Cuando Asunción vino al mundo, la comadrona dijo a su madre que sería afortunada: «Ha nacido de pie». Hasta los cinco años, Asun fue feliz: su madre le hacía trenzas, le leía cuentos ilustrados, aunque a veces se enfadaba porque la niña no mostraba interés por las letras. Su padre le enseñó a montar en bicicleta y la llevaba a la finca familiar, dejándole agarrar el volante por los caminos rurales.
Al cumplir cinco años, sus padres le anunciaron que pronto tendría un hermano.
—Será tu regalo de cumpleaños—.
El «regalo» llegó justo para robarle todas sus celebraciones futuras: desde el primer año, Quirino ocupó un lugar privilegiado en la familia. Primero por ser pequeño, luego por ser superdotado.
Quique aprendió a leer antes que Asun, quien incluso a los veinte años leía como una niña de primaria (hoy lo llamarían dislexia, pero entonces la mandaron a una clase de apoyo). Calculaba con tal destreza que su profesora de matemáticas, al verlo, corrió a llamar a su mentor, el catedrático Julio Martínez. Y por si fuera poco, el chico componía poemas excéntricos, pero originales.
Así terminó la dicha de Asunción. No solo compartía cumpleaños con Quique, sino toda su existencia giraba en torno a él. Era ella quien lo llevaba al colegio, a clases de inglés, natación, al conservatorio, al taller de poesía y a las consultas con don Julio. Cuando quiso apuntarse a un taller de cocina y costura, su madre estalló:
—¿Quieres que dejes de acompañar a Quiqui y me tenga que jubilar? ¡Siempre piensas en ti!
Asun cedió. Si cumplía al pie de la letra el complejo horario de Quique, preparaba dos cenas (él, vegetariano desde los seis; su padre, carnívoro irreductible) y traía dinero a casa (paseando perros de vecinos por las tardes), su madre la elogiaba y acariciaba su pelo corto.
Le cortaron las trenzas porque su madre no tenía tiempo de peinarla: debía repasar inglés al amanecer con Quique o transcribir sus versos nocturnos. Asun hacía coletas desaliñadas que la profesora tachaba en su agenda con bolígrafo rojo. Su madre, furiosa, la llevó a la peluquería. El resultado era bonito, pero Asun lloró toda la noche por sus trenzas perdidas.
—Cuando termines el instituto harás lo que quieras— decía su madre cada vez que Asun protestaba por alguna tarea relacionada con Quique—. Total, a ti qué más te da. Solo te interesan tus recetas.
Tras acabar el instituto (el de ambos), tampoco tuvo libertad: además de cocinarle menús equilibrados, lavar su ropa y ocuparse de mil quehaceres, Asun se convirtió en su secretaria. Organizaba su agenda, gestionaba concursos, clasificaba su correo. Cuando mencionó trabajar en un refugio canino, hasta Quique se quejó:
—Sin ti, me hundiré.
Y Asun volvió a ceder.
Solo una vez desafió aquella injusticia: cuando conoció a Borja.
Borja no era guapo: alto, corpulento, pasaba días enteros programando. Sus parientes le regalaron un perro para que saliera de casa, pero él contrató a Asun. Así se conocieron. Pronto, tras pasear a Canela, ella empezó a quedarse a dormir en su piso.
Su madre la llamaba exigiendo que volviera: odiaba planchar las camisas de Quique. Él también protestaba:
—Papá ha traído empanadillas y no hay nada más.
—¡Dejadme en paz! ¡No soy vuestra criada!— gritaba Asun.
Borja le secaba las lágrimas, prometía casarse con ella. Hasta que se marchó a América por un contrato lucrativo.
—Lo siento— fue su única despedida.
Cuando Quique ganó un premio internacional, sus padres estallaron de orgullo: lo contaron a todo el barrio. Su madre corrió a la peluquería; su padre soñaba con el dinero para comprar un coche nuevo.
A Asun le llovieron tareas: reservar vuelos, hoteles con piscina y menú vegetariano, organizar correspondencia… Al llegar al evento, exhausta, besó a Quique entre bastidores y entró en el auditorio buscando a sus padres.
Un guardia de seguridad le bloqueó el paso:
—El personal de servicio no puede pasar.
—¿Qué?— preguntó Asun, confundida.
—Espere a su señor aquí— añadió otro con mirada burlona—. Con ese trapo, mejor que no se vea.
Asun miró su vestido viejo (no tuvo tiempo de cambiarse). No era elegante, pero tampoco andrajoso. Sin embargo, llevaba años siendo tratada como criada.
Quique la miró un instante. Ella esperó que dijera: «Es mi hermana». Pero él calló. El presentador anunció su nombre y subió al escenario sin volverse.
Asun se sentó en un taburete, repasando mentalmente sus tareas: recoger el traje de la lavandería, reservar la cena… No oyó el discurso de Quique hasta que algo cambió:
—Debía dar otro speech, pero… Hay una persona sin la que no estaría aquí.
Asun imaginó a sus padres intercambiando miradas triunfales.
—Ella dedicó su vida a mí. Y ha llegado la hora de devolverle el favor.
Una vena palpitó en la frente de su padre; su madre sollozó de emoción.
—Este premio es para ti. Todo el dinero es tuyo: abre el refugio canino que siempre quisiste. Haz lo que te plazca.
Quique la arrastró al escenario bajo los focos:
—Les presento a mi hermana Asunción. Sin ella, no habría logrado nada.
Los aplausos estallaron. Asun, deslumbrada, empezó a entender. Él le entregó el cheque y contrató a un chico al que ella entrenó para sustituirla.
—Ya no serás mi sirvienta— dijo Quique—. Perdóname, fui un imbécil.
Asun lo perdonó. Abrió el refugio, estudió pastelería y montó una pequeña tienda. Aunque trabajaba duro, era feliz. Una tarde de octubre, al cerrar la caja, sonó el timbre de la puerta.
Borja estaba allí, delgado, serio, cansado. Tan familiar.
—Has vuelto…— sus piernas flaquearon.
—Asun… Perdona a este idiota— sonrió él.
Dos hombres importantes habían pedido perdón. Bastaba.
Solo sus padres no hablaban con ella: creían que manipuló a Quique. Pero daba igual. Borja regresó. Y Asun supo que, por fin, todo iría bien.