A veces, el mundo se convierte en una Sevilla de nubes rojizas y relojes derretidos, donde los problemas caen desde los balcones como naranjas excesivamente maduras. Así me encontraba yo, Alba, cuando la vida decidió jugar a la lotería conmigo.
Mi hijo, Rodrigo, tiene cuatro años, cuatro años en los que sus botas han dejado huella en cada esquina de mi alma. Perfecto no es¿y quién lo es? Los niños en España, como en cualquier rincón surreal del mundo, tienen la capacidad de armar un alboroto digno de las Fallas de Valencia. Esperaba otro hijo, flotando en el vientre como un pez en el Guadalquivir. Y el asunto giraba precisamente alrededor de ese río incontrolable de emociones.
La consulta del ginecólogo, en la Calle Gran Vía, parecía el escenario de un cuadro de Miró. La noticia cayó como una moneda de euro girando en el aire: “Vas al hospital ahora, sin excusas.” Una urgencia, un misterio, un enigma que ni Dalí podría desentrelazar. Y la pregunta callada y gritona: ¿quién se ocupará de Rodrigo?
Mi marido, Sergio, asistía a reuniones infinitas en Barcelona. Prometió volver en diez días, como quien promete traer turrón de Alicante. Mis padres, empleados en empresas que parecen no dormir nunca, luchaban con papeles y jefes. Ningún otro familiar disponible, solo la abuela Carmen, la piedra angular de mi infancia, con sus setenta años llenos de historias recitadas al fuego lento.
Carmen, con su bastón y su risa fácil, decidió que sería la guardiana del pequeño Rodrigo hasta que el hospital me liberase de su abrazo frío. Detrás de sus gafas redondas, asomaba el miedo: Rodrigo es rápido, travieso, casi parece una ráfaga de viento corriendo por la Plaza Mayor. Pero la decisión estaba tomada, como los decretos reales que nadie cuestiona.
Mis padres ofrecieron quedarse con él por las tardes, tras salir de su trabajo en una tienda de la Puerta del Sol. Durante el día, la abuela Carmen y Rodrigo compartirían historias y bocadillos de jamón serrano. Lo acepté, mientras el surrealismo del momento me llenaba de dudas.
Pasé la semana en el hospital, consultando el teléfono móvil tantas veces como las campanas de la catedral suenan a misa. Llamaba y llamaba, esperando que no surgiera ningún desastre ni que se escaparan a las fiestas del pueblo. Pero la abuela Carmen y Rodrigo se hicieron cómplices de secretos, hablando un idioma ancestral, mitad susurro, mitad sonrisas.
El tiempo, como el AVE, pasó raudo. Sergio volvió a casa, y recuperó la voz de mando familiar. Entonces, una mañana de domingo, mi hermana Beatrizímpetu puro de la Manchame llamó envuelta en lágrimas y reproches. La pequeña Marta, su hija de dos años y el centro de su universo, era demasiado pequeña según la abuela Carmen. “A mí no me hace el favor, ni en sueños. No hay forma de que acepte cuidarla, ni siquiera un fin de semana.”
Beatriz, desesperada, rogó casi de rodillas: “Déjame que Marta se quede, por favor.” Carmen, inamovible como El Escorial bajo la lluvia, se negó.
“Has explotado a la abuela”, me espetó la voz de mi hermana, llameante como la Feria de Abril.
Respiré y respondí: “Beatriz, la situación fue un torbellino. No podía meterme en el hospital con Rodrigo de la mano, como si tal cosa. También te pedí ayuda a ti, ¿lo recuerdas? Pero tú dijiste que no. Y ahora quieres que la abuela cuide a Marta para que tú descanses y te escapes a tomarte un café. ¿Entiendes la diferencia? Marta es tan pequeña como una aceituna y dejarla con una mujer mayor no es igual. Llévala mejor a casa de nuestros padres, que para eso están.”
Pero Beatriz, testaruda como una cabra montesa, insistía: “Ellos no quieren verla, y yo nunca paro de estar pendiente.”
A veces pienso que mi hermana ve el mundo a través de los espejos de un laberinto. Dos años y cuatro años no son lo mismo. Si pudiera elegir, jamás enviaría a Rodrigo de visita por los familiares de turno. Pero Beatriz dice que he traicionado a la abuela, y en este sueño de callejuelas imposibles, no sé quién tiene razón.







