José subía en el ascensor sin imaginar que aquel viaje cotidiano cambiaría su invierno. En un rincón, una joven con abrigo gris sostenía de la mano a una niña de unos cinco años. La pequeña lo miró con sus grandes ojos verdes y, de pronto, le regaló una sonrisa amplia.
—¿Vas al trabajo? —preguntó sin timidez.
—Claudia, a los desconocidos se les trata de «usted» —la corrigió su madre con dulzura, lanzando una mirada de disculpa a José.
Él sonrió y asintió.
—Sí, voy a la oficina.
—¿Y ya has escrito la carta a los Reyes Magos?
José rio. Nunca había creído en esas cosas, ni de niño, pero no quiso decepcionarla. La niña, orgullosa, le tendió un trozo de cartón arrugado. Él lo guardó en el bolsillo sin pensarlo y, tras despedirse, salió a la calle.
Todo el día intentó olvidar el encuentro, sumergiéndose en el trabajo, ahuyentando los recuerdos de su exnovia, que lo había dejado a pocos días de la boda. Se había mudado a otra ciudad para empezar de cero, pero ni siquiera el silencio de su nuevo piso lograba calmar su dolor.
Esa noche, paseando por las calles nevadas, recordó el cartón. Lo sacó del bolsillo y leyó la letra temblorosa: «¡Que seas siempre feliz y nunca estés triste!». Un calor inesperado le recorrió el pecho. Colocó la nota en la estantería, donde pudiera verla cada mañana.
A dos días de Nochebuena, llamó a la dueña del piso para preguntar por la niña. Doña Carmen se alegró de contarle que la madre y la pequeña vivían justo un piso más arriba, y que la mujer se llamaba Sofía.
Al anochecer, José llamó a su puerta. Sofía se quedó paralizada al verlo.
—Perdone —dijo él, incómodo—, he venido a ver a Claudia. Verá, ha llegado al trabajo un mensajero de los Reyes Magos y me pidió que encontrara a una niña con su nombre para entregarle esto en persona.
La niña salió corriendo desde detrás de su madre:
—¡Sabía que mandarían a alguien! ¡Espera, enseguita vuelvo!
Un minuto después, regresó con un sobre enorme decorado con estrellas y corazones. Decía: «¡PARA LOS REYES MAGOS, QUE LO LEAN ELLOS SOLOS!».
—¡No se lo enseñes a mamá! ¡O no se cumplirá!
—Prometo que llegará a sus destinatarios —sonrió José.
En casa, no pudo resistirse y abrió la carta: «Queridos Reyes Magos: Me llamo Claudia. He sido muy buena. Por favor, traedme un osito de peluche grande. Y… un papá nuevo. Porque no tengo a nadie».
En Nochebuena, José volvió a llamar a su puerta. Sofía abrió y se quedó sin habla: allí estaba él, con un oso rosa gigante entre los brazos.
—Los Reyes me pidieron que se lo entregara a la buena niña Claudia —dijo José.
La pequeña saltaba de alegría, abrazando a su madre y a él sin parar. Sofía lo invitó a quedarse a cenar. En la mesa, Claudia preguntó de repente:
—¿Y lo otro que pedí?
—Eso… es más complicado —titubeó José.
—¿Qué más pediste? —preguntó Sofía con cautela.
—Pues un papá nuevo. Pero si los Reyes están muy ocupados… ¿te quedarías tú?
Claudia bostezó y se durmió abrazada al osito.
Y los dos adultos se quedaron en silencio, sonrojados, sonriendo. Fuera, la nieve cubría las calles como un manto suave. Pero dentro de aquel piso, por primera vez en mucho tiempo, hacía verdadero calor.
El destino a veces llega en formas inesperadas, y las respuestas más simples suelen ser las más hermosas.







