El esposo tacaño

En una pequeña aldea de la región de Castilla y León, donde el calor del verano se mezcla con el viento cálido de la meseta y los inviernos son fríos pero soportables, vivía desde hacía años la familia Fernández. Allí, en mitad de un paisaje de viñedos y olivares, el ahorro era una virtud casi sagrada, como un eje alrededor del cual giraba la vida de don Javier Fernández, su patriarca.

Don Javier, un hombre alto y delgado con cejas fruncidas y mirada penetrante, trabajaba como encargado en una cooperativa agrícola. Era respetado por su habilidad para hacer más con menos, pero en casa, su austeridad se convertía en algo casi obsesivo. Con las cuentas de ahorro llenas de euros y un pequeño hucha de cerámica en el armario, distribuía el presupuesto semanal con la precisión de un relojero.

María, su esposa, era una mujer rutinaria, con la mirada apagada y un silencio que colmaba la casa. Santi, su hijo de doce años, intentaba evitar mirarla a los ojos al tiempo que se hundía bajo la sombra de su padre. En castellano se murmuraba que los Fernández eran un ejemplo de lacas: ¿para qué gastar en tonterías si el ahorro es el camino de la prudencia?

Cada mañana, a las seis en punto, el sonido de las llaves de cobre de don Javier resonaba en el pasillo, llamando a los demás. María aparecía envuelta en batas de algodón, y Santi, oculto tras su puerta, observaba como un ratón. Don Javier medía con precisión el arroz y el ajonjolí, asignando doscientos gramos para él, cien para María y cincuenta para su hijo.

— Si no comes, no crecerás — solía decir con tono de reproche—. El dinero es una bendición, no un juguete.

Los vecinos se apiadaban de ellos. En casa de los Sáez había fregadero de acero inoxidable, en la de los Roca colgaban lámparas de araña. En los Fernández, hasta las luces se encendían a medias, como si el amanecer fuera una excusa para estirar el grano. La única posesión visible era un arcón antiguo lleno de sobres de banco y notas de ahorro acumulados en años. Sati, sin embargo, guardaba silencio. En la escuela evitaba fiestas y excursiones. Su madre le daba palmadas en la cabeza y murmuraba “nunca se puede saber”, como si fuese una excusa para todas las cosas.

Un día, Santi trajo un gatito a casa. Lo había encontrado a la entrada de la higuera.

— ¿Estás loco, muchacho? — rugió don Javier, abriendo la puerta del frigorífico como si fuese una caja fuerte—. Si grasa no hay más que para cubrir las patatas fritas.

Santi lo prometió: comería menos. Pero don Javier lo golpeó con la tetilla de hierro del molinillo y le ordenó echar al animal a la calle. Desde ese día, Santi entendió que el amor a los gatos podía matarse con euros y monedas.

La noche del divorcio vino con un sonido de platos rotos. Isabel, la madre, había roto el silencio para pedir permiso para comprarle a Santi un jersey nuevo. Don Javier no hizo más que fruncir el ceño y repetir “la juventud pasa, el dinero se queda”. La semana siguiente, Santi desapareció, igual que había hecho el gatito que había echado.

El viaje de mi hermano se forjó en esas lecciones. En Madrid, vivió en una habitación con alquiler pactado a crédito, como un miembro más de la fuerza laboral esforzada. Sus amigos hablaban de cenas en El Viso o rutas por la Sierra de Guadarrama; él prefería recortar tickets de mercado o correr por las ramblas a horas inusuales. Cuando Iván, su compañero de cuarto, le propuso cine para celebrar el primer sueldo, Santi negó con la cabeza:

— No tiene sentido. Ya sabes que el ahorro es sagrado.

Pero el mundo no era del todo ajeno al deseo de vivir. Una tarde, en una terraza de Lavapiés, Isabela, una compañera de trabajo, le ofreció una copa de cava. Santi dudó, pero aceptó. Fue la primera vez que saboreó algo que no se podía ahorcar.

Casarme con ella fue una locura. Disolvíamos cuentas en segundos, celebrábamos con tapas sueltas y viajábamos en tren hasta Cádiz a ver amaneceres. Pero don Javier vivía en mi sombra. Si ella quería colocar macetas con flores, yo buscaba los precios más baratos. Si necesitábamos una nevera nueva, le hacía comparativas de durabilidad de los modelos más básicos.

La crisis llegó sin avisar. Isabel me miró en medio de la cocina una noche, con el aceite de oliva manchado por el sofrito de alubia y él, con la calculadora abierta para repartir la derrama según nosso presupuesto semanal. Me dijo:

— No puedo vivir así. Porque es como si te hubieras casado con un recuerdo del pasado.

Salí tras ella las primeras semanas. Llegué a pensar que podría cambiar. Pero ya era tarde.

Hoy, cuando reviso mis cuentas (siempre con dos respaldos en cajas diferentes) y recuerdo cómo se sentía la brisa marfil en Lavapiés o la risa de Isabel al probar el primer gazpacho, entiendo algo que don Javier nunca supo: no todo se mide en euros. La vida se vive con un gatito en la mesa, con alubias que rebosan y con miradas que no necesitan presupuesto. Y si no aprendo a compartir, el ahorro será solo una cáscara de lo que podría haber sido.

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