Doña Carmen Álvarez se detuvo bajo el portal para tomar aliento. Las bolsas de la compra le pesaban en los brazos, y subir al cuarto piso sin ascensor se hacía cada vez más difícil. Setenta y tres años no eran ninguna broma, aunque ella jamás lo admitía.
—¡Tía Carmen! —la llamó una voz desde abajo—. ¡Espere, que le ayudo!
Se volvió y vio al vecino del tercero subiendo las escaleras. Un chico joven, David, creo que se llamaba, trabajaba de informático. Siempre andaba con auriculares, pero era educado.
—No hace falta, yo sola puedo —contestó ella, apretando las bolsas contra su pecho.
—Vamos, doña Carmen, no me cuesta nada. Total, voy para casa.
Intentó cogerle una de las bolsas, pero ella retiró la mano de golpe.
—¡Que he dicho que no! No soy una niña, puedo llevar mis cosas.
El joven se quedó parado en el escalón, desconcertado.
—Bueno… como quiera.
La adelantó y desapareció en el rellano. Carmen lo siguió con la mirada, malhumorada. ¡Vaya ayudante! Seguro que luego le contaría a todo el mundo que vivía en el cuarto una vieja decrépita.
Subió lentamente, parándose en cada descansillo. Las bolsas pesaban de verdad —había comprado provisiones para toda la semana para no tener que salir más— pero admitirlo le habría costado demasiado.
Al fin llegó a su puerta. Las llaves, como siempre, estaban en el fondo del bolso. Mientras las buscaba, una bolsa se le escapó de las manos y cayó al suelo. Las naranjas rodaron por el rellano.
—Maldita sea —masculló entre dientes.
La puerta de al lado se entreabrió.
—¿Doña Carmen? ¿Qué ha pasado? —asomó la cabeza Antonia, la vecina del piso de abajo.
—Nada, no ha pasado nada —refunfuñó Carmen, recogiendo las naranjas—. Se ha roto la bolsa.
—¡Ay, déjeme que le ayude! —Antonia salió al rellano en zapatillas—. ¿Y ha subido sola con todo esto? Podía haberme llamado, habría ido con usted.
—No necesito su ayuda —Carmen se enderezó de golpe, apretando las naranjas contra el pecho—. Yo sola me basto.
—Pero ¿por qué es tan orgullosa? —Antonia alzó las manos—. Somos vecinas, hay que ayudarse.
—¡No quiero su compasión! —casi gritó Carmen—. ¡Y ocúpese de lo suyo!
Entró rápidamente y cerró la puerta de un portazo, dejando a Antonia plantada en el rellano con gesto ofendido.
En el piso había silencio y frescor. Dejó las bolsas en la cocina y se dejó caer en una silla. Las manos le temblaban del cansancio y la irritación.
¿Qué querían todos de ella? ¿Por qué no la dejaban en paz? Llevaba años viviendo sola, y nunca le había faltado nada. Y ahora todos querían entrometerse con su ayuda.
Empezó a guardar la compra. Pan, leche, jamón, conservas. Lo justo. Eso sí, no había podido comprar carne, pero no importaba. Lo importante era que nadie pudiera decir que no podía valerse.
Sonó el teléfono. Era su hija Ana, que vivía en Madrid.
—Hola, mamá, ¿cómo estás?
—Bien, todo bien —respondió Carmen, forzando un tono animado.
—Mira, estaba pensando… ¿qué te parece si te busco una asistenta? Una mujer de confianza. Vendría una vez a la semana, limpiaría, te haría la compra…
—¿Asistenta? —frunció el ceño—. ¿Es que me ves inválida?
—No, mamá, es para que no te canses. Y yo estaría más tranquila.
—No quiero asistentas. Yo puedo sola.
—Mamá, no seas testaruda. Ya tienes setenta y tres años…
—¿Y qué? —estalló Carmen—. ¿Quieres meterme en un asilo? ¿O directamente en el ataúd?
—¡Por Dios, qué cosas dices! —Ana se quedó desconcertada—. Solo quiero ayudarte.
—¡No necesito ayuda! ¡Estoy harta de que todos quieran mangonearme como si fuera una inútil!
—Mamá, ¿te encuentras bien? Suenas muy enfadada.
—Estoy perfectamente. Harta de tanta compasión, eso sí.
Colgó sin despedirse. El corazón le latía con fuerza, los párpados le ardían. Se sentó en su sillón favorito de la salita.
La habitación estaba amueblada con muebles viejos pero bien conservados. En las paredes, fotos: su boda con su difunto marido, Ana de pequeña en sus brazos, reuniones familiares. Antes la alegraban; ahora solo le daban pena.
Volvió a sonar el teléfono. No se levantó. Que llamaran. No quería ver a nadie.
Pero las llamadas no cesaban. El teléfono llevaba sonando diez minutos seguidos.
—¡Pero qué pesadez! —no aguantó más y descolgó.
—¡Mamá! ¡Me dejaste colgada! —la voz de Ana sonaba alterada—. ¡Creí que te había pasado algo!
—No ha pasado nada. Es que no quería hablar.
—Oye, ¿y si te vienes a Madrid? Con nosotros. Ahora que Luis se ha independizado, tienes su habitación. Estarías con los nietos, no tan sola…
A Carmen se le hizo un nudo en la garganta.
—No quiero mudarme. Llevo cuarenta años aquí, esta es mi casa.
—Pero estás totalmente sola. ¿Y si te pasa algo?
—¿Qué me va a pasar? ¿Que me caiga muerta de un momento a otro?
—Mamá, ¿por qué hablas así? Solo me preocupo por ti.
—¡No necesito que nadie se preocupe por mí! —repitió Carmen—. He vivido sin ayudas y seguiré viviendo.
Esta vez no solo colgó: desenchufó el teléfono. Que llamaran ahora.
El silencio era denso. Se quedó mirando por la ventana. En la calle, niños jugando, madres paseando cochecitos. La vida seguía.
Y ella, sola en su piso vacío, enfadada con todo y con todos.
¿Por qué creían que estaba inútil? Sí, se movía más lento, se cansaba antes. ¿Pero eso era motivo de lástima? ¿No podían dejarla en paz?
Recordó que Antonia le había propuesto cocinar juntas hacía poco.
—¿Para qué vamos a cocinar cada una por su lado? —dijo—. Hacemos en un piso y repartimos. Más barato y más ameno.
Carmen había dicho que no. No quería deberle favores. ¿Y si luego Antonia presumía de mantener a la pobre anciana?
O aquel chico, David. La semana pasada la vio llegar cargada y se ofreció a subirle las bolsas. Casi le soltó un improperio. ¿Se burlaba de ella? ¿O de verdad quería ayudar?
Carmen negó con la cabeza. No, no podía ser. La gente no era tan buena. Todos tendrían sus motivos ocultos.
Por la noche, al preparar la cena, vio que la leche se había agriado. Seguramente se había calentado mientras subía las escaleras. Habría que volver al supermercado.
Ya había oscurecido. No le gustaba salir de noche, pero no le quedaba otra. Se puso el abrigo y salió.
El supermercado estaba abarrotado a esas horas. Cogió un cartón de leche y se puso en la cola. Delante, una mujer joven con un bebé en brazos. El niño lloriqueaba.
—CallaAl llegar a casa, Carmen miró su reflejo en el espejo del recibidor y, por primera vez en años, sonrió al pensar que tal vez la vida todavía tenía mucho que ofrecer.