Te di la vida, ¡cómo olvidarlo!

¡Eres una verdadera tormenta! retumbó la voz de Miguel por el estrecho pasillo del piso, como un eco que no encuentra salida. ¡Vives encima de mi cabeza, gastas mi dinero y ni siquiera sabes lavar los platos!

María se encogió en el sillón, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. El maquillaje se desparramó por sus mejillas, convirtiendo su rostro en una máscara triste.

¡Yo también me agoto! ¿No sabes lo difícil que es para una mujer mantener el hogar!
¿Qué hogar? ¿Qué hogar hay aquí? Miguel arrojó al suelo un plato sucio. Los fragmentos se esparcieron como abanico sobre el linóleo. ¡Todo es un desastre! ¡En el trabajo me mato, vuelvo a casa y parece un chiquero!

Celia, de catorce años, se pegó la espalda contra la pared de su diminuta habitación, conteniendo la respiración. Aquellos gritos sucedían casi cada noche, pero ella nunca lograba acostumbrarse.

¡No me quieres! ¡Siempre criticas! la voz de su madre se tornó en un chillido histérico. ¡Nunca te he querido! ¡Te casaste por compasión!
¡Claro, no por amor a tu pereza! ¡Otras esposas trabajan, crían hijos, y tú? ¡Solo ves la tele de la mañana a la noche!

Celia se tapó los oídos con las palmas, pero las palabras seguían colándose entre sus dedos, clavándose en su mente como manchas de grasa. Odiaba esas noches, el llanto indefenso de su madre y el rugido furioso de su padre. Odiaba también su impotencia para cambiar algo.

¡No puedo más! rugió Miguel, y algo pesado cayó al suelo. ¡Basta! ¡Estoy harto de ser la vaca lechera para las dos!

Celia escuchó al padre entrar al dormitorio. Un chirrido de armario resonó, seguido de un largo silencio interrumpido solo por los sollozos de su madre. La niña abrió la puerta de su habitación con cautela y miró al pasillo.

Miguel arrastraba del dormitorio una vieja mochila de deporte repleta de cosas. Su rostro estaba erizado, las venas de sus mejillas pulsaban como cuerdas. Ni siquiera miró a su hija al pasar.

¿A dónde vas? saltó María del sofá, esparciendo una nueva capa de maquillaje sobre su cara. ¡Miguel, espera!
Ya basta. ¡Me voy!
¡No puedes! ¡Tenemos una hija!
Celia se quedará contigo. Ahora tienes que resolver tú sola todos los problemas. ¡Tal vez así te des cuenta de que tienes que trabajar de verdad!

Miguel cerró la puerta con un golpe estruendoso. María se desplomó en el suelo del pasillo, aullando de impotencia. Celia corrió hacia ella y se sentó a su lado.

Mamá, mamá, cálmate
¡Nos ha dejado! la madre se aferró a los hombros de su hija, clavando su rostro contra el pecho de Celia. ¿Cómo se puede abandonar a la familia? ¿Cómo dejar a su esposa y a su hija?

Celia acarició el cabello revuelto de su madre, tragándose las lágrimas que brotaban. El padre se había ido. Simplemente se había marchado, dejándolas solas en aquel apartamento que olía a humedad. Celia abrazó a su madre con más fuerza, y en ese instante el padre parecía un monstruo de carne y sombra. ¿Cómo pudo hacer eso?

Los años pasaron como un suspiro. Quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho. Cada año la joven veía con mayor claridad lo que antes estaba escondido tras el velo de la infancia.

María no trabajaba. En absoluto. Se despertaba al mediodía, se hacía una taza de té, se instalaba frente al televisor y permanecía allí hasta bien entrada la noche. Celia llegaba de la escuela a un piso sucio. Los platos se acumulaban en el fregadero, el polvo cubría los muebles, la ropa seguía sin lavar.

Mamá, ¿por qué no lavas al menos los platos?
Estoy cansada. Me duele la cabeza.
¡Pero tú estás todo el día en casa!
¿Vas a seguir mandándome? María apretó los labios, convirtiéndose en una niña ofendida. ¡Yo soy tu madre!

Celia aprendió a callar. Aprendió a llegar de la escuela y ponerse al instante en la cocina, lavar la ropa, preparar la cena, ordenar todo. Los fines de semana se dedicó a repartir folletos en la estación de metro trescientos euros al mes y luego encontró un trabajo de camarera en un café, de noche y los sábados.

El dinero se destinaba a la comida, a la luz, al gas, a las necesidades mínimas. Cada vez que María estiraba la mano por otro fajo de billetes, fruncía el ceño si la cantidad le parecía insuficiente.

Necesitas ganar más, Celia. Nos falta dinero.
Mamá, todavía estudio. Trabajo quince horas a la semana.
¿Y qué? Yo a tu edad ya estaba casada.

Celia se mordía la lengua hasta sangrar. Sí, casada. Con un hombre que la sustentaba mientras ella estaba tirada en el sofá.

Tras el instituto, Celia ingresó en la universidad a distancia la presencial era imposible por el dinero. Tuvo que trabajar aún más. Consiguió empleo en un restaurante con mejores propinas. Sus piernas zumbaban al final del turno, la espalda dolía, pero seguía adelante. ¿Qué más le quedaba por hacer?

Prepara algo rico para cenar decía María sin despegar la vista del último capítulo de la serie. Ya me cansé de tus macarrones.
Mamá, en media hora me voy al trabajo.
Apura, que yo paso el día sola, al menos date un capricho.

Celia cocinaba el cocido a las seis y media de la madrugada, lo dejaba en la olla y se marchaba al trabajo. María lo recalentaba al mediodía y volvía al sofá, sin lavar nunca el plato que había usado.

Un día, en el restaurante, Celia entabló conversación con la administradora, Olga.

Oye, ¿tu madre querría venir a trabajar como limpiadora? preguntó Olga. Tenemos una plaza libre, paga decente, horario flexible.

Celia se sobresaltó.

¿En serio? ¡Sería genial!
Dame su número, la llamo.

En casa Celia soltó la noticia con timidez. María frunció el ceño, como si su hija le hubiera traído una maldita podrida.

¿Limpiadora? ¿Estás de coña?
Mamá, es un trabajo honesto. Paga bien y el horario es cómodo.
¡Yo no voy a fregar suelos!
¡Pero apenas llegamos a fin de mes! Si tú ayudaras un poco
¡Yo me canso en casa! la voz de María subió a un tono agudo. ¡Me cuesta incluso levantarme de la cama! ¡Tengo presión!
¡La presión viene de no moverte!
¡¿Cómo te atreves a hablarme así?! ¡Yo te di la vida y tú!

Celia apretó los puños hasta doler, sus uñas se clavaron en la palma. «Te di la vida», ¿era ahora su excusa para todo?

Olga logró convencer a María para que al menos asistiera a la entrevista. La madre aceptó, porque Celia la mantenía bajo un yugo, sin dejarle rechazar. Durante una semana la mujer fue al trabajo, regresando con el rostro agrio, haciendo muecas al mencionar sus deberes.

¡Es un infierno! ¡Suciedad por todas partes! ¡Quieren que limpie todo!
Mamá, eres limpiadora. Ese es el punto del puesto.
¡Me duele la espalda, me pesan las piernas!

Al octavo día María simplemente no se presentó. Apagó la alarma y durmió hasta el mediodía. Olga, al enterarse, le pidió disculpas por el despido.

Luna, lo siento. Pensé que
Todo bien. Gracias por intentar ayudar.

La segunda vez Celia consiguió a su madre un puesto como vendedora en un puesto de verduras. El encargado buscaba a alguien. María aceptó, pero después de tres días volvió con una queja: hacía frío, los clientes eran antipáticos y el sueldo era escaso.

Mamá, ¡ni siquiera cobraste la primera paga!
¡No puedo! ¡No puedo, ¿me oyes?! ¡No sabes lo que me cuesta! ¡Tengo presión, por Dios!

Una ola de ira inunda a Celia; sube al balcón y permanece allí veinte minutos, inhalando el aire frío.

¿No lo entiende? Ella trabajaba doce horas al día, estudiaba, sostenía el hogar. ¿Y ella no lo comprende?

Los altercados en casa no cesaban. María exigía más dinero, mejor comida, ropa nueva. Celia trataba de explicar que físicamente no podía ganar más.

¡Entonces busca otro trabajo!
Mamá, tengo los estudios, duermo cinco horas.
Yo tampoco dormía en mi juventud.
¡Te casaste joven! ¡Y ahora te quedas tirada en el sofá!
¡¿Cómo te atreves?!

María lanzaba platos, tazas, el control remoto contra su hija. Celia esquivaba, sintiendo crecer dentro de ella un desapego sordo. Tenía veinte años. Sólo veinte. Y ya se sentía como un caballo desbocado que arrastra una carga imposible.

Una noche, tras un turno especialmente duro, Celia llegó a casa y encontró a su madre rodeada de bolsas vacías del supermercado.

¿Compraste un pastel? se quedó mirando el enorme postre cremoso sobre la mesa.
Sí. Me apetecía algo dulce.
¿Por mil quinientos euros? ¡Con eso podríamos haber sobrevivido una semana!
¡Ese es mi dinero! ¡Tú me lo diste!
¡Yo lo usé para comida! ¡Para alimentos decentes! ¡Para arroz, carne!
¡No me grites! María cruzó los brazos, erguida. ¡Estoy harta de tus reclamos! ¡Trabaja más si te falta!

Celia se quedó paralizada. En sus oídos resonó un zumbido.

¡Basta! exclamó con los dientes apretados.
¿Qué? María enderezó la espalda, clavándole una mirada fulminante.
No te daré ni un centavo más. Necesito dinero para el metro, para la universidad, para
¡Para ti, por supuesto! ¡Egoísta! ¡Te crié, lo di todo, y tú?
¡No has sacrificado nada! estalló Celia. ¡Solo te quedaste en el sofá mientras papá trabajaba! ¡Mientras él se fue! ¡Y sigues aquí, mientras yo me mato!

Celia se giró y se encerró en su habitación, cerrando la puerta con fuerza. Se sentó en la cama, temblando, y abrió el móvil. Buscó ofertas de empleo en otras ciudades. Miró cifras, direcciones, condiciones. Entonces comprendió: podía irse. Solo tenía que marcharse.

Las dos semanas siguientes fueron como una niebla extraña. Celia juntó papeles, buscó un piso de alquiler, concertó un trabajo remoto en un centro de atención telefónica del vecino autonómico. María no se percató de nada, absorbida por otra serie y sus quejas.

La última noche, Celia casi no durmió. Metió en una mochila lo imprescindible: ropa, documentos, portátil. Dejó sobre la mesa de la cocina una nota: «He entendido por qué se fue papá. Por ti. Ahora me toca a mí».

María seguía dormida cuando Celia cerró suavemente la puerta del apartamento. Salió hacia la estación de autobuses. Se sentía a la vez traidora y liberada de una prisión.

El primer llamado llegó tres horas después.

¿Dónde estás? tartamudeó la voz de María. ¿A dónde has ido?
Me he ido, mamá.
¿Cómo te has ido? ¿A dónde?
A otra ciudad. Necesito empezar a vivir sola.
¡No tienes derecho! gritó María. ¡Soy tu madre! ¡Debes mantenerme!
No, no lo estoy.
¡Regresa ahora mismo! ¡No puedes abandonarme!
Puedo.
¡Eres como tu padre! ¡Egoísta!

Celia colgó el teléfono. Bloqueó el número de su madre. Se puso los auriculares y subió el volumen de la música, ahogando las voces que resonaban en su cabeza.

La nueva ciudad la recibió bajo la lluvia y un viento grisáceo. El cuarto en el albergue era diminuto: una cama, un escritorio, un armario. Pero era su espacio.

Celia se recostó en la cama. En algún punto de su pasado quedaba la sombra del padre que abandonó cuando tenía catorce, y la madre que la había convertido en una vaca lechera.

¿Perdonarlos? No. No podía perdonar al padre por haberla dejado con su madre. Si él había visto la esposa que tenía, ¿por qué la dejó con el hijo? ¿Por qué no se llevó a la niña?

¿Perdonar a la madre? No. Durante años la había usado como sustituto del sostén que había desaparecido.

Celia ya no tenía familia, pero había ganado otra cosa: el derecho a vivir como ella quisiera. El derecho a no sentirse culpable por cada céntimo que gastara en sí misma.

Se secó las mejillas húmedas y abrió el portátil. Mañana comenzaba una nueva vida. Difícil, aterradora y llena de incertidumbre. Pero, por fin, libre.

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Te di la vida, ¡cómo olvidarlo!