Amor sin oportunidad de cercanía

**Amor sin derecho a la cercanía**

La doctora Elena Martín ajustó su bata blanca y echó un vistazo al reloj. Quedaban cuatro horas para el final del turno, pero el cansancio ya se hacía notar. En el pasillo de neurología reinaba el bullicio habitual—enfermeras iban y venían entre las habitaciones, familiares de los pacientes conversaban en voz baja en los rincones.

—Doctora Martín, tiene una visita—anunció la joven enfermera Lucía asomando la cabeza en el consultorio.

—¿Quién es?

—Un familiar del paciente de la habitación siete. Creo que es el señor Torres.

Elena asintió y dejó a un lado la historia clínica que estaba revisando. “Torres”. Ese nombre hizo que su corazón latiera más rápido, por más que intentara controlar sus emociones.

Entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con las sienes plateadas y ojos castaños llenos de fatiga. Javier Torres llevaba una bolsa con frutas y parecía preocupado.

—Buenos días, doctora. ¿Cómo está mi esposa?

—Siéntese, por favor—Elena señaló la silla frente a su escritorio—. El estado de Carmen es estable. Está respondiendo bien al tratamiento.

Javier suspiró aliviado y pasó una mano por el cabello.

—Gracias a Dios. Llevo toda la semana angustiado. Cuando le dio el derrame, pensé que la perdía para siempre.

Elena lo observó y sintió aquel dolor familiar en el pecho. Un dolor que llevaba allí seis meses, sin darle tregua ni de día ni de noche.

—Javier, su esposa es una mujer fuerte. El ictus no fue extenso, ya recupera el habla. Con los cuidados adecuados, podrá volver a una vida normal.

—Gracias por todo lo que hace por ella—miró a los ojos a Elena—. Sé que le dedica más tiempo que a otros pacientes. Ella misma me lo ha dicho.

Elena desvió la mirada. Era cierto, dedicaba más atención a Carmen que a los demás. Pero no por profesionalismo, sino por la culpa que la corroía por dentro.

—Es mi trabajo. Todos los pacientes merecen atención.

—Aun así, gracias. ¿Puedo verla?

—Por supuesto. Solo no la fatigue con largas conversaciones.

Javier se levantó, pero no se apresuró a salir.

—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta personal?

Elena se tensó.

—Adelante.

—¿Está casada?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Miró a Javier y supo que no era simple curiosidad. En sus ojos había el mismo sentimiento que la atormentaba a ella.

—No—respondió en voz baja—. No lo estoy.

—Entiendo. Disculpe la indiscreción.

Se dirigió a la puerta, pero en el umbral se volvió.

—Elena, quería decirle… Si las circunstancias fueran otras…

—No—lo interrumpió—. Por favor, no lo diga.

Javier asintió y salió. Elena se quedó sola en el consultorio, sintiendo cómo las lágrimas asomaban. Se acercó a la ventana, donde la lluvia primaveral golpeaba los cristales.

Todo empezó en octubre, cuando ingresaron a Carmen con su primer ictus leve. Entonces se recuperó rápido, pero su marido, Javier, venía cada día al hospital. Le llevaba comida casera, le leía libros, le contaba las noticias.

Al principio, Elena solo observaba esa armonía con interés profesional. Ese nivel de dedicación era raro en su experiencia. La mayoría de familiares venían de vez en cuando; algunos pacientes no recibían visitas.

Pero poco a poco, empezó a esperar la llegada de Javier. A escuchar su voz en el pasillo. A buscar excusas para pasar por la habitación siete cuando él estaba allí.

Y él, a su vez, parecía fijarse en ella. Preguntaba por el tratamiento, le agradecía su esfuerzo, a veces charlaban de libros o películas. Nada impropio, solo conversaciones humanas.

Pero los sentimientos no piden permiso. Vienen solos y se instalan en el corazón, sin importar las circunstancias.

Carmen recibió el alta a las tres semanas. Elena pensó que no los volvería a ver e intentó olvidar esa extraña emoción que Javier provocaba en ella.

Pero en febrero, Carmen sufrió otro derrame, más grave esta vez. Llegó en ambulancia, y Javier estaba pálido como la muerte.

—Doctora, sálvela, por favor—rogó cuando Elena salió de urgencias—. Lo es todo para mí. Llevamos juntos treinta años.

Treinta años. Elena repitió mentalmente la cifra. Treinta años de matrimonio, recuerdos, costumbres, amor. ¿Y ella? Un piso vacío, su trabajo y un amor no correspondido por el marido de otra.

—Haremos todo lo posible—prometió.

Y lo hizo. Consultó a colegas, estudió nuevos tratamientos, vigiló cada cambio en la paciente. Carmen no era solo una enferma: era la esposa del hombre al que Elena amaba, sin derecho a correspondencia.

Un amor extraño. Secreto, silencioso, condenado. Se veían solo en el hospital, solo por motivos médicos. Hablaban únicamente de temas clínicos. Pero entre palabras flotaba algo más, algo que no podían nombrar.

—Doctora Martín—la voz de Lucía la devolvió a la realidad—. La paciente de la habitación siete la llama.

Suspiró y fue a ver a Carmen. La mujer estaba en la cama, leyendo una revista. A pesar de la enfermedad, se veía dulce. El cabello corto y gris peinado con cuidado, un poco de maquillaje en el rostro.

—Doctora, pase, siéntate—Carmen dejó la revista—. Quiero hablar contigo.

Elena se inquietó. Había un tono en la voz de la paciente que no lograba descifrar.

—¿Cómo se siente? ¿Le duele la cabeza?

—No, todo bien. El habla ya casi está normal, los movimientos también. Pronto volveré a casa.

—Eso es maravilloso. El tratamiento funciona.

Carmen la miró con atención.

—Doctora, ¿puedo decirte algo? De mujer a mujer.

Elena sintió un escalofrío.

—Claro.

—Eres hermosa, inteligente, amable. ¿Por qué sigues sola?

—No se dio la ocasión. El trabajo consume mucho tiempo.

—Ya veo. ¿Quisiste tener hijos?

—Los quise. Pero el tiempo pasó.

Carmen asintió, comprensiva.

—Tengo cincuenta y ocho años, doctora. En mi vida he visto y entendido mucho. El corazón de una mujer, especialmente.

Elena apretó las manos, presintiendo una conversación incómoda.

—Carmen, ¿a qué viene esto?

—Veo cómo miras a mi Javier. Y cómo él te mira a ti.

Un silencio incómodo. Elena quiso negarlo, pero las palabras no salieron.

—No sé de qué hablas.

—Lo sabes. Y ¿sabes qué? No me enojo. Javier es un buen hombre, cualquiera se fijaría en él.

—Carmen, entre nosotros no hay nada más que una relación profesional.

—Lo sé. Y no lo habrá. Porque eres una mujer decente, y él un hombre decente. Pero los sentimientos están ahí, ¿verdad?

Elena bajó la mirada. Negarlo era inútil.

—Sí—reconoció en voz baja.

—Ahí está. Ahora escúchame bien—Carmen se incorporó un poco—. Me estoy muriendo.

—¡Qué dice! Su estado es estable, el pronóstico favorable…

—Doctora, lo siento. Este ictus no será el último. Vendrán más, y tarde o temprano uno me llevará. Quizá en un mes, quizá en un año. Pero moriré.

Elena quiso protestar, pero algo en los ojos de Carmen la detuvo.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque estoy cansada de luchar. Treinta años fui esposa, madre,Y cuando ese día llegara, Elena sabía que, aunque el amor les uniera, el peso de la pérdida y la lealtad a Carmen siempre serían más fuertes que cualquier deseo, recordándoles que algunas historias de amor no están destinadas a vivirse, solo a sentirse.

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