Me fui de la casa de mi suegra a la de mi madre
Cuando mi suegra, Carmen Rodríguez, soltó el bombazo: “Laura, lo hablamos y punto: ¡pide el crédito!”, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No era un consejo, era un ultimátum lanzado delante de toda la familia. Mi marido, Javier, callaba como un tronco; sus parientes fingían no estar escuchando, y yo, ahí plantada, como un ciervo en los faros, dándome cuenta de que nadie iba a echarme un cable. En ese momento, decidí hacer las maletas y marcharme a casa de mi madre, Isabel García. Basta ya de aguantar —no pienso vivir donde mis sentimientos valen menos que un chiste malo y me tratan como a un mueble.
Llevamos tres años casados, y todo este tiempo he intentado ser “la nuera perfecta”. Carmen, desde el primer día, dejó claro que me tocaba adaptarme a su familia. Vivíamos en su piso de lujo —según Javier, “porque mamá se siente sola”. Yo, como una tonta, dije que sí, pensando que podría llevarme bien con ella. Pero la suegra criticaba hasta cómo respiraba: “Laura, ¿esto es lo que has cocinado?”, “¿Así limpias?”, “Vístete con más clase, que eres la mujer de mi hijo”. Lo aguanté todo, porque quería a Javier y no me gustan los líos. Pero lo del crédito fue la gota que colmó el vaso de gazpacho.
Todo empezó cuando a Carmen se le ocurrió reformar la casa de campo. Quería un porche nuevo, muebles carísimos y hasta una piscina. “¡Es para toda la familia!”, decía. Pero, claro, no tenía un duro, así que propuso que Javier y yo pidiéramos un préstamo. Yo me negué: ya teníamos una hipoteca, y además estaba ahorrando para un curso y cambiar de trabajo. “Carmen, no podemos permitírnoslo”, le dije. Pero ella, como si nada: “Laura, no seas egoísta, ¡piensa en los demás!”. Javier, como siempre, ni mú, y yo me vi acorralada como un toro en la feria.
En la cena familiar, la suegra lo dejó claro: “Javi, Laura, pedid el préstamo, que ya he hablado con el decorador. ¡Lo hablamos y punto!”. Intenté protestar: “¡Tenemos nuestras propias cuentas que pagar!”. Pero me cortó en seco: “Si no lo hacéis vosotros, lo pido yo, ¡pero pagáis igual!”. Javier farfulló: “Mamá, ya veremos…”, mientras su hermana y el cuñado clavaban los ojos en el plato como si estuvieran viendo el partido del siglo. Nadie abrió la boca para decir: “Laura tiene razón”. Ahí me di cuenta de que era completamente invisible en esa casa.
No pegué ojo en toda la noche, dándole vueltas al asunto. Cuando le planteé a Javier, él soltó: “Cariño, no te pongas así, mamá solo quiere lo mejor”. ¿Lo mejor? ¿Para quién? ¿Para ella? Mis sueños, mi salud mental, ¿eso no cuenta? Ahí me cayó el veinte: si seguía allí, acabaría hecha trizas. A la mañana siguiente, empaqué mis cosas. Javier se quedó pálido: “¿Adónde vas?”. “A casa de mi madre. No aguanto más”, le solté. Intentó retenerme: “Laura, hablémoslo…”. Pero ya estaba decidida. Carmen, al verme con las maletas, bufó: “Anda, corre a mamá, si no sabes lo que es la familia”. ¿Familia? ¿Esto es lo que ella llama familia?
Mi madre, Isabel, me recibió con los brazos abiertos. “Hija, hiciste bien. Nadie tiene derecho a mangonearte así”, me dijo. Por fin me sentí en casa. Le conté todo, y ella no daba crédito: “¿En qué cabeza cabe presionar así a una persona?”. Me ofreció quedarme con ella el tiempo que necesitara. Y ahora, la verdad, no sé qué hacer. Una parte de mí quiere volver con Javier, pero solo si él entiende que no soy un accesorio, sino una persona. La otra piensa: ¿y si esto es una oportunidad para empezar de cero?
Mi amiga Lucía me dio la razón: “Laura, te aplaudo por irte. ¡Que arreen con el crédito solitos!”. Pero también añadió: “Aunque habla con Javi, dale una oportunidad”. ¿Una oportunidad? Vale, pero solo si deja de bailar al son de su madre. Ahora me llama, pidiéndome que vuelva, pero se nota que aún duda. “Cariño, mamá no quería hacerte daño”, dice. ¿Ah, no? ¿Y qué quería? ¿Que pidiera un préstamo a lo loco y viviera bajo sus órdenes como un robot?
Ahora estoy buscando un trabajo mejor para no depender de nadie. Mi madre me apoya, y poco a poco voy recobrando fuerzas. Carmen, por supuesto, no pedirá perdón —ella es de las que nunca se equivocan. Pero ya no soy su muñeca. No me fui solo a casa de mi madre. Me fui a recuperar mi vida. Y que Javier elija: si quiere estar conmigo o con la piscina de mamá. Yo, mientras tanto, sigo adelante. Aunque tenga que empezar desde cero, sé que saldré adelante. Como dicen por aquí: “No hay mal que cien años dure”.







