Si hubiera sabido que acabaría así…
El autobús saltaba sobre los baches. El conductor maldecía, esquivando los charcos, a veces incluso invadía el carril contrario. No iba mucha gente, era día laboral.
Santiago miraba por la ventana la nieve negra y derretida. Pronto desaparecería por completo, y el verano estaría a la vuelta de la esquina. En otro bache, el autobús dio un brinco, y el conductor volvió a soltar un improperio.
—Así se quedará sin ruedas.
Por fin, apareció la verja del cementerio, tras la cual se alineaban las lápidas.
Cada vez que venía, Santiago sentía ese peso de inevitabilidad, la fugacidad de la vida. Pensar que algún día descansaría allí le resultaba insoportable. No venía por voluntad, sino por obligación. Era lo correcto: visitar a los seres queridos en fechas señaladas. Le remordía la conciencia por sus pensamientos, y suspiró hondo.
El autobús se detuvo ante la entrada. Las puertas se abrieron con estruendo, y los pasajeros bajaron, estirando las piernas. Todos se dirigieron hacia los puestos de flores artificiales alineados junto a la verja. Santiago caminó lentamente, buscando flores frescas. El brillo artificial de los pétalos encerados le mareaba. Al final, vio a una mujer con un cubo de claveles rojos.
Compró cuatro y entró al cementerio. Los caminos estaban encharcados. Intentó esquivarlos, pero bajo la nieve blanda también había agua. Se arrepintió de llevar las botas viejas.
Casi al borde del bosque, giró a la izquierda. Encontró la tumba de su esposa por la cruz. «Debería poner una lápida. O quizá esperar… Que nuestro hijo lo haga después para los dos.» A su alrededor ya no quedaban cruces provisionales. Miró hacia adelante, ese pueblo de los muertos que seguía creciendo. Había muchas tumbas nuevas desde su última visita en otoño.
Saltó la pequeña verja y se hundió en la nieve, pisoteándola para compactarla. Notó que los pies ya estaban mojados.
—Hola, Lucía.
Desde la foto descolorida enmarcada junto a la cruz, su esposa le sonreía. Le encantaba esa foto. La recordaba así, aunque allí solo tenía treinta y seis años.
Recordó aquel cumpleaños. Por la mañana fue a por flores, y al volver, Lucía ya estaba despierta, vestida con un traje nuevo. Él le regaló unos pendientes de oro. Ella se los puso al instante, radiante. Él capturó ese momento con la cámara. Parecía ayer…
—Feliz cumpleaños. Hoy habrías cumplido cincuenta y seis. —Santiago buscó un sitio para los claveles.
La tumba estaba cubierta de flores de plástico clavadas en la tierra. Esas no se marchitaban, como si las hubieran puesto ayer.
Se agachó, sacó una ramita de flores amarillas frente a la cruz y la hundió en la nieve al pie de la tumba. En su lugar, dejó los claveles. La tierra estaba helada, los tallos frágiles no perforarían, y la nieve se derretiría pronto. Los claveles parecían humildes frente al colorido artificial. Pero al menos estaban vivos.
—Te echo de menos. Pero no puedo venir a menudo. Perdóname, no te enfades. Yo merecía estar aquí, no tú. Pero la vida decidió por su cuenta…
Habló largo rato, contando novedades, mirando su retrato, hasta que los pies se le entumecieron. El graznido de los cuervos rompía el silencio, añadiendo melancolía.
—Me voy, Lucía. Me puse las botas viejas y se me mojaron los pies. Y no hay nadie que me regañe. Volveré después de Pascua, cuando esté seco. Entonces limpiaré tu tumba, traeré una foto nueva, igual. Estás preciosa. Perdóname por todo. —Suspiró, saltó la verja y se fue sin mirar atrás.
En la parada ya esperaban varias personas. Cuando por fin subió al autobús, casi no sentía los dedos de los pies.
Llegó a casa arrastrándose. Se quitó las botas y los calcetines mojados, puso la tetera al fuego y, cuando hirvió, se tomó dos tazas de té con miel. Se puso calcetines de lana secos, encendió la tele y se tumbó en el sofá. Pasaban una película. El té le dio sueño…
***
Carla llegó a su obra recién salida del instituto. Joven, ojos brillantes, pecas en la nariz y una sonrisa que parecía sol de primavera. Santiago no podía evitar mirarla. Tenía esposa, un hijo en tercero de primaria, pero no apartaba los ojos de la chica. Y qué hacer, si siempre estaba ahí.
Poco antes de Navidad, se encontraron en la parada. Carla se abrigaba en el cuello del abrigo. Los faroles se reflejaban en sus ojos. Él la miraba de reojo. Al llegar el autobús, se abrió paso y se sentó a su lado.
—Hola, Carla. ¿A casa?
—Sí. ¿Y tú?
—Igual. —Hizo una pausa—. ¿Ya decoraste el árbol?
—No. Mi padre siempre compraba uno natural. Lo teníamos en el balcón. El treinta de diciembre lo decorábamos juntos. ¡Y el olor que llenaba la casa! Todo se volvía alegre.
—Pero hoy es treinta. ¿Tienes un árbol natural en el balcón? —preguntó Santiago.
Carla rió, un sonido claro y feliz. Él se embelesó.
—Mis padres están lejos, y yo tengo uno artificial. En casa lo sacaré, lo montaré y lo decoraré. Le colgaré caramelos, como hacía mi madre. Luego tomaré té y lo admiraré. —Volvió a reír.
Santiago imaginó la escena: la habitación, el árbol, Carla sonrojada alcanzando una rama alta… El silbido del hervidor en la cocina…
—¿Puedo ir? ¿De visita? —preguntó sin pensarlo.
—¿Para qué? —ella se sorprendió.
—Ayudarte con el árbol. Luego tomamos té juntos. —Se ruborizó por su atrevimiento.
¿Qué pensaría ahora de él? Rápidamente añadió:
—Lo dijiste tan bien, lo del té, el árbol… En casa ya lo decoraron mi esposa y mi hijo. Llegué del trabajo y ya estaba. Mi hijo no aguantó. Pero a mí me faltaba esa emoción navideña…
—Bueno, vamos —dijo ella simplemente, mirándolo con sus grandes ojos.
Montó el árbol rápidamente, lo decoraron juntos, riendo y empujándose. Parecía que se conocían de siempre. Sintió que ella también disfrutaba su compañía. Luego tomaron té… Y se fue, aunque no quería.
En Nochevieja, volvió. No recordaba qué mentira le dijo a su esposa. Bueno, sí lo recordaba, y cómo Lucía lo miró, como si lo hubiera adivinado todo. Pero no podía evitarlo. Carla lo atraía como un remolino, y no tenía fuerzas para resistir. Ni ganas, siendo honesto.
Así empezó a visitarla. Carla no preguntaba. Solo a veces veía tristeza en sus ojos. La misma tristeza que veía en Lucía cuando volvía de verla.
Un día, decidido a confesar, caminó hacia casa. No soportaba más la mentira. Sabía que Lucía lloraría, gritaría. No importaba, solo esperaba seguir viendo a su hijo. Al entrar, su esposa se abalanzó sobre él llorando.
—¿Qué pasa? —preguntó, sorprendido. Quizá ya lo sabía.
Era mejor así.
Lucía le dijo que suSantiago miró por última vez la foto de Lucía en la repisa, tomó su abrigo y salió a la calle nevada, sabiendo que esta vez, la soledad sería su eterna compañera.