**Casi bien, pero solo casi**
—¿Otra vez llegarás tarde? —La voz de Alejandro por teléfono sonaba como si viniera no del piso de al lado en el edificio de Madrid, sino de la otra orilla de un río otoñal, donde la oscuridad se espesaba y la niebla cubría el agua.
—Sí, hasta las diez, quizá más tarde. Revisión de documentos, logística otra vez lo ha estropeado todo —respondió Lucía, activando el manos libres mientras removía el café y terminaba un correo a los proveedores. A su lado, una pila de papeles sin abrir.
—Casi no estás en casa —dijo él tras una larga pausa. Tranquilo, sin reproche, solo constatando un hecho. Pero en esa calma se colaba el cansancio. No de ella, no de la relación, sino de su eterna ausencia. De las noches en silencio, de las mañanas vacías.
—Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo entiendo —otra pausa. No muda, sino tensa, densa, como antes de una tormenta. En ese silencio se escuchaba demasiado: emociones contenidas, preguntas sin voz, una inquietante espera.
Lucía odiaba esos silencios. Apretaban, como si alguien le comprimiera el pecho con lentitud deliberada. El vacío entre ellos nunca era silencio: era dolor.
Llegó a casa cerca de la medianoche. Sin luces, solo la tenue franja de la lámpara del pasillo —Alejandro siempre la dejaba encendida, «para que no tropieces». En esa penumbra, un calcetín en el suelo —claramente no suyo. En la cocina, una nota: «La cena en el horno. Me acosté». La letra, un poco torpe, como escrita con prisa o emoción.
Cenó en silencio. La comida estaba tibia, cubierta con mimo. Pero no sabía a nada, como si su cuerpo hubiera olvidado sentir. Abrió el portátil, revisó un informe, lo cerró de inmediato. El baño, lavarse la cara, evitar el espejo —su reflejo también parecía cansado de mirarla. Se acostó a su lado. Él dormía. De espaldas. Entre ellos, un espacio. Un poco más amplio que antes. ¿O solo lo imaginaba?
La mañana trajo atasco, un tacón roto y documentos olvidados. En el autobús, se sentó junto a una mujer de unos cuarenta años que se quejaba por teléfono:
—Llegó al amanecer, apestando a tabaco, mudo como un pez. Y yo, tonta, esperando…
Lucía se estremeció. Como si escuchara su propio pensamiento, pero al revés. Esa mujer esperaba pese a todo. Y ella vivía con Alejandro, juntos pero separados, como en universos paralelos.
En la oficina, nadie notó su llegada. Solo importaba el informe terminado. Su jefe asintió: «Bien», y volvió a la pantalla. Todo mecánico: informe, asentimiento, silencio. Hasta el agradecimiento sonaba a orden.
Fue a la cocina, preparó té. Observó cómo la bolsita se hundía, dejando un rastro pálido. Le pareció el único gesto real del día. Lo demás, automatismo. Informes tras informes. Todo preciso, puntual, correcto. Pero vacío. Movimiento por cumplir, no por vivir.
Esa noche, cenaron juntos. En silencio. Los cubiertos chocaban contra los platos, la nevera zumbaba de fondo. Alejandro miraba la mesa, no a ella. De pronto, preguntó:
—¿Esta noche estás libre?
—Sí, creo que sí.
—¿Vamos al cine?
Ella asintió. No de inmediato. Dentro, pugnaban las ganas de quedarse y una añoranza extraña que la empujaba a salir, respirar, sentir algo. Luego se acercó, lo abrazó por detrás. Él estaba cálido. Real. Como un ancla en su tormenta.
—Perdón —susurró—. Intento sostenerlo todo: el trabajo, la casa, nosotros… Que no se derrumbe.
—Lo sé —dijo él—. Pero hay que vivir, no solo aguantar. No somos guardianes de muebles.
No respondió. Solo lo abrazó más fuerte, apoyó la mejilla en su espalda. Y en ese silencio, se sintió un poco más ligera.
Fueron al cine. Una película bulliciosa, sin pretensiones —adolescentes reían, alguien masticaba palomitas. Ellos, sentados juntos, se tomaron de la mano. En ese gesto sencillo había más que en mil palabras.
Afuera, el aire era tibio. El viento primaveral arrastraba hojas, las farolas alumbraban el asfalto mojado. Un niño reía, una pareja se abrazaba frente a una farmacia. Alejandro hablaba de un viejo amigo, un encuentro casual, trivialidades. Y Lucía escuchó, súbitamente consciente: esto era lo que le faltaba. Lo simple. Lo ordinario. Lo verdadero.
Antes de entrar, se detuvo.
—Sabes… Tengo todo casi bien. Casi —murmuró.
Él la miró. Sin sorpresa. Como si lo supiera.
—Pues hagamos que sea del todo. Poco a poco. Juntos.
Ella asintió. Por primera vez en mucho tiempo, algo dentro no se contrajo, sino que se liberó. Y ya no quería solo sobrevivir hasta mañana, sino despertar y vivir.
*La vida no es un informe que cumplir, sino un instante que sentir.*







