— ¿Tatuajes… son verdad? — la voz de la hija mayor de Ioana se quebró.

Papá ¿es verdad? exclamó la mayor de las hijas, Isabel, sin poder contenerse.
¿Qué dices? respondió él en voz baja, sin atreverse a mirarla a los ojos.
Que te vas de casa y que esa mujer está esperando un hijo tuyo.

Un silencio pesado cayó sobre la habitación. La madre, Ana, miraba al vacío; los ojos le estaban rojos de tanto llorar. Las dos hermanas menores, Andrea y Mara, se aferraban una a la otra, buscando en ese miedo algún punto de apoyo.

Sí dijo él al fin, suspirando. Es verdad. Mi vida tiene que seguir adelante.
¿Adelante? estalló Isabel. ¿Con quién? ¿Con una chica de mi edad? ¿Con esa que nos humilla y se burla de mamá? ¿Cómo puedes, papá, después de veintidós años de matrimonio? ¿Después de todo lo que ella hizo por ti?

Bajó la cabeza. Le avergonzaba, pero no tanto como para detenerse. Lorena ya lo había envuelto con su juventud y sus adulaciones. Tenía veinticinco años, casi la misma edad que su hija. Grosera, descarada, ruidosa: no temía decir frente a todos:

Yo soy su futuro. Y vosotros solo sois el pasado. Aceptadlo.

Ana no contestó. Guardó silencio porque el corazón ya no tenía fuerzas para luchar. Después de años de amor, noches sin dormir, después de haberle entregado todo, él se marchó, dejándola con dolor y tres hijos.

Pasaron varios meses. La tensión sólo crecía. Isabel, que había visto a Lorena insultar a su madre en cada ocasión, no aguantó más:

¡No vales nada! ¡Y nunca serás parte de nuestra familia!

Lorena gritó, sacó el móvil y empezó a grabar todo, amenazando con escándalo.

Al cabo de unas semanas llegó la citación judicial: el padre había interpuesto una demanda contra su propia hija por daño moral a su amante.

¿Cómo pudiste, papá? susurró Isabel, frente a él en el tribunal, con los ojos llenos de lágrimas. Soy tu hija siempre te admiré, me enorgullecías ¿Y ahora me haces esto?

Tenías que respetar a Lorena respondió él fríamente, tomando la mano de su amante.

La madre, sentada al margen, se mordía los labios hasta sangrar. Las hermanas menores lloraban en silencio. Ese día fue el último en que lo vieron como padre.

Cegado por el deseo y una juventud fingida, perdió no solo a la familia, sino a sí mismo.

Las hijas se quedaron con su madre. Crecieron demasiado rápido, aprendiendo por su propio dolor que la verdadera familia no siempre es la de sangre.

Los años pasaron. Ana siguió digna, aunque sola. Las chicas forjaron sus propias vidas.

Y Lorena se marchó. Cuando le extrajo todo lo que pudo el dinero, la casa, la energía la dejó sin nada, con un niño pequeño y sin alma.

Una noche, él volvió, canoso, agotado, con la mirada de quien lo ha perdido todo.

En la puerta estaban sus hijas. Lo miraron largo y callado; en sus ojos había la pregunta que él nunca supo responder:

¿Cómo pudiste traicionarnos, papá? ¿Cómo pusiste a otra persona por encima de nosotras? ¿Cómo arruinaste todo lo que teníamos?

Él no contestó. Sólo dejó caer la cabeza.

Y en el silencio que quedó, lo único que perduró fue el dolor y el arrepentimiento tardío.

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— ¿Tatuajes… son verdad? — la voz de la hija mayor de Ioana se quebró.