— Abuelo, ¡mira! — Lía pegó la nariz al cristal. — ¡Un perrito!

¡Abuelo, mira! Almudena se aferró al vidrio de la ventana. ¡Un perrito!
Tras el portón corría una callejera negra, sucia, con los huesos sobresaliendo.

Esa chucho otra vez gruñó Pablo García, ajustándose las botas de nieve. Lleva tres días dando vueltas. ¡Fuera de aquí!
Alzó una escoba como si fuera un palo. El perro dio un salto, pero no huyó. Se quedó a unos cinco metros, inmóvil, miraba. Solo miraba.

¡Abuelo, no la eches! Almudena le agarró del brazo. ¡Debe tener hambre y frío!
Yo ya tengo mis propios problemas despidió el anciano. Además trae pulgas, enfermedades. ¡Fuera!
El can movió la cola y se alejó. Pero cuando Pablo García se encerró tras la puerta, volvió al instante.

Almudena vivía con su abuelo desde hacía medio año, desde que sus padres perecieron en la sierra. Pablo la había acogido, aunque nunca había sido muy amigo de los niños. Le gustaba la tranquilidad, su rutina.

Y ahora tenían a una niña que lloraba cada noche preguntando: «Abuelo, ¿cuándo volverán mamá y papá?» ¿Cómo explicarle que nunca regresarán? El viejo sólo gruñía y volvía la vista. Era duro para los dos, pero no había escapatoria.

Después de comer, mientras el abuelo dormía frente al televisor, Almudena se escabulló al patio con una bandeja de restos de sopa.

Ven aquí, Canela susurró la niña. Así la he llamado. ¿No te gusta el nombre?
El perro se acercó cautelosamente, lamió el plato hasta acabarlo y se tumbó, apoyando la cabeza en sus patas, mirándola con gratitud.

Eres buena acarició Almudena al animal. Muy buena.

Desde aquel día Canela no dejó el patio. Guardaba la entrada, acompañaba a Almudena a la escuela y la recibía al volver. Cada vez que Pablo salía, retumbaba en la zona:

¡Otra vez tú! ¿Cuántas veces vamos a escucharte?

Pero Canela ya sabía que aquel hombre ladraba, pero no mordía.

El vecino Sergio Navarro, fumando junto al cercado, observaba la escena y comentó:

Pablo, no la eches sin razón.
¿Y qué? Necesito una mascota como un dolor de muela.
Tal vez vaciló Sergio , Dios te la ha enviado por alguna razón.

Pablo sólo bufó.

Pasó una semana y Canela seguía en la puerta, bajo cualquier clima, bajo cualquier helada. Almudena secretamente le llevaba comida, y Pablo fingía no notar nada.

Abuelo, ¿puedo meter a Canela al recibidor? se quejó la niña durante la cena. Allí hará más calor.
¡No, y otra vez no! golpeó con el puño la mesa el viejo. ¡En casa no hay sitio para animales!
Pero ella…
¡No hay peros! ¡Basta ya de tus caprichos!

Almudena apretó los labios y se quedó callada. Esa noche Pablo no pudo conciliar el sueño. A la mañana, al asomar la cabeza por la ventana, vio a Canela acurrucada en un montículo de nieve. «Morirá pronto», pensó, y sintió una pugna retorcida en el pecho.

El sábado, Almudena fue al estanque a patinar. Canela, como siempre, la seguía trotando por la orilla. La niña reía, giraba sobre el hielo, mientras el perro la observaba desde la ribera.

Mirad lo que sé hacer gritó Almudena y se lanzó al centro del lago.

El hielo crujió.

¡Estalló!

Almudena cayó. El agua era negra, helada. La niña se hundió, forcejeó, gritó, pero el chapoteo ahogaba su voz.

Canela se quedó paralizada un segundo, luego corrió despavorida hacia la casa.

Pablo, apilando leña, escuchó un ladrido salvaje. Se volteó y vio al perro lanzándose al patio, arañando, tirando de sus pantalones, llevando a la niña hacia el portal.

¿Qué te pasa, loca? no entendía el anciano.

Canela no cesaba, mordía, tiraba, sus ojos rebosaban una urgencia infinita. Entonces Pablo lo comprendió.

¡Almudena! gritó y salió corriendo tras el perro.

Canela corría adelante, mirando atrás, como esperando que llegara el hombre. Pablo vio la masa negra del hielo y escuchó los débiles chapoteos.

¡Aguanta! vociferó, agarrando una barra de madera larga. ¡Aguanta, nena!

Se arrastró sobre el hielo que crujía, se dobló, pero siguió adelante. Agarró a Almudena del abrigo y la arrastró a la orilla. Canela, a su lado, ladraba, animándola.

Cuando la sacaron, la niña estaba azulada. Pablo la frotó con nieve, sopló en su rostro, rezó a los santos.

Abuelo susurró al fin Almudena Canela, ¿dónde está Canela?

El perro estaba allí, temblando, quizás por el frío, quizás por el terror.

Aquí está respondió con voz ronca Pablo. Aquí.

Aquel suceso cambió algo. Pablo dejó de gritar al perro, aunque nunca lo dejó entrar en la casa.

¿Abuelo, por qué? se quejó Almudena. ¡Ella me salvó!
La salvó, sí. Pero aquí no hay sitio para ella.
¿Por qué?
Porque así lo tengo establecido. rugió el anciano.

Se enfadó consigo mismo, sin saber bien por qué. Sentía que algo raspaba su alma.

Sergio entró a tomar un café, se sentó en la cocina y encendió un cigarro.

Oí lo que pasó empezó con cautela.
Sí murmuró Pablo.
Buen perro, muy listo.
Así es.
Deberías cuidarlo.

Pablo encogió los hombros:

Lo cuidamos. No lo echamos, ¿verdad?
Claro que no. ¿Y dónde pasa la noche? preguntó Sergio.
En la calle. ¿Es perro o no?

Sergio sacudió la cabeza:

Eres extraño, Pablo. Salvaste a tu nieta y ahora la desprecias. Eso se llama ingratitud.
¡No le debo nada a esa perra! estalló. La alimentemos, no la golpeemos, y punto.
No es cuestión de deber, sino de humanidad. replicó Sergio, sin ganas de seguir discutiendo.

Febrero llegó cruel, con ventiscas una tras otra, como si el invierno quisiera demostrar quién manda. Pablo apenas lograba despejar los caminos; al día siguiente, la nieve llegaba a la cintura.

Canela seguía en la puerta, ahora más delgada, con el pelaje erizado y los ojos apagados, pero no se alejaba.

Abuelo tiró Almudena del brazo mírala, está casi sin vida.
Se quedó a su suerte replicó el viejo. Nadie la obligó a quedarse.
Pero ella…
¡Basta! rugió. ¿Cuántas veces vamos a repetir lo mismo? ¡Estoy harto de tu perro!

Almudena se ofendió y enmudeció. Al anochecer, mientras el abuelo leía el periódico, murmuró:

Hoy no se ve a Canela.
¿Y qué? sin levantar la vista, gruñó Pablo.
Todo el día no la veo. ¿Tal vez está enferma?
Quizá se haya ido. Ya le toca su camino.

¡Abuelo! ¿Cómo puedes decir eso?
¿Cómo debería? dejó el periódico, la miró. No es nuestra. Es ajena. No le debemos nada.
Sí le debemos susurró Almudena. Nos salvó. Y ni un rincón cálido le dimos.
¡No hay sitio! golpeó la mesa con el puño. ¡Esta casa no es un zoo!

Almudena sollozó y se encerró en su habitación. El anciano se quedó en la mesa, y el periódico quedó sin volver a leerse.

Esa noche la tormenta azotó la vivienda como si el mundo fuera a derrumbarse. El viento ululaba por la chimenea, los cristales vibraban, la nieve golpeaba los cristales. Pablo se revolvía en la cama sin poder dormir.

Clima de perros pensó, y se recriminó: «¿Qué me importa? No es asunto mío».

Pero la diferencia sí importaba, y él lo sabía.

Al amanecer el viento cesó. Pablo se levantó, preparó un café y miró por la ventana. El patio estaba cubierto de nieve hasta el techo. Los caminos habían desaparecido; solo quedaba una banca sin respaldo. Y junto al portón…

Algo negro sobresalía en la nieve.

Seguramente es basura arrastrada pensó, pero su corazón dio un vuelco.

Se puso la chaqueta forrada, se metió las botas y salió. La nieve crujía bajo sus pies, hundiéndose hasta la rodilla. Llegó al portón y se detuvo.

Allí, bajo el manto blanco, yacía Canela. Inmóvil. Solo sus orejas y la punta de la cola sobresalían.

Muerta murmuró Pablo. Entonces sintió que algo se quebraba dentro de él. Se agachó, quitó la nieve. El perro apenas respiraba, con un jadeo débil. No abrió los ojos.

Vaya susurró el anciano. ¿Por qué no se fue?

Canela tembló al oír su voz, intentó levantar la cabeza, pero carecía de fuerzas. Pablo la miró largamente.

Al diablo pensó, y la recogió con delicadeza.

El cuerpo era ligero, solo huesos y piel, pero aún tibio.

Aguanta balbuceó mientras la llevaba a la casa. Aguanta, tonta.

La dejó en el recibidor, sobre una manta vieja junto a la estufa.

¿Abuelo? apareció Almudena en su bata. ¿Qué ocurre?
Se congeló allí. Creo que debe calentarse.

Almudena corrió hacia Canela:

¿Está viva? ¿Está viva?
Sí, sí está viva. Ponle leche tibia.

Almudena se lanzó a la cocina. Mientras Pablo, arrodillado, acariciaba la cabeza del perro, pensó: «¿Qué clase de hombre soy? La dejé al borde de la muerte y ella aún no se marcha».

Canela abrió los ojos un poco, los miró agradecidos y Pablo sintió que una lágrima le brotó al pecho.

¡La leche está lista! anunció Almudena, colocando el cuenco junto al perro.

Canela lamió con dificultad, luego otra vez, y otra. El abuelo y la nieta observaban, como si asistieran a un milagro.

Al mediodía Canela ya estaba sentada. Al atardecer caminaba sobre sus temblorosas patas por la cocina. Pablo la miraba y murmuraba:

Esto es temporal, ¿vale? Cuando recupere fuerzas, la echaremos al exterior.

Almudena solo sonreía, sabiendo que el abuelo, en silencio, le dejaba los mejores trozos de carne y la abrigaba un poco más.

No la echará pensó ella. No lo hará nunca más.

A la mañana siguiente Pablo se despertó temprano. Canela estaba sobre la alfombra junto a la estufa, observándolo con atención.

¿Y bien? refunfuñó mientras se subía los pantalones. Ya ves.

El perro movió la cola, cauteloso, como verificando que no lo expulsarían de nuevo.

Después del desayuno, Pablo salió al patio, caminó por el cercado, encendió un cigarro y se detuvo frente a la vieja caseta del granero, abandonada hacía diez años.

¡Almudena! gritó al interior. ¡Ven!

La niña salió disparada, seguida de Canela, que se mantenía cerca de ella, ya sin mirarlo.

Mira señaló Pablo a la caseta. El techo está ruinoso, las paredes podridas. Hay que repararla.

¿Para qué, abuelo? preguntó Almudena.
¿Y para qué? gruñó. Está vacío, sin uso. Es un desorden.

Trajo tablas, martillos y clavos, y empezó a reparar la cubierta, maldiciendo cada clavo que se doblaba, cada tabla que no encajaba. Canela, sentada cerca, observaba, comprendiendo el esfuerzo del viejo.

Al mediodía la caseta brillaba con un techo nuevo. Pablo puso una manta vieja dentro, y vasos de agua y comida.

Ya está dijo, secándose el sudor. Listo.

Abuelo, preguntó tímida Almudena, ¿es para Canela?
¿Para quién más? refunfuñó. No tiene sitio en la casa, pero debe vivir como perro.

Almudena lo abrazó:

¡Gracias, abuelo! ¡Gracias!

Basta, basta la despidió, no te pongas melosa. Y recuerda: ¡es temporal! Hasta que encontremos dueños decentes.

En realidad, sabía que nadie vendría. Canela sólo necesitaba a ellos.

En ese momento llegó Sergio, observó la casita recién arreglada, al perro y a la feliz Almudena. Con una sonrisa astuta dijo:

Ya ves, Pablo, no te mandé a la diosa en vano.

Déjame en paz con tus dioses gruñó Pablo. Es una pérdida de tiempo.

Claro que es una pérdida, asintió Sergio. Pero tienes buen corazón, solo lo tienes enterrado.

Pablo quiso contestar, pero se quedó callado, mirando cómo Canela olfateaba su nuevo hogar, cómo Almudena le acariciaba la cabeza. Comprendió que ahora eran una familia, incompleta, quizá extraña, pero familia.

Bien, Canela susurró. Esta es tu casa.

El perro la miró largamente y se acomodó junto a la caseta, vigilando la puerta de la casa donde vivían sus gente.

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— Abuelo, ¡mira! — Lía pegó la nariz al cristal. — ¡Un perrito!