Casa de Nadie
Santiago se despertó sin necesidad de alarma, como siempre, a eso de las seis y media. Por el piso reinaba un silencio absoluto, solo distorsionado por el ronroneo discreto del frigorífico en la cocina. Se quedó tendido un minuto, escuchando ese sonido tan familiar, antes de estirar el brazo hacia el alféizar en busca de las gafas. A través de la ventana se adivinaba la mañana grisácea, y algunos coches surcando el asfalto mojado.
Antes, a esa hora, se preparaba para ir a trabajar: se levantaba, se duchaba, escuchaba cómo el vecino al otro lado de la pared encendía la radio, probablemente, la SER o Radio Nacional. Ahora el vecino seguía fiel a su rutina radiofónica, pero Santiago se quedaba en cama, cavilando sobre qué haría con el día. Oficialmente, llevaba ya tres años jubilado, pero la costumbre le mantenía anclado a un horario.
Finalmente se incorporó, se puso el chándal, y cruzó hacia la cocina. Puso a calentar agua para su té, sacó un trozo de pan de barra algo duro de la panera. Mientras el agua hervía, se asomó a la ventana: séptimo piso de un bloque de ladrillo visto, con vistas al patio interior, canastas de baloncesto y un parquecito. Debajo, bajo la capa fina de polvo, estaba su viejo Seat Panda. Pensó fugazmente que tendría que ir al trastero a mirar la gotera del techo, antes de que empeorara.
El trastero quedaba en una comunidad a tres paradas de metro. Antes pasaba media vida allí los sábados: manoseando el coche, cambiando el aceite, hablando con los vecinos sobre los precios de la gasolina y las esperanzas siempre frustradas del Atlético. Ahora todo es online: taller, tienda, seguro en un clic. Pero él no abandonó el trastero. Allí guardaba sus herramientas, neumáticos viejos, cajas llenas de cables, tablas lo que él llamaba “el arsenal”.
Y luego, la casa del pueblo. Una casita humilde en un pequeño municipio de la sierra, con porche diminuto, dos habitaciones y una cocina que no daba para mucho. Cuando cerraba los ojos, podía ver las tablas, las grietas del suelo, y oír la lluvia golpeando el tejado de uralita. La casa era herencia de los padres de su esposa. Hace más de veinte años que, con los críos, pasaban allí casi todos los fines de semana: cavaban, freían patatas, ponían la radio en un taburete y se creían veraneantes de lujo.
Hace cuatro años que su mujer ya no está. Los hijos crecieron, se desperdigaron en sus propios pisos, con sus respectivas familias. La casa del pueblo y el trastero se quedaron con él, como puntos de referencia en su mapa vital: ahora piso, ahora casa de la sierra, ahora trastero. Todo en su sitio, como debe ser.
El hervidor silbó. Santiago preparó el té, se sentó. Sobre la silla de enfrente yacía el jersey doblado de ayer. Se comió su tostada, mirando el jersey, dándole vueltas a la conversación del día anterior.
Ayer por la tarde vinieron los hijos. El hijo, su esposa y el nieto pequeño. Y la hija con su marido. Tomaron té, hablaron de vacaciones y enseguida, cómo no, la charla viró hacia el dinero. Como últimamente, siempre.
El hijo se quejaba de la hipoteca, del euríbor que sube. La hija protestaba del precio de la guardería, de las extraescolares, de la ropa. Santiago asentía; recordaba cuando él mismo contaba las pesetas hasta fin de mes. Pero entonces no tenía ni casa propia, ni trastero. Solo una habitación alquilada y esperanza.
Después, el hijo le soltó:
Papá, hemos estado hablando Ana y yo… También lo hemos comentado con Carmen Quizá podrías vender algo. La casa del pueblo, por ejemplo. O el trastero. Si apenas vas.
Santiago hizo una broma, cambió de tema. Pero esa noche, no pudo dormir bien. Le retumbaba esa frase: si apenas vas.
Terminó el desayuno, fregó la taza y miró el reloj. Eran ya las ocho. Decidió que hoy iría a la casa del pueblo. Tocaba revisar cómo estaba todo tras el invierno. Y de paso demostrarse algo a sí mismo.
Se abrigó, cogió las llaves del piso, de la casa y del trastero. En el pasillo se quedó un momento mirando el espejo viejuno, con marco estrecho. Reflejo de hombre ya con canas, ojillos algo cansados, pero que aún aguantan lo suyo. No era un viejo. Ajustó el cuello y salió.
De camino paró en el trastero, en busca de herramientas. El candado chirrió, la puerta opuso la resistencia habitual. Dentro olía a polvo, gasolina, trapos viejos. En las estanterías, botes de tornillos, cajas de cables, una cinta antigua rotulada a rotulador. Telarañas colgando del techo.
Escaneó las baldas: el gato hidráulico de su primer coche, las tablas que quería convertir en banco para la casa del pueblo (proyecto nunca materializado, esperaban turno). Cogió la cajita de herramientas y un par de garrafas, cerró y continuó.
La carretera hasta la sierra le llevó una hora. Todavía había neveros sucios y barro en las cunetas. El pueblo, silencioso; aún faltaba para la invasión de veraneantes. Tere, la portera de la urbanización, estaba en la garita enfundada en su plumas, le saludó con un gesto.
La casa le recibió congelada en su letargo: cercado torcido, cancela encajada. Caminó por el sendero flanqueado de hojas secas de la última temporada.
Dentro olía a cerrado y madera. Abrió ventanas, ventiló. Quitó la colcha de la cama sacudiéndola al aire. En la mesa de la mini-cocina, la perola de esmalte donde cocían el compango para la fabada. Tras la puerta, el manojo de llaves: ahí la del trastero con los aperos.
Reconocía cada pared, las manillas, las grietas. En la habitación de los niños quedaba la litera, con el oso de peluche remendado. Recordaba la llorera cuando a su hijo se le descosió la oreja al oso, y él, al no tener pegamento, se la grapó con cinta aislante.
Salió fuera: nieve casi derretida, huertos negros y húmedos. El viejo brasero oxidado en la esquina. Rememoró los veranos de pinchitos y tardes bebiendo té en vasos de Duralex, con risas clamorosas de los vecinos entre huertos.
Suspirando, se puso manos a la obra: limpió el sendero, arregló la tabla del porche, revisó el trastero. En el cobertizo encontró una silla de plástico, la sacó y se sentó al sol. Empezaba a notarse la primavera.
Miró el móvil. El hijo le había llamado la noche anterior. Su hija le escribía por WhatsApp: «Tenemos que sentarnos a hablarlo con calma. ‘No estamos en contra de la casa, papá, pero hay que ser razonables». El dichoso razonable últimamente flotaba como una niebla permanente. Razonable que no haya dinero muerto. Razonable que un señor jubilado no se mate con huertos y arreglos. Razonable ayudar a los jóvenes mientras él aún puede.
Él lo entendía, de veras. Pero, sentado con el trasero sobre la silla de plástico, sintiendo el sol y oyendo a lo lejos un perro, el razonable le importaba un pimiento. Allí no cabía Excel.
Dio otra vuelta por el terreno, cerró la casa, echó la traba robusta. Y arrancó de regreso a Madrid.
A la hora de comer estaba ya en el piso. Se despojó del abrigo, dejó las herramientas. Al entrar en la cocina dio con una nota en la mesa, hoja de bloc: Papá, pasamos esta tarde. Hablamos. S.
Se sentó y apoyó las manos sobre la mesa. Así que hoy. Hoy tendrían la conversación de verdad, sin escapes de humor.
Por la tarde llegaron los tres: su hijo con la mujer y la hija. El nieto, a cargo de la suegra. Santiago abrió la puerta y les dejó pasar, mientras el hijo, sin mirar, colgaba el abrigo de memoria, como cuando era niño.
Se sentaron alrededor de la mesa. Puso el té, galletas, caramelos. Nadie tocó nada. Tras unos minutos de charla intrascendente sobre nietos, atascos y trabajos, la hija miró al hermano, recibió un gesto y tomó la palabra:
Papá, de verdad, hablemos claro. No queremos presionarte, pero tenemos que aclarar las cosas.
Santiago sintió un nudo en el estómago.
Decidme respondió.
El hijo arrancó:
Mira, tienes este piso, la casa y el trastero. El piso es intocable, por descontado. Pero la casa Tú mismo dices que es un lío. El huerto, el tejado, la valla. Cada año se va un dineral.
Hoy he estado allí murmuró Santiago . Está todo bien.
Bueno, ahora sí saltó la nuera , ¿pero dentro de cinco o diez años? No eres inmortal, con perdón. Hay que pensar estas cosas.
Santiago desvió la mirada. Aquello de no eres inmortal le sonó descarnado, aunque seguro que no era la intención herirle.
La hija suavizó:
No queremos que lo tires todo por la borda, pero podríamos vender la casa y el trastero, y repartir el dinero. Parte para que tú vivas mejor, parte para nosotros; así liquidamos un poco esa hipoteca Siempre has dicho que querías echarnos una mano.
Cierto, lo había dicho. Al principio de su jubilación, cuando aún trabajaba algún que otro contrato. Entonces creía que sería fuerte muchos años, siempre disponible para los favores.
Ya os ayudo, protestó . Recogo al nieto, os lleno la nevera de vez en cuando
El hijo sonrió, pero tenso:
Papá, no es lo mismo. Ahora necesitamos un empujón de verdad Tú has visto lo que nos aprietan los bancos. No es regalar nada; es poner en valor lo que se queda parado.
Ese poner en valor lo que se queda parado sonaba como una visita del notario. Santiago percibió que entre él y sus hijos se erguía, invisible, una muralla de números y recibos.
Bebió un sorbo de té frío.
Para vosotros es patrimonio, dijo despacio . Para mí, son
Buscaba las palabras.
Trozos de vida acabó. Ese trastero lo levanté a pulso con mi padre, cuando aún vivía. La casa ahí crecisteis vosotros.
La hija bajó los ojos. El hijo, tras un silencio:
Lo sabemos, papá. Pero apenas vas. Está parado. No se puede solo.
Hoy estuve. Todo correcto.
Vale, hoy. ¿Y antes? ¿En otoño, quizás? Sé honesto.
Un silencio incómodo. Del reloj del salón solo se oía el tic-tac, subrayando la paradoja: discutir sobre la vejez como si fuera una cuestión de nómina y reparto de recursos.
Está bien, concedió . ¿Y qué proponéis exactamente?
El hijo, animado, como quien revela la jugada mágica:
Ya hablamos con una inmobiliaria. A la casa le pueden sacar un dinero. El trastero, lo mismo. Nosotros nos encargamos de todo: visitas, papeles. Solo tienes que autorizarlo.
¿Y el piso?
El piso ni tocarlo, saltó la hija . Es tu casa.
Asintió. Casa, pensó. ¿Solo estas paredes? ¿O también la casa de la sierra y el trastero, lugares donde fue padre, manitas e incluso héroe de bricolaje para sus hijos?
Se levantó, miró por la ventana. En la plaza del vecindario, los faroles ya encendidos. Todo igual que veinte años atrás. Solo las caras y los coches cambiaban, los niños ahora con móviles.
¿Y si no quiero vender? preguntó, de espaldas.
Silencio. La hija tanteó terreno:
Papá, es tuyo. Tú decides. Nadie te obliga. Solo nos preocupa verte solo con tanto quehacer y tan poca fuerza.
Fuerza me falta, admitió pero aún decido yo en qué se me va la fuerza.
El hijo suspiró:
No queremos discutir. Pero, visto objetivamente, pareces aferrado a lo material, mientras a nosotros se nos hace cuesta arriba todo. Y, sinceramente, nos inquieta qué ocurrirá si caes enfermo. ¿Quién se hará cargo de la casa, del trastero?
Santiago sintió esa punzada familiar. Lo había pensado también: si él faltara de repente, sus hijos tendrían que hacer trámites, pelearse con herencias, liquidar esto y aquello. Sí, sería complicado.
Volvió a sentarse.
¿Y si empezó despacio …ponemos la casa a vuestro nombre, pero yo sigo yendo allí mientras aguante?
Los hermanos se miraron. La nuera frunció el ceño.
Papá, así da igual. Seguirá siendo un engorro. Nosotros no tendremos tiempo para ir tanto como tú quieres. El trabajo, los críos.
No os pido que vayáis: lo haré yo mismo, mientras pueda. Después, decidís vosotros.
Sabía que apelaba a un compromiso: de su lado, conservar ese rincón, más que suelo, memoria. De su lado, la tranquilidad de tener ya el asunto atado, sin herencias ni trámites cuando él no pudiera.
La hija reflexionó:
Vale. Es una opción. Pero siendo realistas dudo que alguna vez vivamos allí. Nosotros estamos pensando en irnos, incluso, a otra ciudad por trabajo.
Santiago se sobresaltó. No lo sabía. El hijo, igual, boquiabierto.
No me lo habías dicho reclamó el hermano.
Sólo es una idea, zanjó ella . No es el momento. El tema es que la casa para nosotros no significa lo mismo. No la vemos en nuestro futuro.
Santiago se aferró metafóricamente a ese futuro. Para ellos, el porvenir es otro piso, otra ciudad. Para él, son puntos muy concretos: piso, trastero, casa de la sierra.
La discusión giró veinte minutos. Números contra recuerdos, salud frente a pasado. Al final, el hijo, agotado, medio gritó:
Papá, mira: no podrás acarrear con palas toda la vida. Llegará el momento y te será imposible ir. ¿Lo dejamos pudrirse hasta que un día visitemos unas ruinas?
Santiago se sintió atacado.
¿Para ti son ruinas? espetó. De esas ruinas fuiste tú el que corría de niño.
De niño, replicó el hijo ahora las responsabilidades son otras.
La hija intentó mediar:
Santi, no
Pero ya era tarde. Santiago supo en ese instante, con total lucidez, que hablaban idiomas distintos. Donde él veía horas vividas, ellos veían el pasado almacenado.
Se levantó.
Mirad concedió . Déjame pensarlo. No hoy, ni mañana. Dadme tiempo.
Papá empezó la hija es que el mes que viene
Lo sé, interrumpió pero esto no es vender una cómoda.
Silencio. Se pusieron a recoger, a pelear con zapatos y abrigos. La hija le abrazó en la puerta, y en voz baja:
No es por la casa, de verdad, papá. Solo nos das miedo tú.
Asintió sin voz.
Cuando la puerta cerró, el piso se llenó de silencio. Santiago fue a la cocina y se sentó. Las tazas a medio vaciar y el plato con galletas eran todo lo que quedaba de la reunión familiar. Les miró y una oleada de cansancio le tumbó.
Allí se quedó largo rato, sin encender la luz, dejando que la tarde diera paso a la noche, viendo cómo en los pisos de enfrente se encendían las bombillas. Finalmente se levantó, sacó del armario la carpeta de documentos: DNI, escrituras de la casa y el trastero. Pasó los folios hasta dar con el plano del terreno.
Un rectángulo pequeño, cuadriculado en bancales. Paseó el dedo por esas líneas, como recorriendo los senderos reales.
Al día siguiente, fue al trastero. Necesitaba hacer algo con las manos. Dentro hacía fresco. Abrió las puertas de par en par, desplegó herramientas. Se puso a clasificar cajas: desechó cacharros rotos, tornillos oxidados, cables que guardaba por si acaso.
Juan, el vecino del trastero (otro jubilado de la zona), asomó la cabeza:
¿Tirando todo, hombre?
Haciendo limpieza, reconoció Santiago. Pensando qué me hace falta y qué no.
Bien hecho, aprobó Juan. El mío lo vendí, ya. Le hacía falta pasta al crío para un coche. Ahora yo sin trastero, él feliz.
Santiago se calló. Juan volvió a su trastero. El asunto parecía tan sencillo: vendes, hijo contento, asunto zanjado, como una camisa vieja.
Cogió una llave inglesa, la de toda la vida, suave de tanto uso. La giró en el aire, como apretando un tornillo imaginario. Recordó como su hijo, de pequeño, pedía ayudar, imitando sus gestos. Entonces le daba por hecho; pensaba que siempre compartirían ese lenguaje: coche, banco, bricolaje. Ahora, ese idioma resultaba ajeno.
Por la tarde volvió a mirar los papeles. Al final, llamó a Carmen:
He decidido. Ponemos la casa a nombre tuyo y de Santi. A partes iguales. Pero no se vende ahora. Mientras pueda, voy. Después, decidís vosotros.
Se hizo un silencio.
Papá dijo ella, muy suave ¿estás seguro?
Seguro, dijo él, aunque en realidad, sentía que amputaba una parte de sí. Pero no veía otra manera.
De acuerdo accedió . Mañana hablamos para organizar los papeles.
Colgó y se quedó sentado. El piso estaba en calma. Sintió una mezcla extraña de fatiga y alivio, como si encarara una realidad de la que no se puede huir.
Una semana después fueron al notario. Firmaron la donación. Santiago firmaba mientras la mano le temblaba levemente. La notaria, afable, iba indicando dónde, los hijos a los lados, agradando y agradeciendo.
Gracias, papá, decía el hijo . Nos salvas la vida.
Él solo asentía, sintiendo que el alivio no era ni suyo ni de ellos: era de todos, alejando el miedo a luego. Luego estaba ahora escrito en los papeles oficiales.
Decidió quedarse con el trastero, al menos por unos años. Los hijos insinuaron si no lo vendería también, pero se mantuvo firme: necesitaba ese refugio, huir de la tele, no pudrirse en el salón. Esa parte la entendieron.
Por fuera, la vida no cambió. Seguía en el piso, iba de vez en cuando a la casa del pueblo, pero ya como invitado en algo que no era del todo suyo. Las llaves, eso sí, seguían en su llavero.
La primera vez que volvió tras todo el papeleo fue en pleno abril, con el aire tibio. Iba pensando: ya no es mi casa, es de los niños. Pero al abrir la cancela, escuchar el crujido y recorrer el sendero, esa sensación de ajenidad desapareció.
Colgó la chaqueta de siempre en su clavo, reconoció muebles, cama, el oso con la oreja apañada. Se sentó en la banqueta junto a la ventana. El sol iluminó los motes de polvo. Santiago acarició la madera, notando cada rugosidad.
Pensó en sus hijos: cómo llenaban sus vidas con cuentas, planes y mudanzas. Pensó en sí mismo: ya no planeaba por años, sino por estaciones llegar a la próxima primavera, un arado más, otra tarde de porche veraniego.
Sabía que tarde o temprano venderían la casa. Quizá en un año, quizás en cinco. Cuando no pudiera venir solo, ellos argüirían que no tenía sentido guardar casa vacía. Y sería verdad.
Pero la casa seguía en pie; el tejado aguantaba; las palas esperaban en el cobertizo. Brotaban ya los primeros tallos. Él podía todavía andar el huerto, agacharse, esparcir tierra.
Salió al patio, dio la vuelta a la verja, vio a los vecinos: uno agachado plantando, otro tendiendo ropa. La vida, como siempre.
Se dio cuenta de que lo que más miedo le daba no era perder la casa o el trastero. Era volverse prescindible. No útil para sus hijos ni para sí mismo. Esos lugares le recordaban que aún tenía algo que hacer, algo que arreglar, aunque nadie lo pidiera.
Ahora esa certeza tambaleaba. Los papeles del notario decían una cosa, sus manos y costumbres otra. Pero, en el porche, entendió que el arraigo no lo dictan los documentos.
Sacó el termo, llenó un vaso, bebió un trago. La amargura interna ya no era tan aguda como aquella tarde en la cocina. Decisión tomada, precio pagado. Había entregado parte de lo suyo, pero, a cambio, le quedaba el derecho a estar en este sitio, no por escrituras, sino por recuerdo.
Miró la puerta, la cerradura, la llave antigua en su mano. Algún día esa llave será de Santiago, o de Carmen, o de gente que ni conocerá. Meterán la llave y nunca sabrán qué significa ese giro de muñeca.
La idea era amarga y fácil a la vez. El mundo gira, todo se traspasa. Lo importante es haber vivido en tus propios sitios, aunque ya no sean tuyos en el registro, sino en tu piel y tu memoria.
Santiago terminó el té, se levantó. Fue al cobertizo, sacó la pala. Decidió remover aunque fuera un trozo de tierra, para él, no para los futuros dueños, ni para los hijos pensando en euros. Solo para sentir la tierra bajo los pies y en las manos.
Hundió la pala, apretó con el pie; la tierra cedió. El primer terrón, oscuro y húmedo, se dio la vuelta. Aspiró el olor fresco y se agachó otra vez.
El trabajo fue lento. Dolía la espalda, pesaban los brazos. Pero con cada palada sentía que se iba aligerando el alma, como si, al remover tierra, removiera también los miedos.
Al atardecer se sentó en el porche, secándose la frente. Detrás, los bancales removidos en fila, el cielo enrojecido al oeste. Una bandada gritó sobre los castaños.
Miró la casa, las huellas en el patio, la pala arrimada a la pared. Pensó en mañana, en el año que viene, en dentro de cinco. No tenía respuesta, pero sí la certeza de estar aún en su sitio.
Se incorporó, apagó la luz, cerró todo. Se detuvo en el porche, escuchando el silencio. Luego giró la llave. Tintineó el hierro.
Santiago guardó la llave y encaró el sendero, evitando pisar la tierra recién removida.







