Al llegar a casa para la cena, mi mujer estaba preparando la comida esa noche. Quería hablar con ella, y la conversación no iba a ser fácil, así que comencé con la frase

Regresé a casa con el estómago vacío; la cena de esa noche la había preparado mi esposa, María, en nuestro apartamento del centro de Madrid. Tenía que afrontar una conversación que sabía sería dura, así que empecé con la frase Tengo algo que decirte. Ella, sin detener la sartén, no respondió y volvió a mezclar la salsa, pero en sus ojos volví a ver la sombra de una herida que llevaba tiempo ocultando.

Sabía que debía seguir hablando, así que, sin mucho rodeos, le solté que quería divorciarme. María, con la voz quebrada, sólo preguntó ¿por qué?. No supe contestar; el miedo a la respuesta me dejó mudo.

En su furia lanzó una pataleta, tirándome todo lo que tenía a mano. ¡No eres un hombre!, gritó, y el aire se llenó de una tensión que cortaba la cocina. No quedó nada más que silencio. Me retiré a la habitación, me acosté y, aunque el sueño tardó en venir, oí sus sollozos a través de la puerta. No sabía cómo explicarle que el amor que había sentido se había convertido en una mera lástima, que mi corazón ya latía por Celia, la colega de la oficina.

Al día siguiente reuní los papeles del divorcio y de la liquidación de bienes. Le propuse quedarse con la casa, el coche y el treinta por ciento de las acciones de mi empresa, todo valorado en euros. María sonrió, rompió los documentos y, entre lágrimas, dijo que no necesitaba nada de mí. Después volvió a sollozar. La nostalgia de los diez años compartidos me golpeó, pero su reacción sólo avivó mi determinación.

Aquella noche llegué tarde, pasé la cena y me tiré directamente a la cama. María estaba sentada en la mesa, garabateando algo. Me desperté en mitad de la madrugada y la encontré todavía escribiendo, con la lámpara iluminando su rostro cansado. Ya no sentía la cercanía que alguna vez nos unió.

A la mañana siguiente, María me planteó sus condiciones para el divorcio. Insistía en que mantuviéramos una relación cordial mientras nuestro hijo, Diego, se preparaba para los exámenes de septiembre; temía que una separación abrupta alterara su nerviosismo. Esa petición era razonable. La segunda condición, sin embargo, me pareció absurda: quería que, durante un mes, cada mañana la llevase en brazos desde el dormitorio hasta la puerta de la terraza, como recuerdo de la noche en que la acepté en mi hogar tras la boda.

No discutí. En la oficina conté a Celia lo que me había pedido, y ella, con sarcasmo, comentó que eran intentos patéticos de mi esposa para manipularme y obligarme a volver. El primer día que tomé a María en mis brazos, me sentí torpe; éramos dos extraños. Diego, al vernos, saltó alegre diciendo: ¡Papá lleva a mamá! y María, en voz baja, me susurró: No le digas nada. La dejé en el suelo y ella se dirigió a la parada del autobús.

Al segundo día el gesto se volvió más natural. Me di cuenta, por primera vez, de las pequeñas arrugas y de los cabellos plateados que empezaban a asomar en su frente. Todo el calor que había depositado en nuestro matrimonio, ¿cómo pude recompensarla?

Una chispa mínima empezó a encenderse entre nosotros, y con cada día esa llama crecía. Cada vez la sentía más ligera, más fácil de llevar. No dije nada a Celia.

El último día, al buscarla junto al armario, la encontré desanimada porque había perdido mucho peso. ¿Estás tan preocupada por nuestra relación? le pregunté. Diego entró, curioso, y preguntó cuándo papá volvería a llevar a mamá en brazos, como si fuera una tradición. La levanté, y en ese instante me sentí como aquel joven de la boda, con el corazón a mil. María me abrazó suavemente por el cuello. Solo su peso me hacía dudar.

De repente la dejé en el suelo, cogí las llaves del coche y corrí al trabajo. Allí encontré a Celia y le dije que ya no quería divorciarme; que nuestros sentimientos se habían enfriado porque habíamos dejado de cuidarnos. Ella me dio una bofetada y, entre lágrimas, salió del despacho.

Yo sabía que lo que realmente anhelaba era ver a María. Salí del edificio, compré en una floristería del barrio el ramo más bonito y, cuando el dependiente me preguntó qué escribiría en la tarjeta, respondí: Para mí será felicidad llevarte en brazos hasta el último suspiro.

Regresé a casa con el corazón ligero y una sonrisa. Subí los escalones y entré al dormitorio; María yacía en la cama. Estaba muerta.

Más tarde descubrí que había luchado valerosamente contra un cáncer durante los últimos meses. Nunca me lo había confesado, y yo ni siquiera lo había notado, distraído como estaba con Celia. María había ideado esos condiciones para que, pese al divorcio, yo no me convirtiera en un monstruo a los ojos de Diego.

Espero que mi historia sirva a alguien para aferrarse a su familia. Muchas personas se rinden sin saber que la victoria está a un paso de distancia.

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MagistrUm
Al llegar a casa para la cena, mi mujer estaba preparando la comida esa noche. Quería hablar con ella, y la conversación no iba a ser fácil, así que comencé con la frase