En la cocina flotaba el aroma de un asado con patatas, las velas de la mesa titilaban con una cálida luz, y Lucía ajustaba el mantel, esperando con ilusión a su marido. Hoy se había esforzado especialmente —pronto sería Nochevieja, y quería que la velada fuese inolvidable—. Pero Javier llegó tarde, con dos horas de retraso. Todo se había enfriado, hasta su corazón se había helado un poco. Sin embargo, cuando al fin abrió la puerta, ella corrió hacia él, feliz —su amor había vuelto a casa.
Se sentaron en silencio a la mesa. Lucía sonreía expectante, mientras Javier movía el tenedor en el plato, indiferente. De pronto, dejó los cubiertos y, sin mirarla, soltó:
—El asado está duro otra vez. Y la verdad… me voy. Hay otra mujer. Desde hace tiempo. No te quiero, ¿entiendes? Quizá nunca lo hice. No sé por qué nos casamos.
Sus palabras golpeaban como bofetadas. Lucía no podía articular ni una palabra, paralizada con un trozo de aquel asado en la boca. Siete años de matrimonio borrados en una cena.
—¿Y qué será de mí, Javier? —susurró ella—. ¿Qué hago ahora?
—Sigue con tu vida. Eres joven, conocerás a alguien. No tenemos hijos, no hay ataduras. Y Elena, con la que estoy ahora, es maravillosa. Es mayor que yo, tiene una hija a la que quiero como si fuera mía. Me llama papá. Y cocina mejor, por cierto…
Lo dijo con la misma calma con la que se habla de unas vacaciones. El piso podía quedárselo ella —él no era tan ruin—. El coche se lo llevaba, la hipoteca era suya. Todo justo. Hasta añadió:
—Feliz Año Nuevo, Lucía. Ojalá encuentres la felicidad.
Con eso, Javier se marchó, dejando solo el rastro de su colonia favorita y un silencio denso.
Elena… La niña que lo llamaba papá… Dios, qué dolor.
Lucía se dejó caer en el sillón, mirando al vacío. En el brazo del asiento había una camiseta suya, la que solía usar para dormir. La apretó contra su rostro y lloró. Sin ruido, desgarradoramente, como se llora cuando no solo se rompe el amor, sino toda una vida.
Pero la mañana trajo determinación. Tiró la camiseta a la basura, se secó las lágrimas y murmuró: «Basta. No me rendiré».
Ignoró la cena de Navidad de la empresa —no tenía humor para fiestas—. Sus compañeros le dieron el pésame, sobre todo la contable Rosa, a quien, en un momento de debilidad, se lo había contado todo. La lástima era peor que el sufrimiento.
Su madre, al enterarse, solo suspiró:
—¿Y si vuelve? Perdónale, cariño, las cosas pasan…
—No quiero, mamá. Él nunca me quiso. Y yo… tal vez ni sabía lo que era el amor.
—Ven a casa para las fiestas…
—No. Prefiero estar sola. Necesito acostumbrarme.
El 31 de diciembre, Lucía compró mandarinas, ensaladilla, cava y una lata de caviar. Decoró la ventana con luces, como hacía cada año. Entonces recordó una antigua tradición: escribir un deseo en un papel.
«Quiero encontrar a mi alma gemela y ser feliz», escribió, dobló el papel y lo guardó bajo la almohada.
Su ánimo mejoró un poco. Al sonar las campanadas, salió al balcón y, mirando al cielo, dijo con ironía:
—¿Dónde estás, alma mía? ¡No me critiques por el asado ni te vayas con Elena! Solo ven.
—¿Y qué música te gusta? —preguntó una voz masculina desde abajo.
—¿Qué? ¿Quién eres? —se sobresaltó Lucía.
—Martín. Vivo un piso más abajo. Perdona, lo oí por casualidad…
—Me encanta la clásica. Y la ópera.
—Genial. Yo no paso las tardes en el ordenador, y no tengo ninguna Elena. También estoy solo… Me divorcié hace poco.
—Martín… Mucho gusto. ¿Sabes qué? Sube. Escucharemos música.
—¡Ahora mismo! Solo cojo una mermelada y el cava.
Pasaron la Nochevieja juntos. Bailaron, charlaron, rieron, comieron mandarinas. Lucía no recordaba cuándo había reído así de corazón. Fue una noche mágica.
Luego llegaron las citas, el patinaje sobre hielo, los cafés, las largas conversaciones. Martín resultó ser sencillo y sincero. Cada día, ella se enamoraba más.
Al divorcio, Lucía acudió con una blusa blanca y una sonrisa. Javier se quedó atónito:
—¿Tú… eres feliz?
—Sí. Y te lo agradezco. Por mi libertad. Creo que al fin encontré mi alma gemela.
Y se marchó sin mirar atrás, verdaderamente feliz por primera vez.
A veces, para empezar a vivir, solo hay que recibir el Año Nuevo con el corazón abierto.







