Mira, ya no me duele el alma y tampoco lloro. Después de que falleciera mi marido, Marta, decidí largarme del pueblo donde todo me recordaba a él. Sólo ocho años habíamos vivido ahí y un trágico accidente le arrebató la vida a mi querido Zacarías. Pensé que nunca volvería a levantarme, con mi hijo Santiago a mi lado.
Chicas, me voy a mudar al campo les dije a mis dos amigas que estaban de visita. La casa de mis padres está vacía, y mis viejos también se han marchado. No soporto seguir caminando por esas calles ni quedarme en aquel apartamento. Zacarías parece estar siempre presente, a veces creo que veo una sombra al filo de la visión, pero no hay nadie. ¿Qué será?
Reginilla, no sé si podrás vivir en el campo. Allí creciste, pero ahora vives aquí, todo está montado para ti dudó una de ellas.
En el pueblo también hay escuela, y yo daré clases respondí con decisión.
Entonces vendremos de visita añadió la otra, y todas soltamos una carcajada.
Desde entonces llevo cinco años con Santiago en una casita a los bordes del pueblecito de Navarrete, justo al lado del bosque. Trabajo en la escuela del pueblo y los vecinos me respetan, pues soy de aquí, nací en esta tierra.
Ese invierno fue particularmente crudo; la segunda mitad de diciembre nos cubrió de nieve y ventiscas. El Año Nuevo se acercaba y quedaba una semana cuando, una noche, la ventisca se desató con fuerza, sacudiendo la casa, aunque dentro hacía un calor acogedor. A Santiago y a mí nos encantan esas noches de tormenta, cuando nos sentamos a la mesa a tomar un buen té de manzanilla.
Mamá, creo que alguien está llamando a la puerta dijo Santiago.
Será el viento respondí, pero al prestar oído escuché un leve golpeteo y me acerqué al umbral.
¿Quién es? pregunté.
¿Podríais abrir, por favor? se oyó una voz débil y ronca.
No sentí miedo, pero tampoco entendía quién se atrevía a cruzar la nieve hasta nuestra casa aislada. Al abrir la puerta, un hombre cubierto de nieve se derrumbó contra mi pecho y se deslizó al suelo. Llamé a Santiago.
¿Estará borracho? pasó por mi mente, pero pensé que al menos no se congelaría.
Juntos arrastramos al desconocido dentro; cayó sobre la alfombra temblando de dolor. Su ropa dejaba entrever que era cazador, aunque su fusil no aparecía.
No soy médica y con la ventisca no había ambulancia a la vista. Después de un par de minutos el hombre se dio vuelta, abrió los ojos y su pierna estaba cubierta de sangre, la parte derecha del pantalón desgarrada.
¿Quiénes sois? ¿Qué os ha pasado? le pregunté suavemente.
Perdón balbuceó mientras le quitábamos la chaqueta. Sus ojos azules suplicaban ayuda y yo temía no poder hacer nada.
Revisé la herida; por suerte no era fractura, solo una cortadura sangrante que podía curar. Eso me alivió un poco. Lo sentamos junto a la chimenea, apoyado contra la pared; al ver su propia pierna, me dio una media sonrisa.
Me llamo Procopio, lo siento ¿a quién he molestado como invitado inesperado?
Yo soy Regina Martínez, y este es mi hijo Santiago.
Yo mismo soy médico de campo, veo que la herida no es grave; sólo me he quedado sin fuerzas y he perdido mucha sangre.
Me tranquilizó saber que él sabía tratarse. Tras curarle y vendarle, Procopio se animó y se sirvió un té con tomillo y un poco de mermelada de frambuesa.
Mientras tomábamos, la conversación fluyó. Procopio contó su historia.
Tengo cuarenta y tres años. Fui médico militar y pasé varios años en el extranjero. El trabajo era duro, vivía en campamentos, y mi esposa no aguantó esa vida errante. Se fue a la ciudad con nuestra hija, se casó otra vez y lleva una vida tranquila. No la culpo, no todas pueden soportar esas pruebas.
¿Y el amor? dudé. ¿Qué pasa en la tristeza y la alegría?
No todas pueden. Yo, cuando me casé joven, prometí cosas que no pude cumplir. No guardo rencor, lo entiendo.
Charlamos hasta la medianoche. Entonces Procopio preguntó:
¿Estáis casados?
No, mi marido murió trágicamente, y hace cinco años dejé la ciudad. Aquí nació mi familia y aquí mi alma se reconfortó. Temía que a Santiago no le gustara el campo, pero se ha adaptado, ha hecho amigos y ya se siente parte de este lugar le respondí, mientras Santiago se había dormido.
¿Te atrae la ciudad? insistió.
No, aquí es paz, enseño lengua y literatura en la escuela. ¿Tú trabajas en la ciudad?
No sonrió. A los cuarenta dejé el ejército; mi madre enfermó gravemente, me retiré al campo para cuidarla. Trabajé como guardabosques un tiempo, pero ella falleció. Volví a la ciudad, abrí una farmacia y ahora estoy pensando en abrir otra. Últimamente me persiguen malos presentimientos, tal vez por la muerte de mi madre o algo más. Siento que el alma me duele.
Es normal le dije, la pérdida de un ser querido deja una huella profunda.
Mis amigos me recomiendan ir al psiquiatra, pero yo me río. Decidí venir a este bosque, cazar, como aprendí de guardabosques. Me perdí, perdí mi coche, encontré una manada de jabalíes; uno me atrapó la pierna, por eso estoy aquí mostró su pierna vendada. Afortunadamente tenía el rifle, disparé, aunque no sé si alcanzé a los animales, pero al menos escapé y llegué a vuestra casa, dejando el fusil en la entrada.
Le ofrecí una cama al calor de la chimenea y le deseé buenas noches.
A la mañana siguiente Procopio tenía fiebre y la herida no cicatrizaba. No pudo continuar su viaje. La ventisca se calmó y Santiago y yo hallamos el coche entre los árboles, medio enterrado bajo la nieve.
Voy a curarme yo mismo dijo él. Tengo una botiquín en el coche, lo traigo.
Dínoslo, Procopio, buscamos la llave y te lo llevamos le aseguró Santiago, y logró traer el botiquín sin problemas.
Durante varios días Procopio se recuperó, jugó al ajedrez con Santiago por las noches y, cuando se sintió mejor, se preparó para volver a la ciudad; quedaban tres días para Año Nuevo.
Yo no le pregunté nada, sabía que necesitaba regresar. Lo escuché hablar por teléfono antes de irse y eso me confirmó.
Antes de partir, le pregunté:
¿Sigue doliendo el alma?
Él recogió su mochila, me miró a los ojos y respondió:
Ahora llora salió de la casa, subió a su todoterreno y se alejó.
Tras su partida la casa quedó en silencio. Sentí que algo faltaba; me di cuenta de que me había encariñado con Procopio, un hombre auténtico con quien me sentía cómoda, aunque no esperé nada.
La ventisca siguió, pero ya menos feroz; el viento se calmó y la nieve sólo caía de vez en cuando.
Todo es para bien pensé. Menos mal que Procopio se quedó poco tiempo, así sería más fácil olvidarlo me repetía.
Él nunca volvió a llamarme, aunque prometió hacerlo cuando llegara a la ciudad.
Tiene sus asuntos, y yo tuve mi pequeña aventura concluí.
El Año Nuevo se acercaba. El 31 de diciembre, por la mañana, subí en mi viejo coche al supermercado de la capital y compré todo para la cena festiva, aunque sólo seríamos Santiago y yo. La tradición es celebrar juntos; ya habíamos puesto el árbol y lo habíamos adornado.
Al caer la tarde volvió la ventisca, pero me alegré de haber salido antes. Santiago arregló la mesa y encendió las luces del árbol.
Mamá, ¿tocan a la puerta? preguntó.
Será el viento, seguro respondí, aunque escuché el golpeteo.
Al abrir, allí estaba Procopio, radiante, con bolsas en las manos.
¿Puedo? dijo, entrando sin esperar respuesta.
Santiago gritó emocionado:
¡Woohoo, tío Procopio!
Espera, hijo, toma esas bolsas añadió, y me besó en los labios, sintiendo mi corazón latir como niño.
Santiago, Regina, sé que voy rápido, pero he comprendido que mi vida no puede ser sin vosotros sacó una cajita con un anillo. Reginilla, ¿te casas conmigo?
¿Has venido a la ciudad por eso? le pregunté, sonriendo. Él asintió.
Santiago miró a su madre con esperanza, y yo le devolví la mirada y asentí.
Acepto, pero no puedo irme de aquí.
No hace falta. Yo me quedo, también me gusta este pueblo; el trabajo de guardabosques siempre será útil. Y de la ciudad seguiré yendo cuando necesite, para mi negocio rió él, y yo apoyé mi cabeza contra su hombro.
Pasaron los años. Santiago, ya llamado Platón, tiene diez años y estudia en la universidad. Regina y Procopio vivieron en el campo, construyeron una casa grande y ahora su alma no sufre ni llora; solo hay amor y alegría alrededor.







