La habitación la ocupó el sobrino
Marina Esteban permanecía en la ventana de la cocina, observando cómo un destartalado Seat entraba al patio. Del coche salió despacio un chico alto con camiseta arrugada y vaqueros, sacando dos mochilas grandes y una bolsa deportiva del maletero.
—Ahí está, ya llegó —murmuró para sí, secándose las manos en el delantal antes de ir a recibir al sobrino.
Dani había crecido. La última vez que lo vio tenía catorce años, un adolescente flaco con orejas de soplillo. Ahora, ante la puerta, se alzaba un hombre hecho y derecho, aunque algo desorientado.
—¿Tía Marina? —preguntó con vacilación al abrir ella la puerta.
—¡Claro que soy yo! Pasa, pasa, Dani. ¡Dios mío, cómo has crecido! —Lo abrazó, notando el olor a viaje y a colonia barata—. Adelante, instálate. ¿Vendrás cansado?
—Nah, normal. Gracias por dejarme quedarme. Será poco tiempo, hasta que encuentre trabajo y alquile algo —contestó mientras se balanceaba sobre los pies, mirando alrededor.
Marina asintió, aunque la duda ya se colaba en su interior. Decir una cosa y hacer otra… Su hermana, la madre de Dani, siempre prometía montañas de oro y luego desaparecía meses.
—Pasa por aquí —indicó hacia la habitación que hasta ayer era su despacho. El escritorio, las estanterías, su sillón favorito junto a la ventana… Todo lo había trasladado al dormitorio para hacer sitio al sobrino.
Dani se detuvo en el umbral.
—Oye, ¿y si me quedo en el sofá del salón? No quiero molestarte.
—¡Qué va! Un chico joven necesita su espacio —respondió Marina, aunque algo se contraía dentro de ella. Veinte años dedicando esa habitación, cada objeto con su lugar, su historia.
Dani dejó las mochilas en el suelo, examinando el cuarto.
—¿Y tú dónde vas a trabajar ahora? Aquí había un escritorio.
—Lo he movido al dormitorio. No pasa nada —dijo, forzando un tono alegre, aunque su voz tembló levemente.
El sobrino no pareció notarlo, ya desabrochando una mochila.
—¿Puedo deshacer un poco el equipaje? Todo va hecho un lío.
—¡Claro! Mientras, prepararé la cena. ¿Qué te gusta?
—Como de todo, no soy exigente —sonrió, y en esa sonrisa Marina reconoció los rasgos de su difunto hermano—. Solo, tía, no cocines mucho. Hoy estoy reventado, y mañana empiezo a buscar curro.
Ella asintió y se dirigió a la cocina, mientras tras ella sonaban ruidos de cosas moviéndose. Dani claramente no pensaba conformarse con la disposición que ella le había dejado.
Mientras preparaba las croquetas, Marina recordó la conversación con su vecina Pilar aquella mañana.
—¿Segura que haces bien? —había preguntado esta, mirando de reojo—. Los jóvenes hoy… Hoy el sobrino, mañana trae amigos, luego alguna novia. Y después querrá casarse en tu piso.
—¡Qué dices, Pilar! Es familia. El hijo de mi hermano.
—Familia, familia —refunfuñó la vecina—. ¿Y dónde estaba esa familia cuando lo pasabas mal? ¿Cuando estuviste en el hospital después de la operación?
Entonces le parecieron palabras injustas. Pero ahora, escuchando a Dani mover cosas en su antiguo despacho, no pudo evitar reflexionar.
—¡Tía Marina! —gritó él desde la habitación—. ¿Puedo llevarme el televisor aquí? Queda mejor.
Se quedó petrificada con el cucharón en la mano. El televisor llevaba quince años en el salón; le gustaba ver las noticias desde su sillón preferido.
—Dani, ¿y yo cómo lo veo? —preguntó con cuidado.
—Pues en tu dormitorio. O vienes conmigo, lo vemos juntos —contestó él, despreocupado.
Marina se mordió el labio. ¿Pedir permiso para entrar en su propia habitación? ¿Ver la tele tumbada en la cama, como una inválida?
—Mira, Dani, dejémoslo donde está. Ya veremos —dijo con suavidad.
Un suspiro de descontento llegó desde la habitación, pero no insistió.
En la cena, Dani habló de sus planes. Quería trabajar en una constructora; tenía experiencia, “manitas de oro”, como decía. El sueldo sería decente; en un mes o dos podría alquilar algo.
—¿Y los estudios? —preguntó Marina—. Tu madre dijo que estabas en la FP.
Dani torció el gesto.
—Lo dejé. Un rollo, todo teoría. Soy más de currar con las manos.
—Qué pena. La formación siempre ayuda.
—Tú tienes título de contable, y ¿cuánto ganas? —se encogió de hombros—. Yo en la obra saco en una semana lo que tú en un mes.
Marina calló. Explicar que su trabajo no era solo por dinero, que le gustaba su profesión, sería inútil. Los jóvenes piensan distinto.
Al día siguiente, se despertó con el ruido de la ducha. Eran las seis y media. Ella solía levantarse a las siete y media, desayunar tranquilamente. Ahora, el sobrino usaba el baño justo cuando ella debía prepararse.
Llamó a la puerta:
—Dani, ¡yo también lo necesito!
—¡Cinco minutillos, tía! —contestó.
Pero cinco minutos se convirtieron en veinte. Cuando salió, Marina tuvo que lavarse a toda prisa y salir casi sin desayunar.
—Hoy estás mustia —comentó su compañera Luisa en el trabajo—. ¿No dormiste?
—Llegó mi sobrino. Se instala —respondió escueta.
—¿Para mucho?
—Dice que hasta que encuentre trabajo y piso.
Luisa movió la cabeza con compasión.
—Ya conozco a esos “inquilinos temporales”. Un primo de mi hermana estuvo año y medio. También “buscando algo”.
Al volver, encontró a Dani en casa. Platos sucios en el fregadero, migas y una lata de fabada vacía sobre la mesa.
—¿Buscaste trabajo? —preguntó, mirando los platos.
—Mañana temprano. Hoy me dolía la cabeza —bostezó—. ¿Qué, no se puede descansar un día?
—Claro que sí. Solo preguntaba.
—Tranquila, enseguida encuentro algo. Mientras, te ayudo en casa. La bombilla del baño está fundida. Lo noté.
Era cierto; llevaba una semana así.
—Gracias —dijo—. Pero antes hay que comprar una.
—Voy ahora. Dame algo de dinero.
Le dio diez euros, aunque la bombilla costaba dos.
—Que me des el cambio.
—Claro —asintió, yéndose a su cuarto.
Volvió con la bombilla, un paquete de tabaco y una bebida energética.
—El cambio —le tendió tres euros.
—¿Y lo demás?
—Me compré cigarros, ¿no? Y algo para el agotamiento. ¿Te molesta?
Marina quiso decir que sí, que no pensaba mantenerlo, pero calló. No valía la pena discutir por un paquete de tabaco.
Cambió la bombilla, aunque refunfuñando por el destornillador y el taburete inestable. Ella lo sostuvo, ignorando sus palabrotas.
—Listo. Ahora hay luz.
—Gracias, Dani.
—No es nada. Dije que echaría una mano.
Cenaron juntos. Dani comió con apetito, elogiando su cocina, contando anécdotas de su ciudad. Marina lo escuchaba, pensando que, en el fondo, no era malAl día siguiente, con la habitación por fin ordenada y el silencio reconfortante de su hogar de vuelta, Marina Esteban respiró hondo y comprendió que a veces decir “no” es la mejor forma de cuidarse a uno mismo y, aunque duela, a quienes queremos.