Un viaje inesperado: del insulto al arrepentimiento

**Diario personal:**

El vuelo en clase business. Un trayecto largo. Había reservado mi billete con antelación, eligiendo el asiento junto a la ventana—solo quería pasar el viaje en paz, trabajar un poco y descansar. Todo transcurría con normalidad: los pasajeros ocupaban sus plazas, las maletas desaparecían en los compartimentos y los auxiliares ofrecían agua.

Ya estaba instalada en mi sitio cuando entró un hombre con un traje caro. Llevaba un maletín de cuero y, con aire de superioridad, se dirigió a su asiento—justo al lado del mío. Examinó el espacio, luego me miró a mí con desdén y, con voz alta para que todos oyeran, soltó:

—¿Esto qué es? ¡Pago por clase business y me siento como en el metro a hora punta!

Hizo una mueca exagerada y me lanzó una mirada de desprecio.

—Voy a una conferencia importante, necesito prepararme, y ahora ni siquiera puedo sentarme cómodo —dijo, dejándose caer en el asiento como si llevara un peso insoportable.

Supe a qué se refería. O mejor dicho, a quién.

—¿Para qué venden plazas aquí a gente como ella? —masculló, aunque lo suficientemente alto para que lo escuchara.

Se sentó y empezó a empujarme con el codo, como si su incomodidad fuera culpa mía. No solo me dolía físicamente, sino que me sentí profundamente humillada. Me giré hacia la ventana, conteniendo las lágrimas. Nunca imaginé que una persona adulta, de apariencia respetable, pudiera ser tan cruel.

Durante todo el vuelo, hizo ruido a propósito—revolviendo papeles, suspirando—pero no volvió a hablar. Aguante. Estaba acostumbrada a las miradas prejuiciosas, pero no a tanta maldad descarada.

Sin embargo, al final del viaje, sucedió algo inesperado que lo hizo arrepentirse amargamente de su comportamiento.

Cuando el avión aterrizó y comenzamos a salir, mi asistente, que viajaba en clase turista, se acercó. Con educación, asintió y preguntó:

—Señora García, ¿le parece bien si, después del registro en el hotel, nos dirigimos directamente al lugar de la conferencia? Todo está listo.

El hombre a mi lado se quedó petrificado. Noté su mirada clavada en mí. Cuando mi asistente se marchó, de repente cambió su tono por uno casi suplicante:

—Perdone… ¿usted también va a la conferencia? Escuché que asistirá una científica muy respetada… También se apellida García.

—Sí —respondí con calma, cogiendo mi bolso—, soy yo.

Se quedó sin palabras, palideció y empezó a balbucear algo sobre lo mucho que admiraba mi trabajo, que había leído mis investigaciones sobre inteligencia artificial.

Me limité a sonreír con educación y salí antes que él. Se quedó allí, como si alguien le hubiera quitado todo el aire del cuerpo.

Ojalá, después de esto, ese desconocido aprenda a no juzgar a las personas por su apariencia.

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