Viaje a la costa

**Viaje al Mar**

A los cincuenta y nueve años, Miguel Villegas se quedó viudo. Su hija, apenas terminado el funeral, le propuso que se mudara con ella.

—Papá, ven con nosotros. ¿Cómo vas a estar solo aquí? Es muy duro. Aunque sea por un tiempo…

—Gracias, hija, pero no iré. No me necesitas. No soy un viejo decrépito, me puedo valer solo. ¿Qué voy a hacer en tu casa? Mejor quédate tú aquí un poco más —miró a su hija con esperanza.

—Papá, está Leo con su adolescencia difícil, y Sergio con el trabajo… Tengo que irme —contestó Laura, abrazándolo con culpa.

—Entiendo —Miguel le dio unas palmaditas en la mano.

—Si necesitas algo, llámame. ¿Me lo prometes?

—¿Qué voy a necesitar? Sé cocinar, la lavadora funciona y puedo barrer. Aprendí todo mientras Victoria estaba enferma. ¿O acaso ves sucio aquí? —su voz sonó herida.

—No, papá, está impecable. No te enfades, solo me preocupo —Laura apoyó la cabeza en su hombro.

—No me ahogaré en alcohol. Nunca fui de beber, y ahora es tarde para empezar. No te preocupes, vete.

Así quedó. Miguel le preparó a su hija una bolsa llena de dulces y conservas.

—¿Para qué tanto, papá? Ya tenemos de todo.

—Tu madre no te habría dejado rechazarlo. Llévatelo, nunca sobra. El tren te llevará, y Sergio te esperará —refunfuñó sin malicia.

Llegaron a la estación minutos antes de la partida. La revisora les indicó que subieran.

Laura lo abrazó por última vez, besó su mejilla barbuda y tomó la bolsa, ocultando las lágrimas. Subió al vagón y, mientras la revisora cerraba la puerta, le sonrió entre lágrimas y le hizo un último gesto con la mano.

Miguel observó cómo el tren se convertía en un punto diminuto y desaparecía en la distancia. El dolor lo atenazó. Ahora estaba solo. Con su hija junto a él, había sido fuerte, pero ahora las lágrimas fluían. A su alrededor, la gente reía, caminaba, vivía, pero él avanzaba por la calle como en un desierto, sin ver nada.

*«Ay, Victoria, ¿cómo vivir sin ti? ¿Debí ir con Laura?»* Al llegar a la parada del autobús, decidió volver a casa caminando, postergando el regreso a un hogar vacío.

Mientras caminaba por la calle polvorienta, recordó cómo conoció a Victoria…

***

Desde el instituto, Miguel estuvo enamorado de Taís, una chica frágil, con pecas doradas y cabello rojizo, que nunca desaparecían, ni siquiera en invierno. La llamaba *”mi sol”* con ternura.

En el último curso, su padre enfermó de tuberculosis. Los médicos recomendaron mudarse a un clima cálido. Vendieron su piso en Madrid y se fueron al sur, a la costa mediterránea.

Al principio, Taís y Miguel se escribían cartas. Soñaba despierto mirando por la ventana o garabateando promesas de que iría a verla al verano siguiente. Su madre se enfadaba: *«En vez de estudiar para la universidad, pierdes el tiempo»*. Pero él ya no estaba allí, solo existía Taís.

Tras el primer año en la universidad, Miguel trabajó en una obra para juntar dinero. Regresó en agosto, delgado y bronceado, y anunció que viajaría al sur.

Su madre se opuso.

—No irás solo. Escribe antes, pide permiso a sus padres. Un año ha pasado, todo puede haber cambiado.

Sin móviles ni teléfono fijo en su casa rural, tuvo que esperar una respuesta por carta. Cuando llegó, los trenes estaban completos. No pudo ir ese verano.

Escribió promesas de que al año siguiente no fallaría… pero Taís nunca respondió.

Una mañana lluviosa, Miguel chocó con una chica que llevaba libros. Su bolso cayó en un charco. Faltó a clase ese día.

En una cafetería, hablaron como si se conocieran de toda la vida. Se llamaba Vera, estudiaba enfermería, y sus libros secaban junto al radiador.

—¿No perdiste algo importante por mí? —se disculpó él.

—Un examen. El profesor es estricto, igual no lo habría aprobado —respondió ella, risueña.

Sus ojos negros lo hipnotizaron. Como pozos sin fondo. Durante un tiempo, recordó a Taís, pero Vera estaba allí, cerca.

A su madre le gustó desde el principio: seria, trabajadora, con futuro. Su amor fue tranquilo, estable. Se casaron al graduarse, y al año nació Laura.

Taís solo aparecía en sueños. Miguel despertaba alterado, pero Vera y Laura lo calmaban. *«Ella también tendrá su vida»*, pensaba. Así era la vida.

***

De vuelta a casa, Miguel evitó la melancolía limpiando: retiró los paños negros de los espejos, lavó las sábanas que usó Laura, abrió las ventanas. El ruido de la ciudad entró, ahuyentando el silencio.

*«¿Ves, Victoria? Lo estoy haciendo bien. No te preocupes por mí»*, le decía a su foto. Se negó a ponerle un lazo negro. *«Para mí, sigue viva»*, le dijo a Laura.

En el trabajo, su jefe lo llamó.

—Sabemos lo duro que ha sido. Te damos unos días en la costa. Es temporada baja, tranquilo, con buen clima.

—Ya usé mis vacaciones —protestó.

—Tómalas sin sueldo. Aquí tienes ayuda económica —le dio una palmada en el hombro.

Miguel compró un billete de tren para septiembre. Con Vera solo habían ido una vez, cuando Laura, a los cinco años, enfermaba seguido. El médico recomendó el mar para fortalecerla. Funcionó. Luego, los problemas cardíacos de Vera lo impidieron.

En el tren, dormitaba y recordaba. *«¿Y si encuentro a Taís?»* Pero se reprendió: *«Tendrá su vida. El pasado es el pasado»*.

La habitación del hotel tenía vistas al mar. Visitó Málaga, hizo excursiones, pero extrañaba a Vera. *«Sin ti, todo es menos»*, susurraba al atardecer.

Una tarde, junto al mar, una mujer menuda se acercó. Llevaba un jersey grueso y un gorro de lana. Le recordó a Taís.

—Hermoso, ¿verdad? Cada día es distinto —comentó él.

La mujer no respondió.

—Vivo aquí —dijo al fin—. Vengo a ver el ocaso cuando puedo.

—¿En invierno también?

—A veces hay tormentas —respondió, volviéndose. La luz naranja del sol le ocultó las pecas.

—Creo que la conozco de algo. No es un intento de ligar —aclaró él.

Ella lo miró con desconfianza.

—Estuve aquí con mi mujer e hija hace años. ¿Nos vimos entonces?

—Disculpe, debo irme —dijo, alejándose.

Al día siguiente, no apareció. *«Estoy loco»*, pensó.

Pero tras una tormenta, la vio de nuevo. Esta vez, con un abrigo.

—¿Vive cerca? —preguntó él.

—Sí, pero no alquilo habitaciones —respondió seca.

—Me llamo Miguel. ¿Y usted?

—Taís —contestó tras una pausa.

—De joven, amé a una chica llamada Taís. Quise casarme con ella.

—¿Qué lo impidió?

—Su padre enfermó. Se mudaron al sur. Prometí visitarla, pero no pude.

Ella calló.

—Me sentí culpable años después. Luego conocí a mi esposa. Murió hace dos meses.

Se miraron en silencio. El sol se hundióEl sol se desvaneció en el horizonte, y Miguel, con el corazón encogido, comprendió que algunas historias no están destinadas a tener un final, solo un recuerdo que se lleva el viento del mar.

Rate article
MagistrUm
Viaje a la costa