La nevada era terrible. Las calles, completamente cubiertas, imposibles de transitar. La puerta del portal no se abría: bloqueada por tres metros de nieve, ni siquiera había forma de cavar para salir. Al fin y al cabo, no era una ciudad del norte, y las casas no estaban preparadas para estos embates de la naturaleza. En definitiva, un auténtico desastre, sin exagerar.
Y esa misma noche, el padre de Lucía se estaba muriendo.
Un ictus. Ni ambulancias ni equipos de rescate para ayudar. Solo ella, una joven neuróloga, y un pequeño botiquín con medicinas e instrumental en casa.
Su padre había caído en la cocina, mientras ponía la tetera al fuego. Lucía no vio cómo ocurrió, pero diagnosticar un ictus era tarea para estudiantes de primer año. Para ella no fue difícil reconocer la apoplejía y entender que, fuera de un hospital, su padre no aguantaría hasta la mañana.
Llamó a todos los números que pudo, incluso a la policía. La respuesta siempre fue la misma: «Hemos registrado su aviso. Nuestros equipos acudirán en cuanto sea posible».
Nadie vendría a ayudarla, eso estaba claro. Pero no se habría perdonado no intentarlo todo. Con esfuerzo, arrastró a su padre hasta la cama, mientras él apenas gemía, completamente paralizado. Anticoagulantes, no. Aspirina, entonces, seguida de prednisona intravenosa para el edema cerebral. Le tomó la tensión: baja. Nada de bisoprolol.
Solo quedaba esperar. Lucía actuaba como una máquina, siguiendo protocolos, como si estuviera en un manual. Sin emociones, solo un vacío interno.
Luego, para colmo, se fue la luz. El piso se volvió oscuro, opresivo. Como si los muebles hubieran crecido y el aire se espesara hasta volverse jarabe. Los sonidos se agudizaron. Su padre respiraba, con un ronquido constante pero estable. Sin quejidos— ya era algo. Lucía, en cambio, parecía no respirar.
«Ojalá amanezca», susurró, solo para escuchar su propia voz, para comprobar que aún vivía.
En ese mismo instante, alguien golpeó la puerta con fuerza.
Lucía sintió miedo y alivio a la vez. ¡Había llegado ayuda, nadie más llamaría así! Corrió hacia la entrada, tropezando con todo a su paso. Tocó el cerrojo, abrió. Una luz blanca y cegadora de una linterna la deslumbró.
«Hola», dijo una voz masculina al otro lado, desagradablemente familiar.
Era solo su vecino. Un tipo odioso llamado Álvaro, víctima de un infantilismo exasperante. No lo soportaba. Un hombre de cuarenta años que parecía un adolescente descontrolado. Un irresponsable que podía pasar meses desaliñado como un salvaje y luego afeitarse la cabeza en cresta y teñirse el pelo de verde fluorescente. Podía pelearse con el guardia urbano, podía hacer mil locuras. Podía no trabajar nunca. Y aún así, vivir.
Para ella, que había dedicado su infancia y juventud a apuntes y dibujos de intestinos, huesos y cráneos, su forma de vivir resultaba ofensiva. Gente como él no debía existir en una sociedad normal.
Lucía intentó cerrarle la puerta, pero Álvaro metió el pie con descaro. Una invasión casi delictiva.
«¿Está todo bien?», preguntó él.
«Quita el pie», contestó ella, seria.
Le tenía miedo, y cada vez que coincidían, evitaba todo contacto.
«Vale», dijo, retirando el pie y bajando la linterna. «Es solo que pensé que quizá necesitara ayuda».
«No la suya».
«O sea que sí la necesita», demostró perspicacia Álvaro. «¿Tiene agua? ¿Ha guardado agua?».
«¡Por Dios, en la tetera! Y si no, ¡del grifo!», se indignó, intentando cerrar de nuevo.
¡Qué descaro! Pero esta vez, Álvaro no metió el pie. En su lugar, dejó en el umbral una garrafa de cinco litros. Después, se marchó a su piso. Justo al lado. Separados por una pared que no amortiguaba sus gritos borrachos, sus desafinadas guitarras o sus torpes intentos con la armónica.
«Un cerdo insufrible», murmuró Lucía.
Pero luego reflexionó. Fue a la cocina. Efectivamente: los grifos solo emitieron un quejido vacío. La garrafa seguía allí, en la frontera entre su casa y el mundo exterior.
Minutos después, Álvaro volvió con pilas y otra linterna. Algo en lo que ella, la médica, ni siquiera había pensado. A pesar de que habría sido su papel salvar a los demás, al menos en el edificio.
«Me dan ganas de mandarlo a paseo», confesó Lucía cuando él le entregó la linterna cargada.
«Hágalo», se encogió de hombros Álvaro. «Pero dígame: ¿cómo está su padre?».
«¿Han bebido juntos o qué? ¿Por qué le importa?».
«No he bebido con él. ¿Cómo está?», preguntó directo y firme.
«Ictus…», escapó de los labios de Lucía. «Necesito una ambulancia…».
Álvaro giró sobre los talones de sus chanclas gastadas y desapareció tras su puerta desconchada. Lucía se quedó sola. Con su padre agonizando. Con la garrafa y la linterna.
«Es un cerdo, papá. De verdad, un cerdo. Un borracho de barrio… como los que tú mismo arrestaste a montones…».
La linterna, por cierto, fue una bendición. Pudo tomarle la tensión, encontrar glucosa en su botiquín y colocar un gotero. Intentó calentar agua— ¡imposible! ¡Hasta el gas se había cortado!
Quería llorar. Ella, una neuróloga titulada, no podía salvar a la única persona que le importaba. ¿Y todo por culpa de la nieve? ¿De qué servían entonces los años de estudio, las guardias? Nunca se había sentido tan inútil.
Entonces, Álvaro reapareció.
«Se lo ve mal, Lucía. Reconozco la desgracia, créame». Iba vestido con algo grueso, polar, como los exploradores árticos en viejas fotos. En sus manos, llevaba una bolsa repleta de ropa abrigada: mangas gruesas y calcetines de lana sobresalían.
«No le creo. Pero pase», cedió Lucía.
«Rechazo la invitación», dijo él al entrar. «Pero podemos llevar a su padre», explicó. «Usted es médica, lo cuidará. Yo soy alguien que, más o menos, sabe caminar en la nieve. Su padre es un luchador. Entre los tres, lo lograremos».
Abrió la bolsa. Sacó un grueso saco de dormir…
«Aquí meta al tío Miguel… Miguel Ángel…», Álvaro se ruborizó como un adolescente. «A su padre…», terminó diciendo. «¿Tiene férulas?».
«Sí. Se las pondré», contestó ella, seca y profesional, sorprendida de su propia eficiencia. Como en el hospital, cuando llegaban urgencias y faltaban manos.
«Entonces, primero férulas, luego el saco», ordenó Álvaro.
Lucía no estaba acostumbrada a recibir órdenes. Normalmente, ella mandaba. Pero ahora no necesitaba razones. Necesitaba ayuda, esperanza, compañía. Y, de pronto, el peor tipo le estaba dando todo eso.
«¿Qué es exactamente lo que lograremos?», preguntó, ajustando la férula cervical a su padre.
«El hospital está a kilómetro y medio», explicó Álvaro. «Si la montaña no va a Mahoma por la nieve…».
«¿Quiere decir que iremos al hospital… ¡a pie, entre la nieve!?», exclamó Lucía.
«Sí. En su medicina no enseñanAl final, mientras atravesaban juntos la noche helada, Lucía comprendió que las personas más inesperadas podían convertirse en héroes cuando más se necesitaban, y que, a veces, la vida se sostenía por los lazos más frágiles e incomprensibles.