Amor a Primera Vista

**JUAN EL FIEL AMANTE**

Juan dedicaba todos los fines de semana a su motocicleta en el garaje junto a su casa. Los chiquillos del barrio se agolpaban a su alrededor, como gorriones curiosos, admirando cómo limpiaba el motor, ajustaba tuercas o pulía las piezas cromadas hasta que brillaban.

—¡Vaya pasada! ¡Cómo correrá esta! —exclamaban los niños—. Juan, ¿nos das una vuelta?

—No podéis, sois muy pequeños. Una moto no es un juego, no es como una bici…

Los chiquillos suspiraban, y entonces Juan cedía:

—Bueno, si es solo por el barrio, unas vueltitas no pasará nada…

Los “gorriones” se alegraban y luego salían corriendo al campo de fútbol con su balón. Juan volvía a casa, se duchaba, y su madre refunfuñaba:

—¿Cuándo vas a tener novia? Los hijos de los Martínez ya se han casado los dos, y son más jóvenes que tú. ¿En qué piensas? Ya no eres un crío para pasarte el día entre hierros…

Llamaba “hierros” tanto a la moto como al viejo SEAT que su abuelo le había regalado cuando volvió de la mili. Juan lo restauró, lo dejó como nuevo y lo pintó con esmero.

—Mi SEAT parece recién salido de fábrica. Le he puesto tanto esfuerzo para alegrar al abuelo. Así podría venderlo fácilmente, pero ahora no quiero, me da pena —explicaba Juan.

—Está bien, pero hace seis años que volviste del servicio y aún no hay novia. Me preocupa que te quedes solo con tus máquinas, hijo. La felicidad está en la familia —suspiraba Elena.

—¿Y dónde voy a encontrar novia? No voy a bailes, no me gusta mover los pies; en el cine está oscuro, ni se ve a nadie —se reía él.

—Pues claro, ¿y de qué va a hablar contigo una chica decente? —decía su madre—. No lees más que lo del colegio, no hay teatro en nuestro pueblo, y a museos no te arrastro ni a la fuerza. Solo piensas en coches, motos y cosas técnicas.

—Por algo trabajo en un taller, mamá —respondía Juan—. Mis manos no paran, créeme.

—Sí, y no se te quita el aceite de encima, mi pequeño manitas. Hasta las toallas oscuras se te manchan. ¿Y qué chica hablará de motores contigo? —sonreía ella.

—¿Qué chica? —Juan miraba sus manos—. La que me quiera…

—Podrías empezar yendo al museo, subir un poco tu nivel cultural.

—¿Solo? Ni hablar —se negaba rotundo.

—¿Por qué solo? Tu sobrino Pablo está de vacaciones. Llévalo, y tu hermana te lo agradecerá. Pasead, tomad un helado… algo cultural.

—¿Una misión de reconocimiento? —bromeó Juan.

Días después, su madre anunció en la cena:

—Mañana es sábado. Viene Pablo.

—¿Y? Que venga.

—Le prometí que iríais al museo. Está emocionado, viene arreglado.

—Ah… —recordó Juan—. Bueno, vale.

El día era espléndido. Primero fueron a una heladería, y luego, como obligación, al museo.

—Id rápido —les dijo la taquillera—, el grupo ya comenzó.

Pablo se abrió paso para escuchar, mientras Juan se escondía atrás. Hasta que vio a la guía: una chica frágil como una figurilla, con vestido blanco, collar de cristal y ojos azules como el cielo. Juan se quedó embobado.

Ella interactuaba con los niños, haciendo preguntas con una varita en la mano. Sus dedos finos parecían los de un pájaro mágico posado en una rama. Juan no podía apartar la mirada.

Al terminar, la guía se despidió y se perdió por los pasillos. Al salir, el calor de Madrid les golpeó.

—Allí dentro hacía fresquito —dijo Pablo—, pero no me atreví a preguntar.

—No importa, volveremos —sonrió Juan, mirando el museo—. ¡Mañana mismo!

—¿Mañana?

—Sí, ¿para qué esperar?

En casa, su madre se sorprendió, pero no dijo nada. Al día siguiente, Juan preguntó a la taquillera:

—¿Cómo se llama la guía de ayer?

—Tenemos varias.

Juan describió a la chica.

—Ah, es Lucía. Hoy no está; guía a un grupo en autobús. Vuelve otro día.

Juan, decepcionado, salió. Pablo tiraba de su manga:

—¿Y el museo? ¿No entramos?

—Ya hemos estado —gruñó Juan.

Para compensar, volvieron a la heladería. Juan recordaba aquellos ojos. Al menos ya sabía su nombre.

—¿El próximo finde… otra vez al museo? —preguntó Pablo, astuto.

—Sí, hay que preparar preguntas —asintió Juan, melancólico—. Piensa bien en ellas, que no parezcamos tontos.

Pablo asintió mientras terminaba su helado. Dieron una vuelta por el parque y volvieron a casa.

Juan apenas aguantó hasta el sábado. Entraron al museo en cuanto abrió. Todo estaba en silencio hasta que apareció Lucía, ahora con traje gris, pero el mismo collar brillante.

—Hola —dijo ella. Pablo se preparaba para preguntar, pero Lucía lo adelantó:

—¿Juan?

—Sí… ¿Me conoces?

—Estudiamos en el mismo instituto. Tú arreglabas los cables de la radio escolar. Yo vine en bachillerato, solo dos años. Te recordé porque presenté algunos programas… ¿No te acuerdas?

—Lo siento, no. Tengo mala memoria para caras. Pero el otro día sentí como si te conociera de otra vida… —Juan sonrió—. Ahora todo cobra sentido.

Hablaron un rato. Lucía contó que trabajaba allí desde que terminó la carrera, y Juan le ofreció ayuda si necesitaba reparar algo. Intercambiaron números y se despidieron como amigos.

Al salir, Pablo miró a Juan:

—Yo preparé preguntas, pero solo hablasteis de ella…

—Tranquilo, ahora vendremos a menudo —prometió Juan—. Hay que culturizarse.

—¡De mí ya bastante!

—Bueno, vale. Pero hoy te doy una vuelta en el SEAT.

—¡Genial! —Pablo abrazó a su tío.

La noticia de que Juan salía casi cada noche con su SEAT alegró a la familia.

—Sabía que mi coche estaba en buenas manos —dijo el abuelo—. Juan es sensato, no va detrás de cualquiera.

—Es fiel en el amor —respondió Elena—. Solo espero que Lucía lo entienda.

—No adelantes acontecimientos. Si se enamoran, el cariño unirá sus diferencias.

Lucía y Juan salieron seis meses. Antes de cada cita, su madre le planchaba camisas blancas y revisaba sus manos.

—Dios, como si fuera un niño —refunfuñaba Juan, sonriendo.

—Costumbre de siempre —decía ella—. Pronto te pasaré a tu mujer. Pero recuerda: en el amor también está el respeto.

Se casaron antes de Navidad. Fueron al registro en el SEAT, decorado con lazos y globos. Pablo llevó el velo, orgulloso.

—Sigue su ejemplo —dijo el abuelo—. Un hombre de provecho.

—No me caso hasta aprender a reparar coches y hacer la mili —bromeó Pablo.

—Pues date prisa, que quiero verlo —rio el abuelo.

Pablo lo abrazó y se unió a los invitados para fotos junto al coche.

**Moraleja:** El amor verdadero llega cuando menos lo esperasAños después, el SEAT seguía reluciente en el garaje, pero ahora llevaba a Juan, Lucía y su pequeño hijo a pasear los domingos, mientras Pablo, ya mecánico como su tío, soñaba con el día en que su propio coche lo llevaría al altar.

Rate article
MagistrUm
Amor a Primera Vista