Te olvidaste de invitarnos a la fiesta

**Te olvidaste de invitarnos a la fiesta**

Lucía quería muchísimo a su marido. Se consideraba afortunada por tenerlo. Javier era cariñoso y atento, siempre dispuesto a hacer lo mejor por ella.

Pero con la familia de Javier, Lucía no tuvo tanta suerte. Se suele decir que en todas las familias hay una oveja negra. Pues en la de Javier, ocurría lo contrario. Parecía que él era el único normal, y los demás, todos bastante peculiares.

Su suegro, por ejemplo, cada vez que veía a Lucía, le soltaba que había engordado y que quizá escondía a alguien en su vientre.

Lo gracioso es que Lucía estaba en plena forma y no había subido ni un gramo desde que conoció a los padres de Javier. Pero eso no parecía importarle a Arturo. Esa frase era parte de su repertorio habitual. Aunque Lucía hubiera perdido diez kilos, él se lo hubiera dicho igual.

También tenía la costumbre de hacer bromas de mal gusto, que dejaban a Lucía incómoda. Siempre se sentía fuera de lugar cerca de él. Para colmo, su manía de ir en calzoncillos por la casa no ayudaba.

La suegra, Mª Carmen, adoraba dar lecciones a todo el mundo, incluso en temas que no dominaba.

Le enseñaba a Lucía cómo vestirse a la moda, qué peinado le quedaba mejor o qué tono de pintalabios usar. Y cuando Lucía y Javier se mudaron a su piso nuevo, Mª Carmen no paró de criticar. Metía las narices en cada rincón, opinando sobre cómo deberían haber decorado “correctamente”.

Luego estaba la hermana pequeña de Javier, una chica despreocupada con dos hijos de padres distintos, con los que Natalia nunca tuvo una relación seria. Llevaba a sus niños a todas partes y, como madre, esperaba que todo el mundo se desviviera por ella. Había que cederle el asiento en el autobús, dejarla pasar en la cola, servirla antes que a nadie.

Aunque cobraba pensiones de los padres de sus hijos y recibía ayudas, viviendo aún en casa de sus padres, Natalia siempre andaba detrás de cosas gratuitas. Hasta lo que no necesitaba, lo guardaba, sintiendo un gusto especial por acumular. Así que el piso estaba lleno de paquetes de pañales que sus hijos ya no usaban (y que Lucía esperaba vender), pilas de ropa insufrible, juguetes rotos. La mitad de esas cosas le sobraban, pero ella decía que estaba montando su “negocio”: recoger gratis, fingir necesidad y luego revender.

Sus hijos eran maleducados y descarados, aunque, con una madre así, no podían ser de otra manera. Cuando iban a casa de alguien, buscaban al instante dulces, cogían lo que pillaban y se apropiaban de lo ajeno sin preguntar. Natalia nunca les llamaba la atención.

Lucía recordaba con horror la única vez que la cuñada había ido a su casa con los niños para celebrar la mudanza. Les regaló un juego de té que obviamente había conseguido gratis, y cuando se marcharon, no quedó ni una golosina, un jarrón nuevo estaba roto y había manchas de chocolate en las cortinas. O al menos, Lucía prefería pensar que era chocolate.

Así que, cuando se acercaba su cumpleaños, Lucía decidió no invitar a la familia de Javier. Su fiesta estaría arruinada si iban. Su suegro soltaría comentarios fuera de lugar, su suegra le daría lecciones de vida y Natalia pediría cosas inútiles para sus hijos mientras estos destrozaban el piso.

Claro que le daba pena por Javier, pero confiaba en que lo entendería.

Javier, quiero celebrar mi cumple en casa. Invitaré a mis padres y a unas amigas.

Vale, me parece bien. Al fin y al cabo, no decoramos el piso para nada, ¿no? sonrió él.

Exacto. Ahora parece un plató de fotos. Pero

¿Qué pasa? preguntó, preocupado.

Por favor, no te enfades. Pero no quiero invitar a tus padres.

Javier suspiró y asintió.

Lo siento, pero es muy difícil para mí con ellos. Y en mi cumple, quiero relajarme, no estar pendiente de todo dijo con cara de pena.

Lo entiendo perfectamente, no hace falta que te excuses. No son fáciles.

¿No estás enfadado?

Para nada. Es tu día, debe ser como tú quieras.

Lucía se convenció una vez más de que su marido era el mejor del mundo. Hasta pensó que debía ser adoptado, solo así se explicaba todo.

No les dijo nada a sus suegros, alegando que esta vez sería una celebración íntima. Incluso pidió a Javier que no mencionara nada.

Pero al final se enteraron. Mª Carmen llamó a la madre de Lucía para hablar de un asunto laboral y se le escapó el tema.

¡Así nos trata tu nuera! gritaba Mª Carmen. ¿Es que no pintamos nada aquí?

Mamá intentó calmarla Javier, Lucía solo quería celebrar con sus padres y unas amigas. Es su cumple, ella decide. Si hubiera una gran fiesta, os habría invitado.

Vale, ya entiendo. Y dile a tu mujer que estamos muy ofendidos.

Colgó, dejando a Javier sacudiendo la cabeza. Entendía perfectamente a Lucía. Quizá no fuera correcto decirlo, pero él siempre se había avergonzado de los suyos. Y no quería que ella también lo pasara mal.

Así que decidió no decir nada para no amargarle el día. Ya le contaría lo de su madre después.

Por la mañana, al cumplir veintiséis años, Javier le regaló un ramo de flores y un vale para un spa. Sabía que Lucía estaba agotada: la boda, las obras, la mudanza y su trabajo la tenían al límite. Necesitaba descansar.

Los invitados empezaron a llegar por la tarde. Lucía lo había preparado todo impecable: comida deliciosa, un vestido elegido con esmero, el pelo perfecto. Estaba feliz, esperando un día memorable.

Pero no imaginaba lo que iba a pasar.

Cuando todos estaban sentados, sonó el timbre.

Debe ser la tarta saltó Lucía, la pedí a última hora.

Al abrir la puerta con una sonrisa, esta se desvaneció al instante. Ahí estaban los invitados no deseados. Todos.

¡Feliz cumpleaños, Lucía! dijo Mª Carmen con tono fingido, entregándole una rosa. ¿Nos dejas pasar?

No tuvo más remedio que apartarse.

El alboroto empezó de inmediato. Los niños de Natalia se quitaron los zapatos y corrieron hacia la mesa. Arturo anunció que Lucía había elegido mal la talla del vestido.

Deberías ir una talla más se rió.

Quizá nos borraste de la lista siguió Mª Carmen. Veo que tienes invitados, pero no hay sitio para nosotros. Por Dios, Lucía, invitas gente pero no limpias el suelo.

Quiso decir que eran sus nietos los que habían ensuciado, pero se mordió la lengua.

Su ánimo decayó. Los niños empezaron a gritar, a agarrar comida con las manos y a reboscar los armarios buscando dulces. El pequeño se puso a llorar porque no había tarta.

Podrías haber comprado una tarta, mira, ¡Sergio está decepcionado! le reprochó Natalia. ¿Y esto? ¿Te regalaron perfume? Déjame probarlo. Luego me das los que ya no uses.

Lucía no dijo nada, quedándose callada. Javier observaba cómo su familia se acomodaba en la mesa, pedía platos, escuchaba a su madre criticar la comida mientras su padre soltaba bromas absurdas.

Pero su paciencia se acabó cuando Natalia cogió un sobre con dinero del aparador, creyendo que nadie la veía. Eran los regalos en efectivo.Javier, con firmeza, tomó el sobre de las manos de Natalia, miró a su familia con decepción y, señalando la puerta, dijo: “Esta vez, váyanse de verdad, porque la única persona que merece respeto aquí es Lucía, y hoy hemos aprendido que a veces, la familia no se elige, pero sí se elige a quién proteger de ella”.

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