Los visitantes se fueron, pero el rencor quedó.

Los invitados se habían ido, pero el malestar persistía.

—¡Mamá, pero qué cosas dices! —Rebeca arrojó un plato sucio al fregadero con tanta fuerza que resonó contra el metal—. ¿Qué dices de que soy una desagradecida? ¿Por qué debería darte las gracias, exactamente?

—¡Porque lo he dado todo por ti! ¡Por aguantar a tu padre todos estos años por vosotras! ¡Por privarme de todo con tal de que estudiaseis y vistieseis decentemente! —Isabel Martín se plantó en medio de la cocina, el rostro enrojecido de indignación, apretando con fuerza el trapo de cocina entre sus manos.

—¡Basta, mamá! ¡Los invitados acaban de irse y ya estás encima de mí! ¿Qué he hecho mal? ¿No he atendido bien a tus amigas? ¿No he puesto la mesa? ¿No he preparado el postre?

—¡Exacto, no has hecho nada! —Isabel giró y comenzó a fregar las tazas con furia—. Te quedaste como una puta estatua cuando Valeria hablaba de sus nietos. Ni una palabra cuando Luisa preguntó cómo le iba a Adrián. ¡Ni siquiera un “gracias” cuando te halagaban!

Rebeca se masajeó las sienes. La cabeza le explotaba después de tres horas de tertulia con las amigas de su madre. Los eternos interrogatorios, las comparaciones, los consejos sobre cómo vivir “correctamente”. La perpetua insatisfacción con todo y todos.

—Mamá, tengo treinta y cinco años. Soy una mujer adulta. No estoy obligada a sonreír y asentir cada minuto.

—¡Adultas, las de mi época! —bufó la madre—. Una mujer adulta vive sola, por cierto. No se queda colgada del cuello de su madre hasta los cuarenta.

—¡Tengo treinta y cinco, no cuarenta! ¡Y no me cuelgo de ti! ¡Pago la luz, compro la comida, limpio y cocino!

—¡Cocinar! —Isabel se volvió, y en sus ojos bailaba la rabia—. ¿Qué cocinas? ¿Macarrones con salchichas? ¿Y quién ha hecho hoy el cocido? ¿Quién ha preparado las croquetas? ¿Quién ha limpiado toda la casa antes de que llegaran?

Rebeca se dejó caer en una silla. La energía la abandonaba. Esas quejas infinitas, los reproches, la obsesión por demostrar que tenía razón, la agotaban más que cualquier jornada laboral.

—Vale, mamá. Soy una mala hija. ¿Qué más querías oír?

—¡Quería oír un “gracias”! —Isabel golpeó la mesa con la palma—. Un simple “gracias, mamá, por acogerme en tu casa, por no echarme cuando mi marido me dejó”. “Gracias por ayudarme con Adrián, por llevarle al médico, por recogerle del colegio”. ¡Pero no! ¡Tú crees que es mi obligación!

Rebeca sintió un nudo en la garganta. Sí, su madre la ayudaba con su hijo. Sí, llevaba tres años viviendo en su piso desde el divorcio. ¿Pero acaso no se esforzaba por compensarlo? ¿No trabajaba en dos empleos para aportar al hogar?

—Mamá, te lo agradezco cada día. Quizá no con palabras, pero con hechos. No te pido dinero, me gano el mío. Ayudo en casa.

—¡Ayudas! —la madre se sentó frente a ella, aún aferrándose al trapo—. ¿Sabes lo que ha dicho hoy Valeria? Que su Elena ha encontrado un nuevo novio. Un hombre bueno, con dinero. Y que les ha ofrecido mudarse con él. ¿Y tú? Tres años sola, yéndote y viniendo del trabajo como un péndulo. Ni rastro de vida personal.

—¿Y qué tiene que ver eso? —Rebeca levantó la voz—. ¡No puedo pedir un hombre a domicilio! Si encuentro a alguien digno, me casaré. Si no, seguiré sola.

—¡Sola! —Isabel se levantó y comenzó a pasear por la cocina—. ¿Y yo qué, soy inmortal? Tengo setenta y dos años. ¿Cuánto me queda? Y tú te quedarás completamente sola, con un niño que criarte.

—Adrián no es un bebé, tiene trece años.

—¡Trece! ¡La edad más difícil! Necesita un padre, una figura masculina. ¿Y qué ve? Una madre que trabaja de sol a sol y una abuela que lo cría.

Rebeca se levantó. La conversación tomaba el rumbo habitual. Su madre empezaría a enumerar sus errores, sus fracasos, sus equivocaciones. Otra vez.

—Mamá, me voy a mi cuarto. Mañana madrugo.

—¡Claro, vete! —le gritó Isabel—. ¡Como siempre, cuando la cosa se pone seria! ¡Huyes y te escondes!

Rebeca se detuvo en la puerta. Algo en las palabras de su madre le escoció. Quizá porque había algo de verdad.

—No huyo, mamá. Solo estoy cansada de estas conversaciones. Nunca estás contenta. Haga lo que haga, nunca es suficiente.

—¡Para nada! —Isabel se acercó—. ¿Qué es suficiente, dime? ¿Puedes explicar por qué con treinta y cinco vives con tu madre? ¿Por qué no tienes tu propia casa, tu propia familia? ¿Por qué mi nieto crece sin padre?

—¡Porque así ha sido la vida! —estalló Rebeca—. ¡No todos nacen con un pan bajo el brazo! ¡Tenía que sacar adelante a mi hijo, trabajar, no andar persiguiendo hombres!

—¡Persiguiendo hombres! —la madre ahogó un grito—. ¿Así llamas a intentar tener una vida?

—¡Mamá, basta! —Rebeca giró y marchó hacia su habitación. Tras ella, la voz airada de su madre siguió resonando, aunque ya no distinguía las palabras.

Cerró la puerta y se apoyó contra ella. La habitación estaba en silencio. Adrián hacía los deberes frente a la ventana. Al oírla, se volvió.

—Mamá, ¿otra vez discutiendo con la abuela?

—No discutíamos, cariño. Solo hablábamos.

Adrián la miró con escepticismo. Con trece años, ya entendía más de lo que parecía.

—La he oído gritar. Y tú también.

Rebeca se acercó y le acarició el pelo. Oscuro, como el suyo. Los ojos grises, heredados de su padre. Alto para su edad, delgado, listo. Demasiado maduro.

—Los adultos a veces no se entienden. Pero eso no significa que no nos queramos.

—¿Y por qué os peleáis?

Rebeca se sentó en la cama. ¿Cómo explicarle algo que ni ella misma comprendía? Ese resentimiento, esa culpa, esa insatisfacción eterna.

—La abuela cree que no soy una buena hija. Y yo creo que hago todo lo que puedo.

—Pues yo creo que sí eres buena —dijo Adrián con seriedad—. Trabajas para mantenernos. Me ayudas con los deberes. Cocinas bien. No gritas como otras madres.

—Gracias, cielo. —Rebeca contuvo las lágrimas—. ¿Y qué te han parecido las invitadas?

Adrián torció el gesto.

—No paraban de hablar de lo maravillosos que son sus nietos. Luego empezaron a preguntar por qué no tienes novio. La abuela se puso triste.

—¿Triste?

—Sí. Cuando la señora Valeria dijo que su hija se había casado bien, la abuela se puso colorada y empezó a decir lo buena que eres. Y ellas pusieron cara de… ya sabes.

Rebeca suspiró. El problema no había sido solo su comportamiento. Su madre se había sentido incómoda, avergonzada ante sus amigas.

—Adrián, ¿echas de menos a tu padre?

El chico tardó en responder.

—A veces. Cuando tengo queEl chico tardó en responder. —A veces. Cuando tengo que cargar algo pesado o cuando mis amigos hablan de ir de pesca con sus padres, pero sé que él no va a volver, y tú siempre estás ahí para lo que necesito.

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MagistrUm
Los visitantes se fueron, pero el rencor quedó.