¿Demasiado tarde para la felicidad? No, justo a tiempo…

¿Demasiado tarde para ser feliz? No. Justo a tiempo…

Cuando Verónica se mudó a un pueblecito de Castilla, jamás imaginó que empezaría una nueva etapa en su vida. La casita era una herencia de una tía lejana – antigua, con la terraza medio torcida. Pero desde el primer día, Verónica decidió que la reformaría, que empezaría de cero. Soñaba con un hogar cálido, donde se escucharan risas, oliera a cocido y reinara la paz del campo.

Un día, mientras terminaba un arreglo, vio a una mujer caminando desde la parada del autobús. Alta, elegante, con aire de ciudad. “Vaya mujer…”, pensó Verónica. Era Olga, su vecina.

Más tarde se encontraron por casualidad en la tienda del pueblo.
– Me han dicho que eres Verónica, ¿no? Yo soy Olga – dijo, tendiéndole la mano.
Así empezó su amistad. Olga la cautivó enseguida – lista, amable, serena. Primero hablaban como vecinas, luego cada vez más, hasta que un día Verónica se dio cuenta: estaba enamorada.

Olga era tres años mayor. Ya tenía cincuenta y ocho. Había tenido una vida dura – trabajó, crió sola a su hijo porque con el padre no funcionó. El hijo creció, se fue a estudiar, se casó y ahora vivía con su familia en otra provincia. La nieta ya tenía cinco años, pero casi no los visitaban…

Olga solía sentarse junto a la ventana recordando su infancia. Era una familia numerosa – seis hermanos, sus padres y la abuela. La casa era diminuta, casi no había dinero. Tampoco juguetes. La abuela cocinaba, lavaba y cuidaba a los pequeños mientras sus padres trabajaban en el campo.

Su padre era carpintero, traía dinero, pero volvía a casa borracho. Su madre discutía con él, pero nunca les pegó. Cuando Verónica iba a tercero de primaria, su padre murió de repente. Poco después, falleció la abuela. Su madre se quedó sola con seis hijos.

Desde entonces, la infancia de Verónica terminó. Se convirtió en una segunda madre para sus hermanos – cocinaba, limpiaba, cuidaba, olvidándose de las amigas y los juegos. Un día, en el colegio, se cayó del granero y se lastimó el brazo. Los médicos no pudieron arreglarlo del todo, y desde entonces su mano izquierda no respondía bien. Le costaba hacer las tareas de casa, pero nunca se quejó.

En el internado, donde estudió después, parecía otra. Allí la valoraron por primera vez, hizo amigas, se sintió querida. Lo que más le gustaba era coser – trabajaba con una sola mano, pero todo le salía perfecto. Los profesores no daban crédito, y sus compañeras la admiraban. Dos veces al año volvía a casa con regalos hechos por ella para su familia.

En segundo curso, Verónica se enamoró de Adrián. Era cariñoso, risueño. Ya se imaginaba casándose con él… Pero cuando se lo contó a su madre, esta le respondió fría:
– ¿Qué futuro vas a tener? Con el brazo malo. Acabarás sola.

Las palabras le dolieron. Poco a poco, Adrián se fue alejando. Después de graduarse, Verónica encontró trabajo, pero la empresa cerró. Tuvo que volver al pueblo. Y entonces empezó su verdadera vida.

El vecino era Juan – un viudo que había llegado de otro pueblo. Alto, fuerte, de mirada tierna. Empezó a cortejarla con insistencia, pero con delicadeza. Nunca mencionó su brazo, nunca la miró con lástima.

Al año, le pidió matrimonio. Verónica lloró de felicidad – no podía creer que alguien pudiera quererla así, sin condiciones.

Pasaron los años. Construyeron una casa acogedora, criaron a un hijo, superaron dificultades. Ahora Verónica prepara cocido por las tardes y espera a que Juan vuelva del campo.

Esa noche, entró por la cancela cansado, pero sonriendo:
– Ya está, terminamos la siembra. Ahora a vivir un poco.

Y ella, mientras ajustaba el paño de la cocina, respondió suave:
– Yo siempre he vivido por ti…

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