—¿Me dejaste a tu hija? —Valentina sintió un escalofrío de horror recorrerle la espalda—. No, no puede ser. Volverá.
Valentina regresó del trabajo y encontró una nota breve de su hija sobre la mesa. Su relación con Natalia había sido complicada, pero nunca imaginó que se escaparía así de casa. Releyó el papel una y otra vez, lo memorizó, pero seguía sintiendo que había pasado por alto algo importante, que no lo entendía del todo.
Aquella noche, el sueño le fue esquivo. La almohada le parecía demasiado dura, la manta pesada, el calor sofocante. Lloró en silencio, mantuvo conversaciones imaginarias con Natalia, recordó cada pelea, cada risa compartida…
Agotada, se levantó, encendió la lámpara de la mesilla y se sentó. La nota, ya arrugada de tanto manipularla, descansaba sobre sus papeles del trabajo.
La leyó por centésima vez. No, no había malinterpretado nada. Casi podía escuchar la voz irritada de su hija reprochándole.
«Estoy harta de tu control… Eres demasiado estricta… Quiero vivir mi vida. Soy adulta… Sabía que no me dejarías ir, por eso me fui. Estoy bien. No estoy sola. No me busques. No volveré…»
Sin saludo, sin despedida. —¿Y qué pasa conmigo? —murmuró Valentina, como si Natalia pudiera oírla—. ¿Y si me pasa algo? Ni siquiera sabrías dónde avisar. ¿Te importa tan poco lo que me ocurra?
Quizás Natalia tenía sus razones. Pero ella, como madre, solo quería que estudiara, que tuviera un futuro estable, que ningún arrebato o embarazo inesperado truncara sus oportunidades. ¿Acaso había madres que lo permitían todo?
Valentina misma se había casado siendo estudiante. Recordaba cómo el amor y la pasión se desvanecieron bajo el peso de la pobreza, las estrecheces de una residencia universitaria, el cansancio acumulado.
Y cuando nació Natalia, todo empeoró. Ella y su marido, igual de joven e inexperto, dejaron de entenderse. Quizás su madre tenía razón… ¿Debería haber abortado? Pero Valentina creyó que el amor lo superaría todo. Ingenua.
Tres meses después, se separaron. Valentina suspendió sus estudios y volvió con sus padres. Su madre, aunque antes abogó por el aborto, adoró a su nieta desde el primer día. Cuidó de Natalia mientras Valentina terminaba la carrera. Y la malcrió. Terriblemente.
Mientras sus padres vivieron, Valentina no sufrió penurias. Su madre siempre estaba ahí, su hija, vigilada. Tras graduarse, trabajó dos años como profesora de inglés antes de dedicarse a la traducción.
Pero el amor nunca llegó. Su madre le decía que buscase un hombre maduro, estable. Pero solo encontró casados que querían amantes o divorciados arruinados. No quiso arriesgarse.
Cuando sus padres murieron, solo le quedó Natalia. Le dedicó su vida. Pero a Natalia, criada sin límites, le parecía demasiado estricta. Soñaba con libertad, no con estudios. Y ese día, se marchó.
—Esperaré. ¿Qué más puedo hacer? Algún día volverás. Soy tu madre, te quiero y te perdonaré. Solo deseó que no te pase nada… —Valentina apagó la luz y se acostó. Dio vueltas media hora antes de caer en un sueño inquieto.
Pasó meses sin aceptar su partida, saltando ante cada llamada, cada ruido en el portal. Además de su trabajo de oficina, aceptó traducciones freelance. Dormía poco. Así no tenía tiempo para lamentarse. Se repetía que Natalia estaba bien.
Un año y medio después, el timbre la sobresaltó. Dejó las gafas, frotó sus ojos cansados. El timbre sonó de nuevo.
Al abrir, allí estaba Natalia. Más delgada, más avejentada. Valentina gritó y corrió hacia ella.
—¡Natalia! Por fin. Te he esperado tanto.
Pero se detuvo al ver su mirada fría. Al entrar, notó el bulto en sus brazos.
—¿Es tuyo? —Valentina tomó a la niña—. ¿Una niña? —sonrió—. La llevaré dentro. Tú, descálzate.
Dejó a la pequeña dormida en el sofá, admirando sus pestañas, sus labios. Un portazo la sobresaltó. Natalia se había ido.
Solo quedaba una bolsa junto a la puerta. Valentina corrió al balcón, pero Natalia ya no estaba.
—Natalia… —susurró.
Regresó junto a la niña. Durmiendo, ajena al drama.
—¿Me la dejó? —El pánico la abrasó—. No, no es posible. Volverá. ¡La bolsa! —Revisó el interior. Solo ropa de bebé.
La niña se removió, lloró. Valentina la cambió, murmurando que su mamá volvería.
En un bolsillo, halló documentos. La realidad le golpeó: Natalia la abandonaba con su hija.
La niña se llamaba Irene, Irene Leonor Tirado. ¿Significaba que Natalia nunca se casó? O quizás inventó el apellido.
Encontró otra nota. «Que se quede contigo un tiempo». Nada más.
Valentina preparó un biberón con la leche en polvo que dejó. Sus traducciones, olvidadas.
Empezó una nueva vida. Trabajó desde casa para cuidar a Irene. Agotadora, pero llena de propósito.
A los tres años, la inscribió en la guardería, mintiendo sobre viajes laborales de su madre.
Irene creció seria, reflexiva. Valentina se preguntaba si Natalia fue así. No. A Natalia le gustaba la calle, no los libros.
Una primavera, de camino a casa, una voz la paralizó.
—Mamá.
Natalia estaba allí. Rubia, elegante, perfumada. Valentina dejó caer las llaves.
Irene las recogió, escondiéndose tras Valentina.
—Al fin volviste. Y sé por qué —abrió la puerta, empujando suavemente a Irene dentro—.
Subieron en silencio.
—¿No te alegras? —desafió Natalia.
—Te esperé años. Ahora… veo que te va bien.
—Vivo en Madrid. Casada. No creerás que olvidé a…
Ambas miraron a Irene.
—Ve a cambiarte —dijo Valentina.
—Irene, soy tu mamá —la interrumpió Natalia, intentando abrazarla. Pero Irene se escondió tras Valentina y huyó.
—¿Por qué tan brusco? Necesita tiempo —reprendió Valentina.
—Siempre sabes qué hacer —Natalia rió, pero sus ojos estaban tristes.
—¿No por eso me la dejaste?
—Vine por ella. En cuanto arregle los papeles, nos iremos.
La cena fue incómoda. Natalia hablaba de su casa, su piscina.
—Mi marido no sabía de Irene. Cuando lo supo, me obligó a traerla.
—¿Y por quien te fuiste? —preguntó Valentina.
—Él me abandonó. Por eso te traje a Irene. Sabía que me obligarías a quedarme.
—¿Fui mala madre para ti, pero buena abuela?
—Lo siento. Pero es mi hija.
—¿Y yo? ¿Pensaste en mí? Irene es todo para mí.
Los reproches continuaron, pero Valentina intentó reconciliarse. Por Irene.
El día de la partida llegó.
—¿Vendrá Vali con nosotras? —preguntó Irene.
—No. Pero podrás visitarla.
—Entonces no voy.
Ni siquiera Valentina la convenció. Esperó que Natalia la invitase. Habría dejado todo.
Pero Natalia se fue sola. Amenazó con volver porOcho años después, cuando la vida volvió a golpear a Natalia, regresó sin riquezas ni marido, y esta vez, fue Valentina quien le tendió la mano en silencio, porque al final, solo el amor entre madre e hija perduró más que todas las heridas.