**Venderemos la casa, pero mamá se viene con nosotros**
Sergio estaba en la cocina con su esposa, Lucía. Ella cocinaba, revolviendo cosas en el horno mientras hablaba sin parar. Sergio, preparándose para ir al trabajo, tomaba su café, mirando por la ventana el sol que empezaba a asomar, intentando sacar algo en claro del parloteo de su amada mujer.
—Sergio, ¿me estás escuchando? —Las uñas de Lucía se clavaron de repente en su hombro.
—¡Claro, mi vida! —contestó él apresuradamente, apartando sus manos. Al fin y al cabo, ella siempre se hacía unas manicuras impecables.
—Entonces, ¿qué te acabo de decir? —Sus ojos brillaron con una fría exigencia.
Sergio suspiró.
—Que otra vez hablabas de vender la casa.
—Exacto. ¿Y por qué?
—Si traemos a mamá a vivir con nosotros, todo será más fácil. Gastaremos menos.
—Pero ¿tú entiendes que allí no hay nada útil para nosotros? No tiene sentido que viva allí, con la pensión que no le alcanza ni para pagar las facturas. ¿Por qué tendríamos que pagar nosotras? ¿Por qué? —El desprecio y la indignación resonaban en la voz de Lucía.
Con sus casi cuarenta años y una claridad pasmosa, sonaba casi siniestra. Aquella voz baja, un tanto ronca, a veces resultaba hipnótica… Ya no era el canto dulce y ligero de antaño, pero aún conservaba algo.
Sergio ya había pasado los cuarenta también, pero estaba acostumbrado a hacer lo que Lucía decía. Hasta ahora, eso nunca le había traído problemas; más bien lo contrario.
—Mamá tiene que vivir en algún sitio —dijo él con desgana.
—Claro. Con nosotros. Y vendemos la casa. Así sacamos dinero, pagamos las deudas y además mejoramos nuestra situación. Y, de paso, será más divertido compartir el día a día, ¿no? —insistió Lucía.
Sergio asintió. Aunque su trabajo como ingeniero en construcción le daba un buen sueldo, nadie rechazaría un extra. Además, la casa estaba a su nombre. Y pagar por un lugar donde no vivía no le hacía gracia.
—Pues haz el anuncio mañana, llama a mamá y dile que empiece a prepararse. Se viene con nosotros y ya encontraremos comprador —Lucía sonrió de pronto, mostrando los dientes, como una depredadora que acaba de localizar a su presa.
***
María empezó el día como siempre. El sol llevaba rato en lo alto cuando la anciana se despertó. Salió al jardín para mirar sus árboles, cuando de repente chirrió su viejo Nokia en el bolsillo.
Las nuevas tecnologías no eran lo suyo. Hasta lo más básico, como enseñarle qué botones pulsar en la lavadora, había requerido que Sergio se lo explicara mil veces. Pero allí, en el pueblo, la vida era tranquila. Como si el tiempo se hubiera detenido. Revistas que le gustaban, vecinos amables, una pensión a los sesenta y cinco… La vida parecía perfecta.
Hasta que escuchó la voz de su hijo al otro lado del teléfono y el corazón se le encogió.
—Hola, mamá. Mira, Lucía y yo hemos hablado y creemos que es hora de vender la casa.
—¿¡Qué!? —María salió al porche y, jadeando, se sentó en el banco.
—¿Qué pasa? No tiene sentido que te pudras en el pueblo. Mejor vives con nosotros. Con el dinero arreglamos nuestras finanzas.
—¿Me propones vivir con vosotros? ¿No os estorbaré? —preguntó María con cautela.
—¡Mamá, por favor! Ni hablar. Te daremos tu habitación y lo que necesites. Viviremos como una gran familia. A ti te irá mejor, no tendrás que apretarte tanto con la pensión. Todo son ventajas.
María empezó a morderse los labios nerviosamente, pero su hijo no aflojaba.
—Ya he puesto el anuncio. Así que haz las maletas, mañana es sábado y voy a buscarte. No cargues mucho, no quiero perder tiempo en viajes.
Así, una vida nueva se presentaba ante María. Su hijo colgó rápidamente, claro, un hombre ocupado. Ella se quedó en el banco, reflexionando. Habían acordado que Sergio pagaría las facturas. Su pensión era humilde, pero ¿cómo iba a imaginar que él lo usaría como excusa y la pondría contra las cuerdas?
No le dieron opción. Con un suspiro, se levantó, masajeándose la espalda dolorida, y entró en la casa, pensando en el jardín lleno de árboles frutales que tanto esfuerzo le había costado… ¡Y que nunca más volvería a ver!
***
Lucía frunció el ceño.
—María, madre mía, no puedo con esos guisos. Ya te dije que no cocinaras así. La cocina huele fatal.
Con gesto molesto, abrió la ventana de un tirón para ventilar. María se quedó paralizada unos segundos.
—¿Y qué se supone que debo hacer? No estoy acostumbrada a cómo cocináis vosotros —contestó—. Necesito comida de verdad.
—Pues haz algo normal. Pasta, con una buena salsa, cosas así. Que podamos comer todos, incluso cuando vengan invitados —Lucía se giró con su sonrisa afilada de siempre.
—¿Me estás diciendo que cocine para un batallón?
—¡Para ti sola si quieres! Pero que no apeste y que se vea presentable, no como esos potajes que haces, llenos de grumos —dijo, mientras olfateaba exageradamente el aire fresco de la ventana.
María, entristecida, se dio media vuelta y se marchó a su habitación. Estaba claro: Lucía buscaba pelea, y esto solo era el principio.
Para sí misma, pensó: “Si esto sigue así, tendré que hacer algo”. La venta de la casa ya le parecía una locura.
Esa misma noche, en la cena, con una deliciosa lasaña preparada por María, el teléfono de Sergio sonó.
—¿Sí? ¿Quieren ver la casa? Este fin de semana, perfecto. ¿Directamente para comprar? Genial, aunque es mejor que la vean antes.
—¿Tan rápido encontraron comprador? —María abrió los ojos asombrada.
—Claro, el precio no es alto. No queremos lucrarnos, y además hay que hacer reformas. La casa lleva años sin mantenimiento —se encogió de hombros.
—¿Y tú, Sergio? —María lo miró con firmeza.
—¿Qué pasa con Sergio? ¿Es que ya no sabes resolver tus asuntos? —intervino Lucía—. María, deberías pensar menos en reformas y más en legados para tus nietos.
—¿Tengo nietos? —replicó María con sorna.
Lucía se quedó muda y clavó la mirada en la pared.
—No, porque las condiciones nunca fueron las adecuadas —refunfuñó.
—¿Una casa de tres habitaciones no es adecuada? —María se sorprendió—. ¡Cuando nació Sergio no teníamos ni un cuarto propio en el piso compartido! Todo lo conseguí sola. ¡Hasta esta casa, que os cedí y puse a vuestro nombre!
—Los tiempos han cambiado. Ahora los niños requieren más cuidados y mejores condiciones —replicó Lucía.
—Da igual, mamá. No podrías seguir viviendo allí sola. No tienes ayuda, y yo no podría ir siempre —remató Sergio con tono definitivo.
La conversación terminó ahí.
***
María no lograba adaptarse. Primero los olores, ahora los muebles. Lucía adoraba el diseño moderno: cristal, piedra en la cocina, mesas de vidrio, baldosas negras en el suelo… Colores fríos que ahogaban el ambiente.
Echaba de menos sus viejos empapelados, alegres y cálidos. Cada habitación tenía un colorAños después, con Sergio arrepentido y solo, María vivía feliz en un pequeño apartamento cerca del mar, recordando con cariño su casa en el pueblo y sonriendo al pensar que, al final, la vida le había dado una segunda oportunidad para ser libre.







