Almudena ya casi no le importaba; estaba a punto de dejar este mundo cruel
Almudena vivía desde hace años en una casita al final del pueblo de San Martín de Valdeiglesias. Cuando alguien le decía que estaba sola, ella se reía. ¿Yo sola? le contestaba con una sonrisa. ¡Claro que no! Tengo una familia enorme.
Las mujeres del pueblo asentían con amabilidad, pero al girarse, se miraban entre ellas y se tocaban la frente con el dedo, como diciendo que no había familia alguna: sin marido, sin hijos, sólo animales Sin embargo, esos cuadrúpedos y plumíferos eran los que ella consideraba su gente. No le importaba la opinión de quienes creían que los animales solo servían para algo: la vaca para la leche, la gallina para los huevos, el perro para la guardia, el gato para cazar ratones. En casa de Almudena había cinco gatos y cuatro perros, y todos dormían bajo el techo, no en el patio, lo que desconcertaba a los vecinos.
Su asombro lo guardaban entre ellos, pues discutir con una mujer diferente era inútil. A cada reproche ella respondía entre risas: ¡Venga ya, que les basta la calle, aquí en casa hay calor para todos!
Hace cinco años, su vida se truncó en un día: perdió a su marido y a su hijo. Volvían de una jornada de pesca cuando, en la carretera, una furgoneta cargada se cruzó en su camino Tras la tragedia, Almudena comprendió que seguir en la vivienda donde todo recordaba a los suyos era imposible. Resultaba insoportable caminar por las mismas calles, entrar en las mismas tiendas y recibir miradas compasivas de los vecinos.
Seis meses después vendió la casa y, acompañada de su gata Misu, se mudó a la aldea, comprando una casita en el borde del pueblo. En verano trabajaba en el huerto y, en invierno, se empleó en la cantina del centro comunitario. Poco a poco fueron llegando nuevos compañeros de cuatro patas: algunos mendigaban en la estación, otros rondaban la cantina en busca de restos. Así nació su familia, compuesta de seres que antes estaban solos y heridos por la vida. El corazón cálido de Almudena sanaba sus viejas heridas, y ellos le respondían con lealtad y cariño.
Los alimentaba a todos, aunque a veces resultaba difícil. Consciente de que no podía seguir adoptando indefinidamente, se prometía a sí misma no aceptar más animales Pero un marzo crudo se volvió febrero severo: la nieve punzante cubría los caminos, y las noches traían vientos helados.
Aquella tarde Almudena corría al último autobús que volvía al pueblo. Había dos días de descanso, y después de su turno entró en las tiendas, compró alimentos para ella y sus compañeros, y cargó comida del comedor. Las bolsas pesadas le tiraban de los brazos, y caminaba sin distraerse, pensando sólo en el calor del hogar. Pero el corazón, como en los cuentos, era más sensible que los ojos: a pocos pasos del autobús se detuvo y se giró.
Bajo un banco yacía un perro. Lo miraba directamente, pero sus ojos estaban apagados, vidriosos. La nieve lo cubría; llevaba allí varias horas. La gente pasaba envuelta en bufandas y ninguno se detenía. ¿Nadie lo ha visto? pensó Almudena.
Sintió que todo su interior se contraía. Olvidó el autobús y sus promesas, y corrió, dejó las bolsas y tendió la mano. El perro parpadeó lentamente. ¡Gracias a Dios, sigue viva! exhaló aliviada. Vamos, amiga, levántate
El animal no se movía, pero tampoco se resistía mientras ella lo sacaba con cuidado de bajo el banco. Parecía que al perro ya no le importaba nada; estaba listo para abandonar este mundo cruel
Almudena nunca supo cómo logró cargar dos bolsas pesadas y al mismo tiempo llevar al perro hasta la parada. Al entrar al andén se sentó en un rincón del vestíbulo y empezó a frotar y abrazar el escuálido cuerpo del hallado, alternando entre sus manos sus patitas entumecidas.
Vamos, hermanita, recupérate; aún nos queda el camino a casa murmuró. Serás la quinta perra, para que la cuenta sea redonda.
Sacó de su mochila una albóndiga y la ofreció a la recién llegada. Al principio la rechazó, pero al calentarse un poco, cambió de parecer: sus ojos se encendieron, sus fosas nasales temblaron y aceptó el alimento.
Una hora después la mujer ya estaba en la carretera, con la perra que había llamado Mila, alzando la mano para intentar detener un coche, pues el autobús ya había partido. De su cinturón improvisó un collar con una correa, aunque no era estrictamente necesario: la perra caminaba pegada a sus pies. Diez minutos después les llegó ayuda: un coche se detuvo.
Muchísimas gracias dijo Almudena. No se preocupe, llevo a la perra en el regazo, no ensuciará nada. No tengo inconveniente respondió el conductor. Que se siente, no es pequeña.
Mila, temblorosa, se abrazó a su dueña y, milagrosamente, ambas se acomodaron en sus rodillas. Así está mejor sonrió Almudena.
El conductor asintió y subió la calefacción. El viaje transcurrió en silencio: la mujer, mirando los copos de nieve iluminados por los faros, abrazaba a su nueva compañera, y el hombre lanzaba miradas furtivas al perfil cansado pero apacible de la pasajera. Él intuía que la perra había sido hallada y que ella la llevaba a casa.
Al llegar, el conductor salió y ayudó a llevar las bolsas. La nieve acumulada frente a la puerta era tan alta que tuvo que empujarla con el hombro. Las bisagras oxidadas cedieron y la puerta se derrumbó de lado. No pasa nada suspiró Almudena. Ya era hora de repararla.
Desde la casa se oyó un alegre ladrido y varios maullidos; la dueña corrió a la entrada. En el patio salió toda su variopinta compañía. ¿Me esperaban? Pues aquí tenéis a la nueva presentó a Mila, que se asomaba detrás de sus pies.
Los perros agitaban la cola, olfateaban las bolsas que el hombre sostenía. ¿Qué hacemos aquí con este frío? se preguntó Almudena. Pasad al interior, si no os asusta una familia tan numerosa. ¿Queréis un té? Gracias, pero ya es tarde contestó el visitante. Alimentad a los vuestros, que ya les hacía falta.
Al día siguiente, al mediodía, Almudena oyó un golpe en el patio. Se puso el abrigo y salió; allí estaba el conductor de ayer, ya instalando nuevas bisagras en la puerta, con las herramientas a su lado. Buenas tardes sonrió. Yo soy Víctor, el que rompió la puerta y ahora la reparo. ¿Y usted? Almudena
Su familia de colas rodeó al invitado, olfateando y meneando el rabo. El hombre se sentó para acariciarlos. Oye, entra a la casa, no te congeles. Termino pronto y luego me echo un té. Por cierto, tengo un pastel en el coche y algunas golosinas para tu gran familia






