Lucía se quedó helada al escuchar las palabras de su suegra. Sus dedos se abrieron sin querer y la bandeja se estrelló contra el suelo de la terraza con un estruendo. Los trozos de cristal saltaron dispersos por todas partes.
Jorge y María Antonia se giraron bruscamente. El susto en el rostro de la suegra pronto se transformó en fingida preocupación.
—¡Cariño! —exclamó, levantándose de un salto—. ¿No te has cortado? ¡Déjame ayudarte!
—No se acerque —dijo Lucía, extendiendo una mano—. Lo he oído todo.
Dirigió una mirada ardiente hacia su marido. Jorge estaba sentado, con los hombros caídos, la cabeza gacha y los dedos inquietos jugueteando con el mantel.
—Jorge —la voz de Lucía temblaba de tensión—, ¿tienes algo que decirme?
—¡Lucita, lo has entendido mal! —balbuceó María Antonia—. Solo estábamos comentando…
—No estoy hablando con usted —la interrumpió Lucía con aspereza—. ¿Jorge?
Un silencio pesado llenó el aire.
—Hijo —volvió a hablar María Antonia, acercándose a Jorge y posando una mano en su hombro—, ¿no vas a abandonar a tu madre, verdad?
Jorge levantó la cabeza lentamente. Sus ojos se encontraron con los de Lucía, reflejando dolor y profunda vergüenza.
—Mamá —dijo con voz suave pero firme—, te quiero. Eres mi madre y siempre cuidaré de ti.
María Antonia esbozó una sonrisa triunfal, lanzando una mirada de superioridad hacia su nuera. Pero Jorge se puso de pie y continuó:
—Pero a Lucía la amo más. Y no haré nada que le lastime o le cause daño.
La sonrisa se desvaneció del rostro de María Antonia.
—¿Qué estás diciendo, hijo? —susurró.
—Que deberías recoger tus cosas e irte —respondió Jorge con firmeza—. Y no volver hasta que no te disculpes con Lucía y entiendas que no hay nada más importante que la familia que he formado con ella.
—¿Familia? —los ojos de María Antonia se abrieron enfurecidos—. ¡Entonces, ¿qué soy yo? ¡Yo, que te di a luz y te crié!
—Mamá —Jorge negó con la cabeza—, intentaste que engañara a mi propia esposa y le quitara su casa. Y no es la primera vez que me manipulas.
—¡Ella te ha cambiado! —gritó María Antonia, señalando a Lucía—. ¡Te ha alejado de tu madre! ¡Maldita seas!
—Basta —elevó la voz Jorge, y su madre calló de inmediato—. No voy a escuchar más. O te disculpas o te vas ahora mismo.
Sus labios temblaban.
—¿La eliges a ella? —musitó—. ¿Me echas a la calle?
—Tienes tu propia casa, mamá —dijo Jorge, exhausto—. Y seguiré ayudándote económicamente, como siempre. Pero tu presencia aquí no es bienvenida.
Con un sollozo, su madre entró corriendo en la casa y, al poco, se oyó el portazo. Lucía y Jorge se quedaron solos en la terraza, entre los cristales rotos.
—Perdóname —susurró Jorge, acercándose a su esposa—. No debí guardar silencio. Ni siquiera debí escucharla.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Lucía en voz baja—. Estabas hecho un manojo de nervios.
—Quería que hablara contigo para vender la casa —confesó Jorge—. Decía que se sentía sola, que esta casa era demasiado grande para nosotros. No sabía cómo empezar la conversación. Luego vino y me presionó, diciendo que si no aceptabas, tendríamos que actuar… de otra manera.
—¿De verdad me elegiste a mí y no a ella? —preguntó Lucía, mirándolo fijamente.
—La quiero —respondió Jorge con sencillez—. Pero lo que proponía no era amor, era egoísmo. No voy a participar en eso.
Lucía dio un paso hacia su marido y se dejó abrazar.
A la mañana siguiente, María Antonia se marchó sin despedirse. Pero la paz no regresó: empezaron las llamadas interminables.
—Mamá, no voy a cambiar de opinión —repetía Jorge con firmeza al teléfono—. No te estoy abandonando. Pero tampoco abandonaré a Lucía.
Poco a poco, las llamadas cesaron. Jorge se mantuvo firme. Una tarde, mientras tomaban té en la terraza, él sonrió —por primera vez en mucho tiempo, con sinceridad y calma.
—Sabes —dijo, mirando a Lucía—, creo que lo hemos superado.
Ella asintió, apretando su mano entre las suyas. La casa volvía a ser su refugio, su fortaleza.
A veces, elegir el amor verdadero exige valentía, pero al final, siempre vale la pena proteger lo que realmente importa.