“Es hora de que conozcas a los tiburones”, susurró mi nuera antes de empujarme por la borda. Mi hijo miraba, sonriendo, mientras el mar me tragaba. Su objetivo? Quedarse con mi fortuna de diez millones de euros.
“Salida hacia los tiburones”, musité al caer del yate. El Mediterráneo me envolvió por completo. Vi cómo el azul del cielo se desvanecía sobre mí, reemplazado por el frío ahogo del agua salada. Logré salir a duras penas, tosiendo y jadeando, y los vi por última vez: mi hijo Miguel y su esposa, Eva, apoyados en la barandilla, brindando con sus copas de cava.
A mis setenta y un años, ya no era el ágil marido de antaño, pero años de nadar cada mañana en la Costa Brava me habían enseñado a resistir el mar. Mis piernas ardían al remar, pero sobrevivir no era un problema para mí. Había ascendido desde ser hijo de un albañil hasta convertirme en un magnate inmobiliario con una fortuna de más de diez millones. Y ahora mi propia sangre me arrojaba por la borda como basura.
Durante años, sospeché que la sonrisa de Eva ocultaba más cálculo que calidez. Era por los vestidos de diseño, las fotos en Instagram y los chistes sobre “planes de futuro”. Miguel, mi único hijo, llevaba años a la deriva desde la universidad, aplastado por el lujo. Me decía que maduraría, que encontraría el carácter que yo llevaba en el bolsillo trasero. Pero esa noche, bajo la luz del yate, entendí que su columna vertebral era Eva.
El agua salada me escocía los ojos mientras me dirigía hacia la costa. La distancia era brutal, pero la rabia me empujaba más fuerte que la marea. Cada brazada, alimentada por la traición. Cuando por fin llegué a la playa de rocas horas después, mis músculos gritaban, pero mi mente estaba más clara que en años.
Si querían acabar conmigo, bien. Les dejaría saborear la victoria. Pero cuando salieran de mi casa, empapados y manchados de sangre, me encontrarían esperando. Y les daría un “regalo” que nunca olvidarían.
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Miguel y Eva volvieron a la oficina en Madrid tres días después, con una historia perfectamente ensayada. “Fue un accidente trágico”, repitió Eva al personal, con los ojos brillantes mientras recibía condolencias. Contaron a Salvamento Marítimo que me había caído al mar, demasiado mayor para mantenerme a flote. No encontraron mi cuerpo; solo declaraciones y papeleo.
En la biblioteca, entre estantes de roble, descorcharon una botella. Se reían, con esa risa de victoria asegurada. Pero cuando Eva cogió el mando, la pantalla del televisor se encendió; no con las noticias, sino con mi cara.
“Sorpresa”, dije en la grabación. Mi voz calmada pero firme resonó en la habitación.
La copa de Miguel se le escapó de las manos. Eva abrió la boca, pero no salió ni una palabra.
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El vídeo continuó. “Si están viendo esto, significa que intentaron quedarse con lo que es mío. ¿Quieren el dinero? Bien. Pero deberían saber la verdad sobre lo que heredaron”.
Había anticipado la traición años atrás. Mi abogado, un hombre en quien confiaba desde los diecisiete, me ayudó a crear un fideicomiso. Si moría en circunstancias sospechosas, el dinero iría a Miguel, pero cada céntimo se destinaría a caridad, residencias de veteranos y becas. Eva siempre se burlaba de mis donaciones, llamándolas “culpa de viejo”. Nunca supo que era mi plan de escape.
“Diez millones de euros”, dije en el vídeo, “y no caerán en sus manos codiciosas. A menos que lo ganen como lo hice yo: ladrillo a ladrillo, trato a trato, sacrificio a sacrificio”.
La grabación terminó, dejando el silencio en la habitación.
Entonces vino el golpe final. Entré por la puerta de la biblioteca, lleno de vida. Mi traje planchado, mi postura firme, solo la cicatriz en mi frente como prueba del ataque. Miguel palideció, las rodillas temblándole como un niño pillado robando galletas. Eva, en cambio, se mantuvo erguida, los ojos entrecerrados como una jugadora que dobla la apuesta.
“Deberías estar muerto”, siseó.
“Y sin embargo, aquí estoy”, dije. “Y este es mi regalo para ambos: libertad. Libertad de mí, del dinero que claramente valoran más que a la familia. Harán las maletas esta noche. Al amanecer, se irán de esta casa, de mi empresa, de todo lo mío. Desearía que fueran mejores; ahora son solo suyos”.
Juegos de familia
Eva no era de las que aceptan la derrota en silencio. “No puedes borrarnos así”, espetó, pisando la alfombra como un animal acorralado. “Miguel es tu hijo. Le debes todo”.
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Miguel callaba, el sudor perlándole la frente. Nos miraba, desgarrado, pero demasiado cobarde para elegir.
“¿Que le debo algo?”, grité. “Le di todas las oportunidades. La universidad, el trabajo en la empresa, un lugar en la mesa. ¿Y qué hizo con todo? Dejó que lo convirtiera en cómplice contra su propio padre”.
La sonrisa burlona de Eva volvió. “¿De verdad crees que la policía te creerá a ti antes que a nosotros? Un viejo paranoico que acusa a su hijo de asesinato. No tienes pruebas”.
“Te equivocas”, respondí.
Del cajón de mi escritorio saqué una bolsa estanca que había llevado sujet