**Abuela por un Día**
Me encontraba frente al espejo del baño, con el rímel temblando en mi mano. No me maquillaba con tanto esmero desde hacía siete años, antes de aquel maldito evento de empresa donde conocí a Javier. Se fue un año después del nacimiento de nuestro hijo, dejándonos el piso como noble gesto.
Mi mano se dirigió al brillo de labios habitual, pero, de pronto, agarré una barra de carmín escarlata. Había permanecido intacta desde que me convertí en solo “la mamá de Miguel”.
El teléfono vibró en el borde del lavabo, cayendo al suelo con estrépito. El pincel del rímel resbaló, dejando una marca negra junto a mi sien. Era Lucía, llamando por tercera vez en una hora.
—¿Vas a venir o no? —su voz sonó irritada—. ¡Dijiste que pasarías por mí hace una hora!
Mordí mi labio, observando a Miguel a través de la puerta entreabierta. Mi hijo estaba sentado frente a la tele, rodeado por un anillo de cereales. Tragué un nudo en la garganta.
—Necesito encontrar una niñera urgente.
—¿¡Qué!? —Lucía se quedó sin aliento—. ¡Dijiste que ya lo tenías todo organizado!
—La niñera canceló en el último momento.
El silencio al otro lado se volvió espeso. Sabía lo que pensaba Lucía: “Otra vez, Elena no puede con todo”. Cinco años sola con el niño y aún no había aprendido a prever estas situaciones.
—¡Mamá! —Miguel apareció en el umbral, dejando un rastro de cereales—. ¿Vendrá papá hoy?
Sentí un golpe bajo. La misma pregunta cada viernes, pero mi ex no mostraba interés en ver a nuestro hijo. Aunque yo tampoco insistía demasiado.
—No, cariño —ajusté su cuello—. Pero hoy viene la mejor niñera del mundo.
La búsqueda en el portátil arrojó decenas de opciones: “Niñera urgente”. El anuncio de “Abuela por un día”, con la foto de una anciana sonriente, parecía una burla. Mi madre llevaba tres años viviendo en Málaga. Nuestra relación era tensa: yo no quería preocuparla con mis problemas; ella me reprochaba distanciarme.
Hice clic en el banner y seleccioné “Llamar”.
A las 19:03 en punto, el timbre rompió el silencia del piso.
La mujer en el umbral parecía salida de un manual de economía doméstica de los setenta: alta, erguida, con un traje gris impecable y una blusa blanca. Lo único peculiar era un broche anticuado con forma de lechuza en la solapa.
—¿Encargó el servicio de niñera? —su voz era clara, con un tono ronco, como de quien está acostumbrado a ser obedecido.
Retrocedí, dejándola pasar. Por primera vez, me sentí una invitada en mi propia casa.
—Sí, pero… Esperaba…
—¿A quién exactamente? —se giró, el broche brillando bajo la luz—.
Miguel apareció detrás de mí, mirando fijamente su traje:
—¿Eres una bruja de cuento?
—¡Miguel! —lo cubrí instintivamente.
Ella resopló y, de pronto, le dedicó una sonrisa cálida.
—Observador, este niño. Pero hoy solo soy Doña Carmen. Tu niñera. Por esta noche.
Se quitó la chaqueta con un gesto preciso, como un cirujano tras una operación, y la colgó. Examinó el salón con mirada experta.
—Las reglas son simples. Tú te vas. Puedes llamar, pero solo si es urgente. No necesitamos distracciones.
Apreté los labios mientras pasaba un dedo por el estante, revisando el polvo.
—¿Tiene referencias?
Doña Carmen se volvió, y en sus ojos vi algo familiar:
—Treinta y cinco años como educadora infantil. He criado a varias generaciones. Miguel está en buenas manos.
***
La lluvia azotaba los cristales del café, difuminando las luces de Madrid. Llegué veinte minutos tarde, el tiempo que tardé en convencerme de que Miguel estaría seguro.
—¡Elena, por fin! —Lucía agitó una mano. Sus uñas, como siempre, eran perfectas: rosa pálido, sin una sola imperfección—. Te pedimos té verde.
Sergio se levantó, ajustando sus gafas. Solo llevábamos dos meses saliendo. Lucía lo presentó; era su amigo de la infancia, recién divorciado.
—Perdón por el retraso —colgué mi abrigo mojado—. Tuve que buscar niñera de urgencia.
Lucía entrecerró los ojos, ese gesto que recordaba desde la universidad:
—¿Qué pasó con Marisa? Dijiste que la tenías contratada para todo el mes.
Evité su mirada mientras cogía el azúcar.
—Encontró otro trabajo mejor pagado.
Sergio acercó la leche—siempre la tomaba con el té—.
—¿Es de confianza la nueva niñera? —preguntó con cautela.
—¿Qué más da? —Lucía lo interrumpió—. Ni siquiera dejas que tu suegra se acerque a Miguel, ¿y ahora una desconocida…?
El teléfono vibró. Un mensaje de voz de Miguel:
*”Mamá, la bruja encontró tu cadena en la caja de las cosas de papá. Dice que duele mirarla y por eso la escondiste.”*
Apreté el móvil. Esa cadena me la regaló Javier en nuestro aniversario. La había guardado junto a sus cosas…
—¿Elena? —Sergio se inclinó—. ¿Qué pasa?
Lucía me arrebató el teléfono:
—¿Qué coño…? —maldijo—. ¿Esta mujer está registrando tus cosas?
Otro mensaje:
*”Y que te duele la espalda del cansancio. La bruja prometió regalarte una buena pomada.”*
Sergio se levantó bruscamente.
—Te llevo a casa.
—Espera —Lucía me agarró del brazo—. Aclaremos esto. Contrataste a una…
—¡Era una web de confianza! —mi voz se quebró. Varios clientes miraron—. Pero ella sabe… —bajé el tono— cosas que no debería. Me duele la espalda. Y esa caja estaba en el rincón más escondido.
Silencio. Hasta Lucía se quedó muda.
Sergio rompió el hielo:
—Vamos. Todos juntos.
***
El ascensor subía exasperantemente lento. Lucía jugueteaba nerviosa con su bolso, Sergio callaba, y yo miraba mi reflejo en el espejo: rímel corrido, pelo revuelto.
—¿Llamamos a la policía? —susurró Lucía.
—No. Primero, entenderemos qué pasa.
La puerta se abrió antes de sacar las llaves.
—¡Mamá! —Miguel se abalanzó sobre mí, oliendo a vainilla y champú infantil—. ¡Hicimos un pastel!
La cocina relucía. Sobre la mesa, un bizcocho con pasas, idéntico al que hacía mi abuela.
Y Doña Carmen…
Estaba sentada en mi sillón, con la cadena entre sus largos dedos.
—Han vuelto antes —observó con calma.
—Usted… —tembló mi voz—. ¿Registró mis cosas?
—No —dejó la cadena sobre la mesa—. Pero el dolor siempre deja huellas.
Lucía dio un paso adelante.
—¿Quién demonios es usted?
Doña Carmen acarició su broche.
—Trabajé veintiocho años en una guardería. Los niños me llamaban *”la abuela Carmen todopoderosa”*. Y también… —se giró hacia mí—. Estuve en tu maternidad* * *
*—*Te llevé medicinas cuando tuviste fiebre después del parto —dijo suavemente—, y aún así, seguiste insistiendo en que no necesitabas a nadie… ¿pero ahora sí?*.