Fecha Redonda

El 23 de febrero no es solo día de los hombres. Para Elena Martínez, que está a punto de cumplir treinta, la fecha resulta redonda, un aniversario importante.

Se reunirán familiares de distintos rincones: la tía Luisa, que vino de Valladolid; la prima Marina, de Barcelona, casada con un exitoso informático y madre de dos gemelos perfectos; el tío Víctor, de Salamanca, manitas que construyó su casa casi sin ayuda externa.

¿Y qué les ofrecerá Elena?

Ni marido, ni hijos, ni empleo bien pagado. Vive en un piso de una habitación, heredado de su abuela, con una estantería de cristal que lleva años en el salón y donde reposan fotografías de su infancia. Le cuentan que el mundo ha cambiado, pero sus amigas ya están casadas. Inés tiene dos hijas pequeñas, Lucía tiene un hijo que ya va al cole y la rebelde Carmen, que juró nunca casarse, ahora es feliz con su novio Raúl.

Ella sólo cuenta con su trabajo en la biblioteca municipal Gómez, donde conoce cada libro, y una vida tranquila y predecible.

Ese día, mientras la mayoría felicita a los hombres por el Día del Defensor de la Patria, en la familia de Elena se celebra un cumpleaños redondo, así que no puede escapar.

«No quiero hundirme en la nieve con la cara», pensó, mirando la ventisca que azotaba la calle. «No quiero que la tía Luisa suspire compasiva ni que Marina sonríe con sorna».

Al ser una chica tímida, que siente que sus piernas tiemblan al pensar en conversar con desconocidos, descartó los encuentros cara a cara. Solo le quedaba internet. Un mes en una página de citas le trajo muchos mensajes, pero siempre que aparecían palabras como serio o familia, la conversación se congelaba. El último, con un chico llamado Arturo, terminó ayer: tras su pregunta cautelosa ¿Por qué buscas una relación?, él contestó Solo pasar el tiempo, a ver qué surge y desapareció una hora después.

El invierno era cruel, con treinta grados bajo cero. Elena, envuelta en la manta de su abuela, hojeaba sin rumbo las redes sociales.

De repente, tocaron la puerta. Era alrededor de las ocho de la noche. Elena, en pijama con estampado de búhos, sintió una irritación sorda al pensar en abrir.

El timbre volvió, insistente.

¿Qué quieren ahora? murmuró mientras se acercaba.

¿Han pedido pizza? resonó una voz juvenil, rasposa por el frío.

¿Qué pizza? ¡Yo no he pedido nada! se defendió Elena.

¿Cómo no? la voz sonó confundida. Avenida de la Constitución, 29, ¿tú eres Martínez?

La dirección y el apellido coincidían. Elena se miró rápido en el espejo del recibidor: cabello despeinado, nariz sonrojada por el té, pijama. «No puede ser», pensó. Se vistió rápidamente con ropa deportiva, respiró hondo y abrió la puerta.

Del otro lado estaba un repartidor de unos treinta y cinco años, cubierto de nieve, con dos cajas humeantes y una bolsa térmica al hombro. Su rostro, curtido, mostraba ojos cansados pero vivos. La chaqueta era demasiado ligera para el clima.

¿Seguro que no es su pedido? volvió a preguntar, con un dejo de molestia. Disculpe la molestia.

Al girarse para marcharse, Elena sintió una punzada de compasión. El hombre temblaba de frío y ahora tendría que volver a la oficina a tramitar la devolución, perdiendo tiempo y quizá dinero.

¡Espere! exclamó sin pensarlo. ¿Le ofrezco una taza de té para calentarse?

Él levantó una ceja, sorprendido, y luego sonrió, amplio y casero:

Acepto. Y que sea pizza de compensación. Tengo una Margarita y una Cuatro Estaciones. Elija la que quiera.

En cinco minutos estaban sentados en la pequeña cocina de Elena. El hervidor cantaba, ella sacó un tarro de mermelada de frambuesa casera y unos bombones de chocolate envueltos en papel dorado para invitados. El aroma a pan, queso y calor humano llenaba el aire.

Soy Kike se presentó mientras calentaba sus manos sobre la taza. Dueño de la pasteleríacafé El Croissant. Hoy mi repartidor está enfermo y, como siempre, llego a repartir yo mismo. No quiero dejar plantados a mis clientes.

Habló sin pretensiones, contando que se divorció hace tres años, no tiene hijos y vive en un piso de una habitación en otro barrio. Le gusta pescar en verano y tocar la guitarra para sí mismo. En su relato se percibía una base firme y terrenal.

Conmovida por su sinceridad y la luz tenue de la lámpara, Elena, habitualmente callada con extraños, se desahogó. Le habló del cumpleaños inminente, de la familia, de la sensación de haber quedado atrapada en el tren de la vida normal.

Kike escuchó sin interrumpir, asintiendo. Cuando ella se quedó en silencio, sorbiendo té avergonzada, él preguntó de improviso:

¿Te casarías conmigo?

Elena tragó saliva.

¿Qué? ¿Es una forma de agradecer la hospitalidad? balbuceó, sintiendo el calor subir a sus mejillas.

No sacudió la cabeza, serio. Simplemente me gustas. Eres auténtica. Aquí estás, compadeciéndote de un repartidor helado, sacando tu mermelada. Tus ojos son sinceros. Mi exesposa siempre decía que yo era poco ambicioso. Tú pareces alguien con quien podría vivir bien, sin adornos.

Desgranó su vida sin romantizarla:

Tengo la pastelería, ingresos modestos pero estables. Un coche para ir a pescar y para repartir. Una casa de campo en Villalba, con sauna. Quisiera dos hijos, chico y chica, pero no de inmediato. Si quieres, podríamos vender nuestros pisos y buscar algo más grande. ¿Te case con este hombre? ¿Te parece precipitado? Necesitamos tiempo para pensarlo.

Elena quedó paralizada. Pensó: «Está loco. ¿Una broma? ¿Desesperación? ¿Salvación». Entonces, con una claridad aterradora, vio no a Kike en sí, sino la vida que describía: sauna en Villalba, olor a pan recién horneado, risas de niños que había dejado de imaginar.

Miró sus manosfirmes, marcadas por el trabajo con la masay su rostro, abierto y tranquilo. Pensó que, si decía que no, aquel hombre se marcharía en ese instante.

Acepto respondió, suave pero firme, y sintió cómo algo dentro se liberaba, como un resorte que se estira.

Kike soltó una carcajada aliviada:

¡Genial! Entonces, Elena Martínez, prepara el pasaporte. Mañana después del trabajo paso por ti y vamos al registro civil. Tengo una conocida que agiliza los trámites. Quizá lleguemos a tiempo para tu aniversario.

Resultó que la pizza era para la vecina Nerea Martínez, una pariente que vivía en el piso de arriba. Al día siguiente Kike le entregó el pedido con una disculpa y una caja de croissants frescos. Nerea, con la mano en la mejilla, exclamó: «¡Vaya, Elena, qué sorpresa!»

Ese cumpleaños superó cualquier sueño. La celebración quedó marcada por una comida cálida en el café El Croissant, impregnada de canela y pan recién hecho.

La familia, al observar a Kike, hombre sereno y trabajador, quedó perpleja pero aprobó la rapidez del suceso.

La tía Luisa secó una lágrima de ternura, y la prima Marina, viendo a Kike arreglar un mechón rebelde de Elena, susurró: «Mira, él te mira como yo a mis plazos, con total entrega».

La cumpleañera escuchó los brindis en su honor, sonrió y comprendió que la verdadera defensa contra las tormentas de la vida no era una armadura brillante de éxito, sino un hombro firme que apareció en el umbral de la nada. Su aventura, nacida de la desesperación, la condujo no a una fachada, sino a un hogar real.

Así quedó claro que, cuando el corazón se abre y se brinda ayuda sin esperar nada, el destino puede devolverte una vida completa, más valiosa que cualquier logro superficial.

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