**El Pastel de la Reconciliación**
—Lucía, te juro que si ese don Felipe vuelve a golpear el techo, lo denunciaré por acoso —Antonio, en el recibidor, limpiaba con furia las huellas de patas del perro en el suelo de gres. Su voz temblaba de rabia, y la camiseta estaba empapada de sudor pese al fresco de la tarde. Trufo, moviendo el rabo con culpa, masticaba un patito de goma junto a la puerta.
—Antonio, tranquilo, los niños duermen —Lucía, sentada en el sofá con su labor de punto, se frotó las sienes. Las agujas se detuvieron sobre la gorra infantil a medio tejer en su regazo—. Y no hables de denuncias, es demasiado. Él solo… es quisquilloso. Hablaré con él, intentaré razonar.
—¿Razonar? —Antonio arrojó el trapo al cubo, con los ojos brillantes—. ¡Ayer gritó en el portal que Trufo “apestaba” y “estropeaba sus geranios”! ¡Lucía, nuestro perro ni siquiera pisa los maceteros!
—Lo sé, lo sé —dejó a un lado la labor, su voz era suave pero tensa—. Pero es nuestro vecino, Antonio. Si empezamos una guerra, no viviremos en paz. Haré un pastel, a ver si así lo apaciguo.
Antonio resopló, mirando a Trufo, que había soltado el patito y ahora lamía el suelo.
—¿Un pastel? —negó con la cabeza—. Bueno, inténtalo. Pero si vuelve a poner una queja en la comunidad, no respondo de mí.
Lucía y Antonio, una joven pareja con dos niños —Miguel de ocho años y Sofía de seis— llevaban cinco años viviendo en aquel bloque de cinco plantas. Cuando adoptaron a Trufo, soñaban con paseos alegres y risas infantiles, pero el meticuloso vecino de arriba, don Felipe, le declaró la guerra al cachorro. Ahora, el portal era un campo de batalla vecinal, y su casa olía no solo a pelo de perro, sino a rencillas.
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Todo empezó una semana después de la llegada de Trufo. Lucía, volviendo del paseo matutino, vio que los geranios en maceta que don Felipe regaba con obsesión estaban pisoteados. Pensó que serían los niños del barrio, pero esa noche llamaron a la puerta. Era don Felipe —delgado, con camisa planchada, una libreta y un bolígrafo como un inspector de policía.
—Lucía, ¿ha sido su perro el que ha destrozado mis geranios? —su voz era seca, los anteojos reluciendo bajo la luz tenue—. ¡Llevo tres años cuidándolos, y ahora están hechos un desastre!
—Don Felipe, lo siento —Lucía, desconcertada, sujetó a Trufo por el collar—. Pero siempre va con correa, lo vigilamos. ¿Seguro que no fue otro?
—¿Otro? —entornó los ojos, anotando algo—. ¡El portal huele a perro, hay huellas en cada escalón, y dice que fue “otro”! ¡Quite a ese animal, o presentaré una queja!
Lucía forzó una sonrisa al cerrar la puerta. Trufo, sin entender, apoyó el morro en su rodilla. Esa noche, se lo contó a Antonio, que pelaba patatas en la cocina.
—¿Se ha vuelto loco? —Antonio soltó el cuchillo, enrojeciendo—. ¡Trufo ni siquiera ladra en el portal! Hay que hablar con él, sin contemplaciones.
—No —Lucía removió la sopa—. Es un hombre solo, se queja por aburrimiento. Intentaré ablandarle con un pastel.
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Al día siguiente, Lucía horneó un pastel de manzana y canela y llamó a la puerta de don Felipe. El aire olía a limpiacristales y orden obsesivo: ni un polvo, ni un objeto fuera de sitio, solo macetas de violetas, una radio antigua y un sofá impecable.
—Don Felipe, le traigo un pastel —Lucía sonrió, alargando el paquete envuelto en papel de aluminio—. ¿Podemos hablar de Trufo? Él no tocó sus flores, lo cuidamos bien.
—¿Pastel? —don Felipe lo olfateó con recelo—. Astuta, Lucía. Bueno, pase, pero no por mucho. ¡Su perro ladra por las mañanas, ensucia el portal y huele mal! ¡Es intolerable!
—Casi no ladra —Lucía se sentó al borde de la silla—. Y limpiamos las huellas. ¿Podrían ser los niños? ¿O alguien más?
—¿Niños? —hizo una muecha, anotando—. Los niños no tienen patas. Quite al perro, o tomo medidas.
Lucía se marchó, sintiendo que el pastel no había servido. Esa noche, apareció un cartel en el portal, escrito con pulcra caligrafía: “¡Retiren al perro del portal! ¡Estropea las plantas y el orden! —F.M.”. Antonio, al verlo, lo arrancó, furioso.
—¡Esto es una guerra, Lucía! —señaló el papel—. ¡Voy a decirle cuatro cosas!
—Antonio, no —Lucía lo sujetó del brazo—. Intentémoslo otra vez. Si no funciona, lo hablamos.
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Para fin de semana, la situación era insoportable. Don Felipe golpeaba el techo cada vez que Trufo ladraba, aunque fuera por el timbre. Puso más carteles: “¡El perro huele!”, “¡No a las huellas!”, e incluso llamó a la comunidad quejándose de “insalubridad”. Una mañana, Lucía lo sorprendió midiendo las huellas en el portal con una regla, como un detective.
—Don Felipe, ¿qué hace? —preguntó, sujetando a Trufo, que intentaba saludarlo.
—Recopilo pruebas —ajustó los anteojos—. ¡Estas huellas son de su perro! ¡Las fotografía para la comunidad!
—No son de Trufo —la paciencia de Lucía se agotó—. ¡Sus patas son más pequeñas! ¡Y no tocó sus flores!
—¿Ah no? —anotó algo—. ¿Entonces quién? ¿Un fantasma? ¡Retiren al perro, o iré a juicio!
Lucía volvió a casa indignada. Antonio, al escucharla, tiró el periódico.
—Esto ya no tiene gracia —se levantó—. ¡Voy a decirle cuatro cosas claras!
—Antonio, cálmate —Lucía lo detuvo—. Buscaremos otra manera. Sin escándalos.
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Al día siguiente, Lucía intentó hablar de nuevo con don Felipe. Le llevó un bizcocho de pasas, pero el vecino fue inflexible.
—Lucía, basta de pasteles —cruzó los brazos—. Su perro es una plaga. ¡Anoche ladró a las siete, no pude dormir!
—Fue el timbre —suspiro Lucía—. Don Felipe, hagamos un trato: nosotros limpiamos, y usted revisa quién daña sus plantas.
—¿Revisar? —bufó—. ¡Ya sé quién es: Trufo! ¡Retírenlo, o actuaré!
Lucía se marchó, convencida de que era inútil. Pero esa tarde, Sofía, regando las plantas del portal, descubrió algo.
—¡Mira, mamá! —señaló los geranios—. ¡Hay pelo de gato! ¡No es Trufo, es el gato!
Lucía vio pelos anaranjados en la tierra. Recordó que don Felipe tenía un gato, Misi, que a veces merodeaba por el portal. Era su oportunidad.
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El cambio vino de los niños. Miguel y Sofía, que adoraban a Trufo, decidieron pillar a Misi “in fraganti”. Miguel grabó con el móvil al gato escarbando los geranios antes de entrar en casa de don Felipe.
—¡Lo tenemos! —gritó Miguel, enseñando el vídeo—. ¡TLucía, con el vídeo en mano y un nuevo pastel de cerezas, llamó a la puerta de don Felipe, quien, al ver las imágenes, palideció y, tras un largo silencio, murmuró: “Bueno… quizá Misi también tiene algo de culpa”, y desde aquel día, el portal volvió a ser un lugar tranquilo donde Trufo, Misi y hasta los geranios de don Felipe encontraron su paz.







