Cuando la familia se vuelve extraña

—Teresa, ha llamado Jorge —dijo Miguel al entrar en la cocina—. Quiere venir con Marina el sábado. Solo ellos dos. Dice que necesita hablar.

—Claro, hablar… —resopló Teresa—. Seguro que es por la casa del campo. Prepárate, vendrá con su idea de «reparto familiar justo».

Hacía poco más de dos meses desde que tía Carmen había fallecido. Les dejó a Miguel y Teresa un piso de dos habitaciones en el centro y una casa en la sierra de Madrid. Durante cuatro años, ellos la cuidaron: le llevaban comida, la acompañaban al médico, incluso la enviaron dos veces a un balneario. Los demás parientes, Jorge y Marina, solo supieron aprovecharse: veraneaban en la casa rural y, cuando la tía les pedía que la llevaran, siempre estaban «ocupados».

El sábado, a las cuatro, Jorge y Marina estaban en la puerta. Saludaron con frialdad, sin sonreír. Se sentaron en el salón y Jorge fue directo al grano:

—Queremos hablar de la casa del campo. Vosotros os quedasteis con el piso, bien. Pero la casa… Nosotros también la cuidamos. Lo justo sería que nos la cedierais.

—No la cuidasteis —respondió Teresa con calma—. Solo veraneabais allí. Cuando tía Carmen estuvo enferma, ni siquiera llamasteis.

—Tú no te metas —espetó Marina.

—¿Por qué no? También estoy en el testamento. Y sé cuántas veces vinisteis a verla: tres veces en cuatro años. Una para coger tomates, otra para traer a los niños y otra… a tomar café. Nada más.

—¡Pero somos familia! —protestó Marina—. ¿Ahora qué, queréis venderla?

—Sí —confirmó Miguel—. La arreglaremos y la pondremos en venta.

—¡Pues allá vosotros! —bufó Jorge—. Pero no os quejéis luego si os quedáis solos.

Al día siguiente, sonó el teléfono:

—¡¿Qué coño habéis hecho?! —gritó Jorge—. Hemos ido con el sobrino a la casa, ¡y habéis cambiado las cerraduras!

—Claro. La puerta y el portón. Deberíais haber avisado. El sábado iremos con Teresa y podréis recoger vuestras cosas. Pero sin nosotros, no entráis.

—¡Hijos de…!

Miguel colgó con serenidad. Teresa ni siquiera se sorprendió:

—Hiciste bien en cambiar las cerraduras. Si no, no habría quedado nada.

Vendieron la casa rural. También vendieron su antiguo piso y compraron uno nuevo, de tres habitaciones, en un complejo residencial cerca de la playa. A la arena se llegaba en diez minutos en coche. Natalia se quedó en el piso de la tía, estudiando en la universidad. Miguel encontró trabajo en el puerto, y Teresa daba clases en un instituto. Comenzó una vida tranquila.

Pero duró poco. En marzo, el teléfono no paraba de sonar. Los «parientes» de repente recordaron a Miguel. Marina fue la primera:

—Oye, este julio iremos a pasar unos días con vosotros. Ya no tenemos casa en el campo, y necesitamos descansar. ¡No somos extraños!

—Sois invitados. Y no os hemos invitado.

—¿No ves los precios de los alojamientos en la costa?!

—No. Pero si es caro, buscad otro sitio. O un lago. Aquí no habrá visitas.

—¡Los padres de Teresa sí que fueron!

—Padres. No cuñados con niños y nietos.

—Os arrepentiréis. Cuando necesitéis ayuda algún día, ¡no habrá nadie!

—Tranquila. De mayo a septiembre, todos os acordáis de nosotros. Pero en noviembre y febrero… silencio.

Ese silencio era lo que más valoraban Miguel y Teresa.

**Y así aprendieron que la familia no se mide por la sangre, sino por quién permanece cuando el invierno llega.**

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