**El Embotellamiento**
Los coches formaban un muro compacto, sin un hueco para moverse. Ni hacia adelante ni hacia atrás. Llevaban media hora así, sin avanzar. Todos tenían las ventanillas subidas, con el aire acondicionado a tope. Fuera, el calor era insoportable, más de treinta y tantos grados, tal como había anunciado la radio esa mañana.
El asfalto, achicharrado por el sol y los neumáticos, desprendía un aire tembloroso que hacía bailar el horizonte. Dentro del Toyota, al menos, refrescaba. Pero quedarse ahí estancado, mirando el mismo paisaje inmóvil, como si alguien hubiese pulsado el pause, acababa por resultar tedioso.
Laura desenroscó la tapa de la botella de plástico y bebió un par de sorbos. Nacho se dio cuenta de que quedaba menos de un tercio. Ella seguía bebiendo sin ofrecerle ni un trago. Claro, él habría rechazado el agua, en especial el último sorbo, que le habría cedido sin dudar. Pero Laura bebía como si él fuese invisible.
—¿Y esto cuánto va a durar? —preguntó ella, con tono irritado.
Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que salieron de la casa rural. Su silencio era peor que un grito. Preferiría que le gritase. No discutían, pero cuando algo no le gustaba, Laura se encerraba en un mutismo que podía durar horas, incluso días, dejando claro con su actitud que la culpa era de Nacho. Él pedía perdón, aguantaba el sermón y todo volvía a la normalidad.
—¿Qué haces ahí plantado? Haz algo —le espetó Laura, como si el atasco en la M-30 fuese culpa suya.
Esta vez, él fue el que calló. No se le ocurría qué decir ni qué hacer.
—¿Y para qué hemos venido a esta estúpida casa rural? Bueno, tú ya me dirás, ¿pero yo? ¿Para quedarme al otro lado de la valla mientras tú hacías monerías con tu hija? Mejor me hubiese ido de compras. O con Nuria a tomar un helado. —Laura resopló, nariz tapada.
—¡Estupendo! Ahora me he resfriado. Como si no fuese suficiente con cocernos en este aire acondicionado —se quejó de nuevo.
Nacho apagó el climatizador.
—¿Estás de broma? En dos segundos esto será un horno. ¿Quieres que nos asemos o que nos quedemos sin aire? —protestó ella, encendida.
Nacho no recordaba haberla oído hablar tanto en toda su relación. Aquello le sorprendió y le puso en alerta. Pero no dijo nada y volvió a encender el aire. Un poco más adelante, un hombre circulaba entre los coches. Antes de llegar al Toyota, se metió en un vehículo del carril contiguo.
—¿Lo has visto? Viene de ahí delante. A lo mejor sabe qué pasa —aventuró Laura.
—Puede ser —asintió Nacho.
—Pues ¿a qué esperas? Ve a preguntar —dijo ella, sin mirarle.
—¿Preguntar qué? Esto estará colapsado kilómetros más adelante. ¿Crees que ha ido y vuelto en media hora? Lo dudo. —Nacho la miró y, otra vez, se sintió culpable.
—Bueno, pero tampoco vamos a quedarnos aquí eternamente. Antes o después se moverá. Todos están tranquilos, esperando. Esto es la M-30, no una carretera comarcal. Media Madrid está aquí. —Nacho calló. Laura también, con la mirada perdida.
—Vale. —Nacho salió del coche.
Miró atrás, hacia la interminable fila de vehículos, idéntica a la que tenía delante. El tipo parecía haberse metido en un coche rojo. Nacho llamó al cristal, que bajó a medias.
—Disculpe, ¿ha ido usted más adelante? ¿Sabe por qué no avanzamos? —preguntó al conductor.
—Parece que toda la M-30 está parada. Nadie sabe. Podría ser un accidente o un atentado.
Nada nuevo. Él ya lo suponía. El calor era sofocante, como en una sauna. Mientras hablaba inclinado hacia la ventanilla, la camisa se le pegó a la espalda, empapada en sudor. Volvió al coche, donde la radio transmitía las noticias. Ni una palabra sobre el atasco.
—¿Y? ¿Qué te han dicho? —preguntó Laura, impaciente.
—Nada. Todo parado kilómetros más allá. Alguien dice que podría ser un atentado.
—Lo sabía. ¿Y por qué te hice caso y vine contigo? —se lamentó.
Nacho estuvo de acuerdo. No debió insistir en que le acompañase. Si se hubiese quedado en la casa rural con su hija, como ella quería, no habría pillado este atasco. Habría vuelto a Madrid al caer la tarde, cuando el tráfico ya estaría fluido.
Y todo había empezado tan bien…
***
El móvil despertó a Nacho de un salto. Sin mirar la pantalla, contestó medio dormido.
—¿Papá, vienes? —era la voz de Lucía.
—Hola. ¿Has olvidado que hoy es el cumpleaños de tu hija? —Ahora hablaba su exmujer—. Apuesto a que ni siquiera has comprado el regalo —el reproche flotaba en sus palabras.
—No, no lo he olvidado. Ahora mismo salgo —mintió Nacho, abriendo los ojos por fin.
El sol ya estaba alto. Alejó el teléfono de la oreja y vio la hora: las nueve y media.
Recordaba el cumpleaños de Lucía hasta la noche anterior. Pero luego salió con Laura y unos amigos, la fiesta se alargó y se le olvidó todo.
—¡Papá, no quiero regalos! ¡Solo ven, que te echo de menos! —gritó su hija al fondo, antes de que la llamada se cortase.
Se habían casado hacía casi trece años. Diez de ellos los pasaron como perro y gato, haciéndose la vida imposible. Él no estaba enamorado. Simplemente, una noche de juerga en la residencia universitaria, despertó en la cama con una chica cuyo nombre apenas recordaba.
Un mes después, ella lo buscó en la facultad y le dijo que estaba embarazada. “No está mal”, pensó Nacho, y se ofreció a casarse. Sus padres se llevaron las manos a la cabeza. Su madre dudaba que el niño fuese suyo, le pidió una prueba de paternidad antes de firmar en el registro.
La hizo, pero después de que naciera Lucía. No había duda, era su hija. Nacho se enamoró de ella en cuanto la sostuvo en el hospital. Jamás imaginó que podría pasarle algo así. Por eso aguantó las peleas, los celos, las pullas de su mujer. Tal vez seguiría así de no haber conocido a Laura.
Arrogante, fría y atractiva como una diosa griega, no gritaba como su ex. Se limitaba a callar y con eso castigaba a Nacho. Era su único defecto. Paseaba por el piso en shorts y top, como para fastidiarle. Nacho pedía perdón incluso cuando no había hecho nada malo.
A veces se sorprendía envidiándose a sí mismo por tener a semejante mujer a su lado.
Después de la llamada, Laura preguntó qué pasaba. Él confesó que había olvidado el cumpleaños de Lucía, que le había prometido ir a la casa rural donde pasaban el verano.
—¿Vas a irte? ¿Ahora? ¿Y yo me quedo aquí sola todo el día? —Laura frunció el ceño, se levantó de la cama y fue al baño, desnuda.
Nacho sintió un cortocircuito en el cerebro al verla y salió corriendo tras ella.
—Ven conmigo —le dijo, esperanzadoLa puerta se cerró suavemente tras él, y Nacho supo que, por primera vez en mucho tiempo, el silencio no le pesaba.