Cuando volví a casa después de dos meses fuera, una desconocida abrió la puerta… y lo que dijo me dejó furiosa.
De pequeña, mi madre me enseñó algo que me acompañó toda la vida: “Si alguna vez estás en un lío y no puedes hablar, usa la palabra clave”.
Era una frase tonta —*tarta de limón*—, ridícula incluso. Pero para nosotras lo significaba todo. Una señal secreta. Un SOS cuando todo lo demás parecía peligroso. Nunca pensé que volvería a necesitarla… hasta hace dos meses.
Dos meses. Ese fue el tiempo que estuve fuera, cuidando a mi madre después de su operación de cadera. Prácticamente viví en el hospital, sobreviviendo a base de cafés tibios, snacks de máquina y siestas de dos horas en sillas que claramente no estaban hechas para dormir. Echaba de menos mi cama, mi almohada y el olor de mi casa. Pero más que nada, echaba de menos a Javier, mi marido.
Llevábamos cuatro años casados y, aunque no éramos perfectos, teníamos nuestro ritmo. Los dos trabajábamos mucho, pero siempre sacábamos tiempo para los *thursdays* de comida para llevar y el domingo de compras en el Mercadona. Estar fuera tanto tiempo se notaba. Él me mandaba mensajes dulces, videollamadas cada dos días y me aseguraba que mantenía el piso limpio (lo cual dudaba, conociendo su concepto de “limpio”). Aun así, su presencia, aunque lejana, me reconfortaba.
El día que por fin volví a casa, sentí que podía respirar de nuevo. Me di la ducha más larga de mi vida, me envolví en mi bata esponjosa y me recogí el pelo en una toalla. Iba a servirme una copa de vino cuando lo oí: el sonido de la cerradura girando.
Me quedé quieta. Primero pensé que Javier había olvidado algo. Pero luego caí en que no había escuchado su coche entrar. Me acerqué al recibidor con el corazón acelerado.
Allí, plantada en la entrada, había una chica que jamás había visto en mi vida.
Iba elegante, con botines de tacón y una chaqueta ajustada, y llevaba un llavero en la mano. Me miró y parpadeó, confundida y un tanto molesta.
“¿Tú quién eres?”, preguntó, como si yo fuese la intrusa.
Arqueé una ceja. “¿Que quién soy? Yo vivo aquí. ¿Y tú?”
Frunció el ceño. “Nunca te he visto.”
“Bueno, he estado fuera dos meses”, contesté, cruzando los brazos. “¿Quién te dio las llaves de MI piso?”
“Javier”, respondió con total naturalidad. “Dijo que podía pasar cuando quisiera.”
Javier. *Mi* Javier.
Se me encogió el estómago.
Respiré hondo. “Ah, ¿sí?”, dije con calma calculada. “Porque yo, su mujer, estoy aquí plantada, y esto es una novedad para mí.”
Sus ojos se abrieron como platos. “Espera… él me dijo que estaba soltero.”
“Claro que sí”, murmuré.
Miró alternativamente entre mí y las llaves. “Creo que debería irme.”
“No tan rápido”, dije con firmeza. “Ven conmigo.”
Vaciló, pero algo en mi tono debió de convencerla. Me siguió al salón.
Javier estaba en la cocina, comiendo cereales directamente de la caja. El pelo lo tenía hecho un desastre y llevaba puesta mi sudadera favorita —esa que yo planeaba robarle en cuanto pudiera—.
“¿Y ese quién es?”, preguntó la chica, señalándolo.
“Ese es Javier”, dije. “Mi marido.”
Ella frunció los labios. “Ese no es Javier.”
Miré a uno y a otro. “¿De qué hablas?”
Javier dejó la cuchara a medio camino. “Vale, ahora sí que estoy perdido.”
La chica sacó su móvil y abrió una app de citas. Pasó un par de fotos y mostró una.
No era Javier.
Era *Alejandro*.
El hermano pequeño de Javier. El que dejó la carrera dos veces. El que pidió prestado su coche y lo dejó en el depósito. El de las ideas grandiosas y cero ejecución. Y, al parecer, el que se hacía pasar por Javier mientras usaba nuestro piso como sala de citas.
Javier se llevó las manos a la cara. “No me extraña que me preguntara tanto cuándo volvías. Pensé que estaba siendo raro. *Otra vez*.”
Me volví hacia la chica, que parecía estar atando cabos. “A ver, déjame adivinar: nunca te dejaba venir cuando yo estaba en casa, ¿no?”
“No”, contestó con voz temblorosa. “Siempre decía que su compañero de piso andaba por aquí. Supuse que sería un amigo demasiado pegajoso.”
Javier suspiró. “Voy a matarlo. O a obligarlo a limpiar el horno. Las dos cosas, quizá.”
La chica finalmente esbozó una sonrisa. “No me lo creo… Me dijo que era arquitecto. Debí sospechar cuando lo escribió *’arquitecto’* con *’h’*.”
Me reí. “Empecemos de nuevo. Soy Lucía.”
Ella me dio la mano. “Sonia.”
Javier se inclinó hacia delante. “Y ahora, ¿qué hacemos?”
Sonia se irguió. “Quiero venganza.”
A Javier se le iluminó la cara. “Me cae bien.”
Quince minutos después, teníamos un plan.
Javier le mandó un mensaje a Alejandro:
“Tío, hacemos paella esta noche. Pasa por casa.”
La respuesta fue instantánea:
“¡Dale! Llego en 20.”
Pusimos la mesa como si fuese domingo. Sonia se retocó el pintalabios. Yo metí la paella congelada al microondas. Javier descorchó una botella de vino y sirvió tres copas.
Y, justo a tiempo, Alejandro entró como si nada.
“¡Huele genial! ¿Dónde está mi chica—?”
Y entonces vio a Sonia.
“¡Eeeeh, preciosa! ¡Qué sorpresa!”
Sonia cruzó los brazos. “Déjalo, Alejandro.”
Él miró a Javier. “¿Tío?”
Javier se levantó. “Lo sabemos todo, ‘Javier’.”
Alejandro se quedó helado.
Entonces Sonia, con un dramatismo digno de los Goya, cogió su vaso de agua y se lo lanzó a la cara. El líquido le resbaló por la barbilla y goteó en el suelo.
Alejandro parpadeó, empapado. “Bueno… justo.”
“Nos pagas el alquiler este mes”, dijo Javier.
“¡¿Qué?!”
“Y le devuelves todo lo que Sonia te haya dado”, añadí yo.
Alejandro puso mala cara. “¿Incluidos los AirPods?”
“*Especialmente* los AirPods”, sentenció Sonia.
Alejandro salió arrastrando los pies, más mustio que un lunes por la mañana.
Y cuando se cerró la puerta, los tres nos descojonamos de risa.
Sonia se secó una lágrima. “Esto ha sido mejor que ir al psicólogo.”
Javier levantó su copa. “Por la paella y la justicia.”
Sonia chocó su vaso con los nuestros. “Solo decidme que no hay más hermanos.”
Yo sonreí. “Solo un gato que odia a todo el mundo por igual.”
Y así, queridos lectores, fue como volví a casa después de dos meses, pillé a mi cuñado mentiroso, me hice una nueva amiga y por fin comí algo decente. La vida puede ser impredecible, pero a veces escribe historias de las buenas.