus cositas —dijo una voz desde dentro.

Minutos después, las maletas empezaron a “salir” una tras otra. Antonia, tras un leve empujón a la amante, se sentó en su bolsa de viaje y llamó a la policía. No había trabajado como una bestia para regalárselo ahora a un traidor.

Cuando llegaron los agentes, echó a ambos: al marido y a esa “Malvina”. Gonzalo no dijo nada, pero su novia protestó:

—¡Esta es también su casa! ¡No puedes echarnos!

—Claro que puedo —respondió Antonia con calma—. Todo está a mi nombre. Vayan a llorarle a mamá.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, respiró hondo por primera vez en años. Abrió las ventanas, tiró las sábanas de la cama e inició el divorcio. Al principio dolió. Pero luego… sintió una libertad nueva.

Pasó un mes. Un domingo, mientras disfrutaba de su merecido descanso en la cama, sonó el teléfono.

—Gonzalo —se dijo a sí misma. Y contestó.

—Antoñita, mi vida… te echo de menos. Aquí nadie me quiere. Todo fue culpa de mamá. Perdóname. Vuelve conmigo…

Antonia escuchó en silencio. Luego, soltó una carcajada.

—¿En serio? ¿Que vuelva contigo? ¿Después de todo lo que pasó?

Él siguió balbuceando como un crío. Ella apagó el teléfono, se recostó en la almohada y sonrió.

—Vaya —murmuró para sí—. Yo pensaba que la vida se había acabado. Pero en realidad, acaba de empezar.

**Moraleja:** A veces, perder lo que creías indispensable es el primer paso para encontrar lo que realmente mereces.

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Demasiado tarde: sin regreso posible