Esta puerta no es para ti: una historia de amor, traición y herencia

La puerta esa no es para ti: una historia de amor, traición y herencia

María acababa de prepararse para acostarse cuando escuchó unos golpes inesperados en la puerta. Con cierta reticencia, se echó una bata por los hombros, caminó hasta la entrada y abrió. En el umbral estaba él: su exmarido, Alejandro.

¿Tú? exclamó ella, entrecerrando los ojos. ¿Qué quieres?

Necesitamos hablar. ¿Puedo pasar? dijo él con una sonrisa falsa. Al fin y al cabo, aquí no soy un desconocido.

María retrocedió sin entusiasmo. Alejandro entró, se dirigió al salón, se sentó en el sofá y miró a su alrededor.

Parece que nada ha cambiado murmuró. Ni una reforma, ni un mínimo de comodidad. Como si el tiempo se hubiera detenido.

A mí me gusta así. ¿Has venido a hacer una inspección? ¿O quizás quieres patrocinar un poco de pintura y yeso?

Hacía tiempo que ya no le temía a ser directa con él. Antes, claro, aguantaba, tragaba saliva, callaba ante sus comentarios. ¿Pero ahora? ¿Para qué? Eran extraños desde hacía años, si no enemigos. Y su hija, Lucía, ya era mayor: vivía su propia vida y apenas hablaba con ellos.

Huele bien cambió de tema de repente Alejandro. ¿Has cocinado? ¿Me invitas?

María soltó una risa por dentro. Sabía que hacía unos meses se había separado de su nueva esposa, la misma Juana por la que había abandonado a la familia un año y medio atrás.

Aquella noche seguía grabada en su memoria. Alejandro había llegado del trabajo y, en silencio, había empezado a recoger sus cosas.

Se acabó, me voy. Tengo una aventura desde hace tiempo. Lo sabías, pero fingías no verlo. Estoy harto.

Entonces, María se había quedado inmóvil, sin creerlo. Pero lo sabía. Juana, la becaria de veinte años de la oficina de Alejandro, le había vuelto la cabeza en unas semanas. La mejor amiga de María, que trabajaba en la misma empresa, le había contado todo. Pero ella, tragándose el orgullo, había decidido no destruir la familia por un capricho pasajero. Creía que se le pasaría. No se le pasó.

Alejandro se fue, alquiló un piso y presentó los papeles del divorcio. Como “hombre honrado”, renunció a su parte del piso familiar.

Quédate tú con Lucía. No necesito nada.

María lloró noches enteras. Intentó convencerle de que volviera, pero él se mantuvo frío y satisfecho de sí mismo.

Por fin estoy enamorado respondió. Esto es real. Lo nuestro era un vacío.

En aquella época difícil, solo su suegra, Carmen Delgado, la apoyó. Ya estaba enferma, y María la ayudó como pudo: con los médicos, en casa, en las farmacias. Alejandro aparecía poco: tenía “una nueva familia”.

Carmen Delgado tomó abiertamente partido por María. Estaba decepcionada con su hijo, no quería verlo. Luego, falleció. María estuvo a su lado hasta el último aliento, organizó el funeral. Alejandro solo aparecio en el velatorio.

Dos semanas después del entierro, se enteraron del testamento. Su madre le había dejado el piso no a él, sino a María.

¡Te has ganado su favor! ¡Le diste de comer, te hiciste la santita! ¡Actriz! gritó Alejandro entonces.

María calló. La elección había sido de su suegra. Miró hacia la ventana, donde se reflejaba la luz pálida de la luna, y comprendió que, por fin, podía respirar tranquila.

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