No soy de tu sangre, y eso es todo.

**Diario de un hombre en Madrid**

—¿Qué te importa a ti? —gritó Lucía, agitando los brazos—. ¡Ella es mi hija, no la tuya!

—Solo quería ayudar —respondió Carmen, quedamente, sosteniendo una sartén frente a los fogones—. Sofía tiene fiebre alta…

—¡Ayudar! —la imitó Lucía con sarcasmo—. ¿Quieres demostrar qué buena madrastra eres, eh? ¿Para que papá se derrita de ternura?

—Lucía, basta —intentó interceder Javier, pero su hija ni siquiera lo miró.

—¡Y tú cállate! ¡Siempre la defiendes! —apuntó con el dedo hacia Carmen—. Yo no soy tu sangre, ¿vale? ¡La cambiaste por ella!

Sin terminar la frase, Lucía giró y salió corriendo de la cocina. La puerta de su habitación se cerró de un portazo, haciendo temblar los cristales de la estantería.

Carmen dejó la sartén sobre la mesa y se sentó. Le temblaban las manos y tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No le hagas caso —dijo Javier, acercándose y posando una mano en su hombro—. Está resentida por lo de la universidad. No sacó plaza pública y ahora odia al mundo entero.

—Javi, tiene razón —susurró Carmen—. No soy su madre. Ni lo seré nunca.

—Tonterías. El tiempo lo arreglará.

Carmen sonrió amargamente. El tiempo. Llevaban cuatro años casados y su relación con Lucía solo empeoraba. Al principio, la chica era fría y distante. Luego vinieron las pullas, los comentarios venenosos. Ahora, la guerra abierta.

—¿Crees que no debería haber ofrecido pagarle los estudios? —preguntó Carmen.

—¿Por qué? Lo hiciste con buena intención.

—Pero ella lo ha tomado como un intento de comprarla.

Javier suspiró y se sentó a su lado.

—Carmen, sé que es duro. Pero Lucía perdió a su madre a los catorce. Tiene miedo de que alguien ocupe su lugar.

—No pretendo ocupar el lugar de su madre. Solo quiero que vivamos en paz.

—Lo sé. Y ella lo entenderá, tarde o temprano.

Carmen asintió, pero en su interior dudaba. Cada día en aquella casa era una prueba. Lucía parecía buscar excusas para pelearse: que si Carmen no cocinaba bien, que si dejaba las cosas fuera de sitio, que si hablaba demasiado alto por teléfono.

De la habitación de Lucía salía música a todo volumen. Los vecinos ya se habían quejado varias veces, pero la chica hacía oídos sordos.

—Dile que baje el volumen —pidió Carmen.

—Díselo tú. Tenéis que aprender a hablar.

—¿Después de lo que acaba de pasar?

—Más motivo. No podemos dejar que el conflicto se enquiste.

Carmen se levantó a regañadientes y llamó a la puerta de su hijastra.

—Lucía, ¿puedo entrar?

La música sonó aún más fuerte. Carmen golpeó con más fuerza.

—Lucía, necesito hablar contigo.

La puerta se abrió de golpe. La chica estaba allí, con los ojos rojos de llorar.

—¿Qué quieres?

—Baja la música, por favor. Los vecinos se quejan.

—Me importan un bledo los vecinos.

—Lucía, entiendo que estés enfadada…

—¡Tú no entiendes nada! —estalló—. ¿Crees que por ofrecerme dinero voy a quererte? ¡Ni en sueños!

—No espero que me quieras. Solo quiero dejar de discutir.

—Si no quieres problemas, lárgate. Esta es mi casa, la mía y la de papá. Tú sobrabas.

Las palabras dolieron. Carmen trató de mantenerse serena.

—Lucía, tu padre me quiere. Y yo a él. Somos una familia.

—¡No! —gritó la chica—. ¡Papá y yo somos familia! ¡Tú solo vives aquí! ¿O crees que no sé que te casaste con él por el piso?

Carmen palideció.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La abuela. La madre de mamá. Dice que eres una cazafortunas. Que te lanzaste a papá cuando supiste que era viudo con un ático en Chamberí.

—Eso es mentira…

—¡Verdad! —Lucía se acercó, los ojos brillantes de rabia—. Tenías cuarenta años, vivías en un piso compartido. Y de pronto, ¡regalo del cielo! Un hombre con un ático. ¡Claro que te casaste con él!

Cada palabra era un bofetón. Carmen sentía el ardor en las mejillas.

—Quiero a tu padre…

—Sí, claro. A su piso y a su nómina. A él lo aguantas.

—¡Basta! —perdió la paciencia Carmen—. ¡No tienes derecho a hablar así!

—¡Sí lo tengo! ¡Esta es mi casa! ¡Y tú aquí no tienes cabida!

La puerta se cerró de golpe. La música sonó aún más alta.

Carmen se quedó en el pasillo, temblorosa. Las palabras de Lucía habían dado en el blanco. Sí, tenía cuarenta años cuando conoció a Javier. Sí, vivía en un piso compartido. Pero se había casado por amor, no por interés.

Javier la encontró en el baño, intentando recomponerse.

—¿Qué ha pasado? Lucía gritaba como una posesa.

—Me ha dicho que me casé contigo por el piso.

Javier frunció el ceño.

—¿De dónde saca esas ideas?

—De tu exsuegra. Resulta que Adela la está intoxicando.

—Ya entiendo —apretó los puños—. Adela nunca me perdonó que me casara contigo.

—Javi, ¿no será mejor que me vaya? —susurró Carmen—. Mira cómo sufre Lucía. No quiero romper vuestra relación.

—No te irás a ninguna parte —respondió él, firme—. Eres mi mujer. Si alguien no lo acepta, es su problema.

—Pero Lucía…

—Tiene que aprender que el mundo no gira en torno a ella. Que los demás también tenemos derecho a ser felices.

Carmen se abrazó a él. En sus brazos siempre se sentía segura. Pero en cuanto se quedaba a solas con Lucía, volvían los problemas.

Al día siguiente, Lucía no apareció a desayunar. Salió dando un portazo. Carmen respiró aliviada: al menos, unas horas de paz.

Ordenó la casa, preparó la comida y se sentó a coser. Trabajaba desde casa, haciendo arreglos. Un dinero extra, pero constante.

Llamaron a la puerta. Era una mujer mayor, de gesto adusto.

—¿Adela? —Carmen se sorprendió.

—Sí. ¿Puedo pasar?

—Claro.

Adela entró y se sentó sin esperar invitación.

—¿Quieres un café? —ofreció Carmen.

—No. No he venido de visita.

—¿Entonces?

La mujer observó la habitación con desdén.

—Bien instalada estás —dijo al fin—. De un piso compartido a un ático en Chamberí.

Carmen sintió el rubor en sus mejillas.

—Si ha venido a insultarme…

—No, a hacerte una oferta.

—¿Qué oferta?

Adela sacó un sobre del bolso.

—Aquí hay cien mil euros. Para que te divorcies y desaparezcas de nuestras vidas.

Carmen no daba crédito.

—¿Está usted loca?

—Para nada. Eres tú quien está destruyendo esta familia. Lucía sufre, Javier ya no es el mismo.

—Javier me quiere…

—Está loco. Pero se le pasará. Mientras tanto, esa niña sigue sufriendo. ¿No te da pena?

Carmen miró el sobre con náuse—Guárdese su dinero —dijo Carmen, cerrando la puerta tras ella, sabiendo que la verdadera riqueza no estaba en los pisos ni en los sobres, sino en la paz que, con tiempo y paciencia, tal vez algún día encontrarían todos.

Rate article
MagistrUm
No soy de tu sangre, y eso es todo.