Nuestra decisión de consentir a sus hijos solo recae sobre nosotros.

Hace casi ocho años que me casé con Javier. Un hombre bueno, siempre dispuesto a ayudar, de corazón generoso. Pero tenía un problema: una hermana. Marina. Una mujer con una imaginación sin límites y una habilidad asombrosa para convertir cualquier frase en una pregunta velada sobre un regalo caro.

Nunca hablaba directamente. Sus palabras siempre sonaban como pensamientos inocentes:
“Los niños sueñan con ver la nueva película de animación, pero las entradas están muy caras ahora”, decía con un tono melancólico. Y Javier, en cuanto lo oía, compraba las entradas, llevaba a los sobrinos al cine y les compraba combos de palomitas.

“Qué buen día hace”, continuaba Marina, “pero vosotros os quedáis en casa. ¡Id al parque de atracciones!” ¿Y adivina quién acababa yendo con sus hijos? Nosotros, claro. Y todo con nuestro dinero.

Yo no capto las indirectas. Ni quiero. Prefiero la sinceridad. Si necesitas algo, dilo. Pídelo. Explícate. No te andes con rodeos fingiendo que no quieres nada.

Pero Javier siempre reaccionaba al instante a sus “sugerencias”. Adoraba a sus sobrinos con locura. Pero la forma en que los consentía sobrepasaba todo límite. Bicicletas, dispositivos electrónicos, diversiones todo se había vuelto normal. Marina solo lanzaba una mirada, y mi marido salía corriendo.

Hace poco era el santo de Dani, el hijo de Marina. Ya le habíamos regalado una bicicleta de lujo, que nos costó un buen pico. Estaba segura de que era más que suficiente. Pero, al parecer, para Marina la “bicicleta” era una tontería. En sus ojos, el niño *tenía* que viajar a Europa. Y no solo, claro. No podía ir un niño tan pequeño sin su madre.

En el lenguaje de Marina, sonaba así:
“Dani sueña con ver París. Se le iluminan los ojos cada vez que lo menciona”

Javier, esa vez, le llevó al niño, en lugar de entradas, una tarta y un cojín bordado con sus iniciales. Yo trabajaba ese día, y mi marido fue solo. Y eso, como podéis imaginar, fue un jarro de agua fría para su hermana.

Pero Marina no se rindió. Sus exigencias crecieron año tras año. A mi marido, al parecer, no le importaba. No teníamos hijos propios, y él se entregaba a sus sobrinos con toda el alma. Quizás porque no tenía otro lugar donde volcar su energía paternal.

Y entonces la gran noticia: estaba embarazada. Se lo dije a Javier. Lloró de felicidad, besó mi barriga, no salía de su asombro. Lo había deseado durante años. Pero luego llegó Marina

Y otra vez, con una petición. Esta vez, un viaje a Praga en las vacaciones de Semana Santa. Claro, con sus hijos. Mi marido, por primera vez, dijo que no. Dijo que iba a ser padre, y que ahora todos los recursos eran para nuestra familia. Entonces, su hermana estalló.

Al día siguiente, me llamó. Gritó. Me acusó.
“¡¿Cómo te atreves?! ¡Has hecho todo esto para arrebatarles a mis hijos el único hombre que se preocupaba por ellos!”

Colgué sin decir nada.

Después, otra escena. Los sobrinos esperaron a Javier a la salida del trabajo. Le dieron unas cartitas hechas por ellos.
“Tío, por favor, no nos abandones”
“¿Para qué necesitas hijos propios si ya nos tienes a nosotros?”

Era obvio que alguien les había ayudado a escribir el texto. Y ese “alguien” era predecible.

Javier llegó a casa, se sentó en el sofá, miró las cartitas y algo se rompió dentro de él.

“Soy un idiota”, dijo. “¿Cuántos años he aguantado esto? ‘La lavadora estropeada’, ‘no tengo para un abrigo’, ‘papá se fue, tío, ayúdanos’. Siempre usó a los niños para manipularme. Y yo caí. Como un tonto.”

Y entonces, sacó una libreta. Empezó a anotar todo lo que recordaba: bicicletas, móviles, campamentos, viajes, equipación, abrigos, entradas de teatro. La suma total era astronómica.

Luego el final. Un final al estilo de Marina.

Vino a nuestra casa. Se plantó en el recibidor, como una reina, y dijo:
“Ahora que vais a tener vuestro hijo, ¿podrías hacer una última buena acción? Déjanos el coche. No para mí, no soy una desvergonzada. Solo para llevar a los niños”

Javier le tendió la libreta sin decir nada.
“Ahí está la suma. Por todo lo que has recibido. Devuélvela. Tienes seis meses. Después a juicio.”

Salió, cerrando la puerta con tal fuerza que el recogedor del perchero se vino abajo.

Después, empezó un aluvión de mensajes. Las amigas de Marina me bombardearon en redes sociales. Decían que había destruido el sagrado vínculo entre tío y sobrinos. Que ahora los niños estaban “abandonados, hambrientos, y su madre desesperada”.

Pero, sabes, no me moví.

Marina tiene dos pisos. Uno se lo dejó su exmarido, el otro Javier, renunciando a su herencia a favor de ella. Cobra una pensión alimenticia, no vive en la pobreza. Solo se acostumbró a que todo le fuera dado. Y ahora ya no es así.

Vamos a tener un hijo. Y ahora mi marido tiene una familia de verdad. Sin manipulaciones, sin dramas, sin teatro. ¿Y sabes qué? Creo que todo acaba de empezar

**Moraleja:** No dejes que los demás marquen los límites de tu generosidad. A veces, decir “no” es el primer paso hacia tu propia felicidad.

Rate article
MagistrUm
Nuestra decisión de consentir a sus hijos solo recae sobre nosotros.