Caminos Divergentes

En un pueblecito rodeado de sombríos bosques de pinos y campos grises, donde el viento arrastraba hojas secas por las calles, la vida transcurría lenta, como un río en la llanura. Cerca del final de la jornada, el móvil de Javier sonó. La melodía, elegida por su novia Sofía, rompió el silencio. Él contestó y escuchó su voz:

—Javier, estoy en la peluquería. Pásate a recogerme, ya sabes dónde.

—Vale, ahora voy —respondió él brevemente y colgó.

Javier sabía que Sofía se pasaba allí al menos dos horas, así que no tenía prisa. Después del trabajo, aparcó el coche cerca del salón y, para matar el tiempo, entró en una cafetería cercana.

—Ya llamará cuando acabe —pensó, sentándose a una mesa. El camarero le tomó la orden al instante.

Javier comió, repasó las noticias, vio un par de vídeos, pero Sofía no llamaba. «A ver cuánto se gasta hoy», se le ocurrió. Aunque, claro, quien pagaba no era ella, sino su padre, un empresario influyente cuyo dinero corría a raudales. Sofía nunca se privaba de nada.

Llevaban siete meses juntos, a veces compartiendo su modesto piso de dos habitaciones. Pero cuando a Sofía le cansaba aquella “vida tan cutre”, volvía a la lujosa mansión de sus padres en las afueras. Hija única, jamás le faltó de nada. Ella le presentó a su familia, pero su madre, Marta, lo miraba por encima del hombro. «Un simple informático, 27 años… ¿qué puede ofrecer?» Sofía, al parecer, había convencido a su madre de no meterse, así que mantenía las distancias sin ser grosera. Javier se sentía como un intruso en aquella casa.

Él mismo empezaba a entender que Sofía no era la mujer con la que soñaba. Pero la idea de boda lo atormentaba, sobre todo tras las palabras de su padre: «Si haces feliz a mi hija, te llenaré de oro. Si la haces sufrir, te arrepentirás». El mensaje estaba claro.

Sofía era caprichosa, pero deslumbrantemente guapa. Javier no entendía por qué necesitaba tantas horas en la peluquería, si ya era perfecta. Inteligente, con sentido del humor, pero arrogante y malcriada por el dinero paterno. El día anterior había anunciado:

—Javier, dentro de diez días volamos a las Maldivas. Mi padre lo paga todo. Necesito descansar, estoy agotada.

—¿De qué, si no trabajas? —preguntó él, sorprendido.

—Mi padre arreglará lo de tu trabajo, no te preocupes.

Sus palabras le irritaban. La relación se volvía cada vez más complicada. Sabía que eran de mundos distintos, pero seguía empeñado en casarse. Reflexionando con un café, de repente oyó una voz:

—¿Javier? —Un chico le sonreía como a un viejo amigo.

—¡Antonio! —Javier se levantó de un salto, reconociendo a su amigo de la infancia.—¡No me lo creo! ¿Cuánto ha pasado, doce años?

—¡Vaya pinta llevas, tío! —Antonio le dio una palmada en el hombro.—Te veo muy formalote.

—Y tú ya no eres un crío —se rio Javier.—¿Qué haces por aquí?

—Espero a mi hermana, Lola. Estudia en el conservatorio, último curso. Hoy tiene un concierto, pero yo no aguanto la música clásica, así que me he metido aquí —sonrió Antonio.

—¿Lola? ¿Cómo está? —se animó Javier.

—¡Un talentazo! Una chica de pueblo que entró en el conservatorio sin enchufes —dijo con orgullo Antonio.

—¡Quiero verla! —exclamó Javier.

—En media hora la llamo y vamos a recogerla. Si no estás ocupado, únete. ¿Vienes solo?

—Estoy esperando a Sofía, mi novia. Está en la peluquería, ya sale.

—Perfecto, Lola y yo pasaremos —dijo Antonio antes de marcharse, prometiendo volver.

Javier se sumió en los recuerdos. Los veranos en el pueblo de su abuela, donde vivían Antonio y Lola. Su patio con manzanos, el lago, el río. Pescar, hacer barbacoas, cantar con la guitarra. Lola, una chiquilla delgada con trenzas oscuras, fue su primer amor. «¿Cómo será ahora?», pensó, sin darse cuenta de que sonreía.

—Sonreírle al vacío es de tontos —dijo la voz de Sofía.

—Por fin —Javier la miró, intentando detectar los cambios tras tres horas de peluquería.

—¿Qué tal estoy? —preguntó ella, coqueta.

—Bien —contestó él.

—¿Bien? —se indignó Sofía.— ¿Sabes cuánto cuesta esta manicura y el tratamiento facial? Estoy irresistible, ¿a que sí?

—Como siempre —asintió Javier, evitando la discusión.

—Vamos a mi casa, hay invitados esperándonos —ordenó ella.

—No puedo, quedé con unos amigos de la infancia. Ahora vienen.

Sofía puso mala cara, lista para montar un drama, pero Antonio y Lola entraron en la cafetería. Ella se abalanzó sobre Javier, abrazándolo:

—¡Javier, cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!

Él se quedó paralizado, deslumbrado por su belleza: ligera, luminosa, con ojos marrones cálidos. No quería soltarla, pero Sofía dijo con frialdad:

—Hola.

—Esta es Sofía, mi novia —se apresuró Javier.— Y ellos son Antonio y Lola.

—Encantado, preciosa —sonrió Antonio.

Los tres charlaron del pasado mientras Sofía callaba, ignorándolos con descaro. Javier recordaba el verano, los manzanos, el lago.

—Mejor bajo una sombrilla en las Maldivas —interrumpió Sofía.— Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco.

—¿Hay peces? —bromeó Antonio.

—En los restaurantes donde yo como pescado fresco —contestó ella secamente.

La conversación decayó. Lola propuso:

—Javier, ven al pueblo con nosotros.

—Claro —respondió él, mirando a Sofía.— Este finde me paso.

Sofía anunció:

—Vale, iré contigo a ese agujero.

—Mejor no —frunció el ceño Javier.— Hay mosquitos, bosque, lago. Te morirás de aburrimiento.

—Llevaré agua mineral, ahí no hay nada potable —refunfuñó ella.

—Y un váter portátil con microondas, ¿no? —replicó él.

En el pueblo los recibieron con los brazos abiertos. Montaron una mesa bajo un manzano, asaron carne. Javier se sentía vivo, como en la niñez. Sofía, en cambio, no paraba de quejarse:

—Javier, la hierba me pincha los pies. La carne huele raro. ¡Un mosquito me ha picado! El sol me da en los ojos.

—Ya basta, Sofía —estalló él.— Disfruta de la naturaleza o métete en casa.

—Ahí no se puede respirar —replicó, pero se fue, huyendo de los insectos.

Junto al lago, con una caña de pescar, Javier preguntó:

—Lola, ¿tienes novio?

—No, corté hace tiempo. ¿Por qué lo preguntas? —sonrió ella.

—Es que eres… tan guapa, tan natural —se le escapó.

—Y talentosa —añadió Antonio.— Además, hace punto y cocina unas croquetas increíbles.

—Sí, y tu novia solo sabe contar mentiras —rio Lola.

—Cierto —admitió Javier,—Pues las croquetas de Lola no tienen precio —concluyó Javier, sabiendo que, al fin, había encontrado el camino de vuelta a casa.

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