Transformada en extraña

**Diario de un hombre**

Ana estaba junto a la ventana, observando cómo su hija Marta cargaba las últimas cajas en el coche. La joven iba de un lado a otro, reorganizando bolsas, explicándole algo a su marido. Ya tenía treinta y un años, una mujer adulta, pero su madre aún la veía como aquella niña pequeña que se aferraba a su falda y temía quedarse sola.

—Mamá, ¿estás lista? —gritó Marta desde el patio—. ¡Es hora de irnos!

Ana tomó su bolso con lo indispensable del alféizar y caminó lentamente hacia la puerta. En el recibidor, las fotos decoraban la cómoda: la boda de su hija, el cumpleaños de la nieta Lucía, las vacaciones familiares en la costa. Una vida cotidiana que ahora parecía tan lejana.

—Voy ya —respondió, cerrando la puerta con llave.

El coche esperaba con el maletero abierto. El marido de Marta, Javier, fumaba junto al portal y miraba el reloj con impaciencia.

—Hola, Ana María —asintió él con formalidad—. ¿Todo bien?

—Bien, gracias —contestó ella, breve.

Javier siempre la trataba con esa distancia, aunque llevaban ocho años de conocerse. No era mala persona, solo… frío. Ana nunca se había sentido cómoda con él.

—Siéntate atrás, mamá —Marta abrió la puerta trasera—. Es más cómodo.

El trayecto fue en silencio. Ana observaba por la ventana las calles conocidas, que poco a poco se convertían en barrios ajenos. Mudarse con su hija parecía la decisión correcta. Después de la muerte de su esposo, vivir sola se hizo difícil, y su salud ya no era la misma. Además, estaba Lucía; podía ayudar con la niña.

—Aquí estamos —anunció Marta cuando el coche se detuvo frente a un edificio moderno—. Nuestra casa.

El piso era amplio y luminoso. Salón grande, cocina independiente, tres habitaciones. Marta le mostraba con orgullo la reforma, los muebles nuevos, los electrodomésticos.

—Y esta es tu habitación, mamá —abrió la puerta de la más pequeña—. La preparé especialmente para ti.

Todo estaba impecable, pero impersonal. Una cama individual, un armario, un escritorio junto a la ventana. Todo nuevo, todo ajeno.

—Gracias, hija —Ana dejó el bolso sobre la cama—. Muy bonito.

—Mamá, ¿dónde está Lucía? —preguntó, mirando alrededor.

—Se quedó en casa de una amiga hoy. Mañana la traigo para que por fin os conozcáis bien.

Ana asintió. Solo había visto a Lucía un puñado de veces: en su cumpleaños, en Navidad. Marta casi nunca visitaba, siempre ocupada con el trabajo, la casa, su marido.

Por la noche, tomaban té en la cocina. Javier revisaba su tablet, Marta hablaba de los vecinos, de las tiendas cercanas.

—Mamá, te va a gustar vivir aquí —decía—. El barrio es tranquilo, la gente educada. Hay parque infantil en la plaza y el ambulatorio está cerca.

—Sí, es un buen sitio —convino Ana.

—Y además, me ayudarás con Lucía. La cuesta es cara, y el colegio no empieza hasta septiembre.

Javier alzó la vista.

—Marta, habíamos acordado que tu madre tendría su independencia. No la cargues con responsabilidades.

—¿Qué carga? —se defendió ella—. Cuidar a su nieta es una alegría, no un trabajo.

—Claro que ayudaré —intervino Ana—. No he venido para quedarme de brazos cruzados.

Javier se encogió de hombros y volvió a su tablet.

A la mañana siguiente, Marta trajo a Lucía. La niña, de cuatro años, era inquieta y charlatana, el vivo retrato de su madre a esa edad.

—Lucía, esta es la abuela Ana —presentó Marta—. Vivirá con nosotras ahora.

—Hola, abuela —dijo la niña con educación, pero sin soltarse de la mano de su madre.

—Hola, cariño —Ana se agachó a su altura—. ¡Qué guapa eres!

—Mamá, ¿por qué la abuela está en mi cuarto de los juguetes?

Marta se ruborizó.

—Lucía, ahora es el cuarto de la abuela. Tus juguetes los pondremos en tu habitación.

—¡Pero ahí ya no caben! ¿Dónde voy a hacer mis castillos?

—Bueno, ya pensaremos algo —Marta la tomó en brazos—. No te preocupes.

Ana comprendió que había ocupado un espacio que Lucía consideraba suyo. Una punzada de culpa le atravesó el pecho.

—Podría dormir en el salón —propuso—. En el sofá.

—¡No digas eso, mamá! —protestó Marta—. Ahora vives aquí, tienes que tener tu espacio.

Pero, durante el día, Lucía no dejaba de mirar la puerta cerrada de la habitación de su abuela con cierta tristeza.

Los días pasaban. Marta salía a trabajar, Javier también, a menudo hasta tarde. Ana se quedaba con Lucía. La niña se acostumbraba a ella, pero sin verdadera cercanía. Eran educadas la una con la otra, como extrañas.

—Lucía, ¿quieres que te cuente un cuento? —ofrecía Ana.

—No. Mamá me lee libros con dibujos.

—¿O prefieres hacer galletas juntas?

—Mamá compra las de la tienda. Dice que son más sanas.

Cada rechazo dolía. Ana quería ser útil, quería cuidar a su nieta, pero Lucía parecía negarle la entrada a su mundo.

Por las noches, durante la cena, las conversaciones giraban en torno al trabajo, los planes del fin de semana, amigos que Ana no conocía.

—¿Cómo le fue a Sandra? —preguntaba Javier.

—Bien, le dieron un ascenso. Nos invita el sábado a su casa en la sierra.

—Vamos. ¿Llevamos a Lucía?

—Claro. Le encanta jugar con los niños.

Ana callaba, consciente de que no la incluían en esos planes. Era como un mueble: presente, pero ajena a la vida familiar.

—Quizá me quede en casa —dijo con cautela—. Id vosotros.

—¿Por qué? —Marta frunció el ceño—. Ven con nosotros. Conocerás a nuestros amigos.

—No, hija. ¿Qué voy a hacer ahí? Jóvenes divirtiéndose, y yo como un mueble más.

—Mamá, ¿qué dices? ¡No eres ningún mueble!

Pero Ana notó el suspiro de alivio de Javier. Él, claramente, no quería llevar a su suegra.

El sábado, se fueron a la sierra, y Ana se quedó sola en aquel piso ajeno. Caminó por las habitaciones vacías, sin saber qué hacer. En su casa, siempre había algo: regar las plantas, charlar con la vecina, ir a la tienda de la esquina, donde los dependientes la conocían.

Aquí todo era extraño. Hasta el té sabía distinto.

Intentó ver la televisión, pero los canales estaban llenos de programas que no le interesaban. Tomó un libro, pero no lograba concentrarse.

Por la noche, volvieron bronceados y contentos.

—¿Qué tal, mamá? —preguntó Marta, colgando los bañadores húmedos—. ¿Te aburriste?

—No, todo bien. Descansé.

—Me alegro. ¡Nos lo pasamos genial! Lucía nadó en el río, hicimos barbacoa…

Lucía corrió hacia su abuela, mostrándole las piedras que había recogido.

—Mira, abuela, ¡qué bonitas!

—Sí, preciosas —asintió Ana—. ¿DóAna sonrió mientras acariciaba las piedras, pero en su corazón sabía que, aunque el amor por su familia seguía intacto, su lugar ya no estaba allí, sino en el calor de su propio hogar, donde cada objeto, cada recuerdo y cada silencio la reconocía como suya.

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