Lucía siempre había escuchado que las mujeres de su familia estaban condenadas a la desgracia. Su bisabuela perdió a su marido en la guerra, su abuela arruinó su salud por un accidente en la fábrica, y el padre de su madre las abandonó cuando ella solo tenía tres años. A menudo, Lucía imaginaba que su propio matrimonio terminaría en tragedia. No lo deseaba, pero la sombra de aquella maldición familiar planeaba sobre ella.
Conoció a su futuro esposo, Javier, en un pequeño taller en las afueras de Sevilla, donde ambos trabajaban. Él reparaba máquinas, ella clasificaba piezas. Fue en el comedor común, durante el descanso del almuerzo, donde empezaron a hablar. La decisión de casarse llegó rápido. Celebraron una boda sencilla y se mudaron a su modesto piso de dos habitaciones en la calle Alhambra. Su abuela ya había fallecido, y aquel hogar pasó a ser de los dos.
La vida siguió su curso. Primero nació su hijo mayor, Álvaro, luego el pequeño, David. Poco después, falleció la madre de Lucía. Ahora le tocaba lidiar sola con la casa y los niños. No se quejaba: Javier traía el dinero, y su labor era cuidar de todos.
Pero años más tarde, algo cambió. Javier empezó a llegar tarde del trabajo, mencionando cada vez más a una compañera que “le ayudaba con los informes”. Lucía notaba cómo se distanciaba: volvía solo para cambiarse, incluso algunas noches ni aparecía. Lo entendía, pero el miedo a quedarse sola con los niños la paralizaba.
— Déjala, piensa en tus hijos — se atrevió a decirle una vez.
Javier guardó silencio. Ni excusas ni gritos, solo el frío del vacío.
Lucía seguía ocupándose de él: cocinaba, lavaba sus camisas.
— Solo sabes servir — le espetó con desprecio tras otro intento de hablar.
Ella esperó, confiando en que recapacitara. Pero una noche, Javier hizo las maletas.
— ¡No nos abandones, por favor! ¡No dejes a tus hijos sin padre! — suplicó Lucía entre lágrimas.
— No eres más que una criada miserable — cortó él, mirándola con asco.
Sus hijos lo oyeron. Álvaro y David, abrazados en el sofá, vieron cómo su padre se iba. No entendían por qué. ¿No eran lo suficientemente buenos? ¿Habría hecho algo mal su madre?
Vieron todo: las lágrimas de Lucía, su esfuerzo por mantenerse firme, su dedicación. Ayudaban como podían: fregaban platos, limpiaban. Ella se entregó por completo a ellos y al trabajo. Ni pensaba en otra relación: sus hijos eran su mundo.
Pero el destino tenía otros planes. Un día, en el supermercado del barrio, se le cayó un paquete de arroz. Un hombre joven lo recogió al instante.
— ¿Necesitas ayuda con la compra? — preguntó con una sonrisa.
Lucía se turbó, pero él, sin esperar respuesta, cogió sus bolsas.
— Bueno, ya decido yo — dijo, y charlaron mientras caminaban.
Se llamaba Daniel. Era amable, de voz suave y con una ligera cojera. Lucía le dio las gracias y se despidió, sin esperar volver a verlo. Pero Daniel empezó a aparecer en el mismo supermercado, como si buscara esos encuentros. Así comenzó todo.
Lucía limpiaba escaleras para ganar algo extra. Sus hijos solían ayudarla, pero ese día lo hizo sola.
— ¿Te echo una mano? — resonó una voz conocida.
Era Daniel. La ayudó a terminar y, esa noche, ella lo invitó a cenar. Llegó con un traje, un ramo de claveles blancos y una caja de pasteles.
— Buenas noches — dijo, entregando los dulces a los niños.
Álvaro, el mayor, olió los pasteles sin motivo, y todos rieron. La tensión se esfumó. Durante la cena, Lucía dejó caer un tenedor, y Daniel lo atrapó al vuelo.
— ¿Juegas al baloncesto? — preguntó David.
— En el instituto, pero hace años — contestó él, sonriendo.
— ¡Te enseñamos nuestra cancha! — propuso Álvaro. — Jugamos con los amigos.
Al día siguiente, Daniel confesó:
— Habrás notado que me muevo despacio. Tuve un accidente grave. Mi esposa no quiso seguir conmigo. Quizá ahora tú tampoco quieras verme.
Lucía calló, sin querer incomodarlo.
— Si mis niños no son un estorbo, ven cuando quieras — dijo al fin, sonriendo.
Daniel se volvió parte de sus vidas. Cariñoso, jugaba con los niños, ayudaba en casa. Al principio les costó, pero pronto se encariñaron con él. Se convirtió en el padre que Javier nunca fue. Jugaban al baloncesto, invitaban a amigos, y la casa se llenó de risas.
Pasaron los años. Álvaro tuvo novia, David se aficionó a la música. Una vez, Álvaro fue a Daniel por consejo: tanto confiaba en él. Pero una tarde, llamaron a la puerta. Lucía abrió y se quedó helada. Era Javier.
— Me equivoqué — dijo. — Quiero arreglarlo.
— ¡Lárgate! — gritó Álvaro, apretando los puños.
— ¿Cómo te atreves a hablarme así, mocoso? — rugió Javier.
— ¡No le hables así a mi hijo! — exclamó Daniel, interponiéndose.
Estaba listo para defenderlos.
— ¡No te queremos aquí! — chilló David, empujándolo hacia fuera.
Cerró la puerta de golpe.
— Que no vuelva a intentarlo — masculló.
Lucía miró a sus hombres: Álvaro, David y Daniel. Su protección, su apoyo. Había construido una familia de verdad, pese a todo. Y en ese momento, era más feliz que nunca.