Había otros tiempos

**Eran otros tiempos**

Hace muchos, muchos años, la vida era completamente distinta, sobre todo en los pueblos. Allí regían sus propias normas, costumbres, supersticiones y formas de entender el mundo. Los padres decidían el destino de sus hijos; a quien ellos eligieran, con ese viviría su hija o su hijo. Y si entre los jóvenes brotaba el amor, nadie lo tomaba en cuenta. Así habían vivido sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos.

Serafina creció en una familia con cuatro hijos, siendo ella la menor. A sus diecisiete años, ya sabía hacer de todo en la casa. Fue entonces cuando se enamoró de Próspero, un muchacho que vivía al otro extremo del pueblo, pero que cada vez se dejaba ver más cerca de su casa. Se miraban a escondidas, y esos ojos llenos de deseo decían mucho más que palabras.

**La orden del padre**

—Serafina, dime, ¿qué hace ese Próspero rondando por aquí? ¿Qué quiere si vive al otro lado del pueblo? —preguntó su padre, Severino, con voz dura. Por más que ella intentara disimular, a él no se le escapaba nada.

—No lo sé, padre —respondió bajando la mirada, mientras su corazón latía con fuerza.

—¿Que no lo sabes? ¿Acaso quieres casarte? Yo te buscaré marido, y no será con ese holgazán de Próspero. Vive con su madre en una casa medio derruida. Tú mereces algo mejor —dijo con firmeza.

Severino decidió que Serafina debía casarse pronto, antes de que se le escapara de las manos y tuviera que emparentar con Próspero, a quien no soportaba sin razón aparente.

—Madre, ¿tienes ajuar para Serafina? —preguntó a su esposa, Martina.

Ella lo miró con temor.

—Severino, ¿por qué lo preguntas? Sí, hay algo guardado, pero la niña es aún joven. ¿Acaso piensas casarla? Es demasiado pronto, además es la pequeña —protestó Martina, conociendo el carácter de su marido. Si algo se le metía en la cabeza, no había quien lo disuadiera.

A Martina también la habían casado con Severino sin preguntarle. Así era la vida. No lo amaba, sino que le temía, pues era duro y cruel. Por eso nunca se atrevía a desobedecerlo.

—No es pronto. Ya tiene diecisiete años, es hora de que se case antes de que se malacostumbre. Y que Próspero deje de merodear por aquí. No será mi yerno.

Martina sintió un escalofrío, pues Serafina le había confesado en secreto que le gustaba Próspero, y que él también la miraba con cariño.

—Madre, no puedo evitarlo. Cada vez que lo veo, el corazón se me acelera y quiero hablar con él, pero tengo miedo. ¿Y si padre se entera?

—Ay, hija, ni se te ocurra. Tú conoces a tu padre. Él no quiere a Próspero.

**Matrimonio sin amor**

Apenas cumplió los diecisiete, llegaron los padres de Vicente a pedir su mano. Eran vecinos, a dos casas de distancia, una familia acomodada con vacas y un caballo. Tenían tres hijos, y Vicente, el menor, aún no estaba casado.

A Serafina nunca le había gustado. Pelirrojo, pecoso y algo desaliñado, siempre que pasaba frente a su casa se detenía a espiar el patio, esperando ver a la joven alta y de buen ver. Ella, sin embargo, se escondía. Él era tres años mayor, y desde niños, cuando jugaban en la calle o iban al río, ella lo evitaba. Siempre decía que no soportaba a los pelirrojos. Aunque una vez, cuando tenía siete años, él la salvó de ahogarse en el río, donde la corriente la había arrastrado.

—No le digas a mis padres que me salvaste. Si no, mi padre no me dejará salir nunca más —rogó Serafina, temblando de frío.

—No lo haré, vete a casa —contestó Vicente, empujándola suavemente.

Nunca lo contó, y sus padres jamás supieron que su hija había estado a punto de morir.

Pocos días antes, Severino se encontró con Próspero cerca de su casa y le dijo sin rodeos:

—Deja de rondar por aquí. Nunca serás mi yerno. Mañana vendrán los padres de Vicente a pedir la mano de Serafina. Así que no quiero verte nunca más.

Próspero lo miró con miedo, sin saber si era cierto. Pero al ver la determinación en el rostro del padre de Serafina, dio media vuelta y se marchó. Estaba destrozado. Sabía que no podía hacer nada. Si su padre lo había decidido, así sería.

**La boda**

Esa misma noche, mientras Serafina terminaba de cenar, Severino la miró con severidad. Ella sintió que algo malo se avecinaba.

—Madre, y tú, Serafina, prepárense. Mañana vendrán los padres de Vicente. Es hora de que te cases. Quiero que todo sea como debe ser. Vestido nuevo y cintas para el pelo. ¿Entendido?

—Sí, padre —susurró ella—. ¿Pero quién es el novio?

—Vicente. Es trabajador, su casa está en orden, tienen ganado. Nunca pasarás hambre. Además, sus padres son tranquilos, te llevarás bien con tu suegra. Y qué importa que sea pelirrojo, lo importante es que es buen hombre. Prepárate.

—Padre, no me gusta. No me gustan los pelirrojos —intentó protestar, pero la mirada oscura de su padre la hizo callar de inmediato.

—¡Cállate! ¿Quién te va a preguntar a ti?

**La resignación**

Serafina lloró casi toda la noche. No quería casarse con Vicente, pero desobedecer a su padre era imposible. Tenía que aceptarlo. Su madre intentó consolarla.

—Hija, la voluntad de Dios y de tu padre es ley. Resígnate.

—Madre, no soporto a Vicente. ¿Cómo voy a vivir con un hombre al que no quiero?

—Así se vive, hija. Yo lo he hecho toda la vida…

Al día siguiente llegaron los padres de Vicente, alegres y ceremoniosos. Él iba impecable, con camisa nueva y el pelo bien peinado. Incluso parecía apuesto. Serafina salió tras la cortina con su vestido nuevo, el pelo recogido en dos trenzas y lazos rojos. Bajó la mirada, pero cuando Vicente la vio tan cerca, se sonrojó.

—Tenemos mercader, ustedes tienen la mercancía —anunció la casamentera.

Severino notó el nerviosismo del joven y, satisfecho, dijo:

—Aquí está nuestra mercancía.

Todos miraron a Serafina, que se ruborizó aún más.

La boda fue modesta, y Serafina se mudó a casa de Vicente. Sus suegros la trataron con dulzura; hacía tiempo que la habían elegido para su hijo, aunque ninguno de los dos lo sabía.

Nadie preguntó cómo se sentía. Pero en su corazón reinaba la oscuridad. Amaba a otro, y ahora estaba atada a Vicente. Solo le quedaba rezar.

—Señor, ayúdame a aceptar a Vicente como esposo. Prometo olvidarme de Próspero. Ahora él es mi destino.

Con el tiempo, se resignó. Olvidó que existía el amor, especialmente después de dar a luz a un hijo pelirrojo como su padre. Pero amaba a su niño, al que llamaba “mi rayito de sol”. Vicente resultó ser un buen marido: trabajador, cariñoso y nunca la maltrató. Poco a poco, Serafina descubrió su bondad y dejó de verlo con desagrado.

Próspero también se casó, como supo por casualidad a través de su esposo.

**La tragedia**

Serafina tuvo tres hijos. Pero a los treinta y cinco años, la desgracia

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