**Clases de conducción**
Lucía aparcó su coche frente a la oficina y se apresuró hacia la entrada del edificio. Delante de ella, dos chicas caminaban despacio, charlando. Justo al llegar a las puertas, se detuvieron de repente, bloqueándole el paso. Sin miramientos, Lucía se coló entre ellas, las apartó a los lados y tiró bruscamente de la puerta para abrirla.
—¡Oye! ¿Adónde vas…? —le gritaron a sus espaldas, soltando insultos.
En otro momento, les habría contestado con la misma moneda, pero hoy iba fatalmente retrasada, así que ignoró el altercado y corrió hacia el ascensor. La gente ya estaba entrando cuando, en el último segundo, Lucía se abrió paso a empujones, empujando a un hombre hacia atrás.
—Perdón —masculló sin mirarle, dándose la vuelta hacia las puertas que se cerraban. Entre los resquicios, alcanzó a ver las caras enfadadas de las chicas que la seguían. El ascensor comenzó a subir. “Debería haberles sacado la lengua”, pensó demasiado tarde.
El esfuerzo le había subido el color a las mejillas y despeinado el pelo. Había un espejo en la parte trasera, pero el ascensor iba lleno y no podía acercarse. Se alisó el cabello con la mano.
Detrás de ella, alguien resopló. Lucía estaba segura de que era el hombre al que había empujado. Para comprobarlo, giró la cabeza. Él la miraba con el mentón levantado —o eso le pareció a ella, dada la diferencia de altura— y un aroma a colonia elegante flotaba en el aire. Se cruzaron las miradas un instante. Lucía volvió la cabeza bruscamente, agitando su melena.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Lucía salió, sintiendo su mirada clavada en su espalda.
—¿Te ha gustado? —le preguntó Álvaro a Adrián cuando el ascensor reanudó su ascenso—. Como si no hubieras notado cómo le temblaban las pestañas al verte.
—Déjalo. Ni pestañas ni piernas largas me impresionan. Ya estoy curado. Ahora va de niña rebelde, pero cuando se case, se le bajarán los humos. “Cariño, Paula y su marido fueron a las Maldivas y nosotros otra vez a Ibiza. ¡Qué aburrido! Elena tiene tres abrigos de piel y yo solo uno. Me siento pobre…” —Adrián frunció los labios en una mímica exagerada, imitando los reclamos de su mujer.
Los presentes soltaron risitas.
—Simplemente tuviste mala suerte con Marta —contestó Álvaro.
El ascensor se detuvo y ambos salieron.
—Por aquí —indicó Álvaro.
—Después de ella, no puedo ni mirar a otras mujeres. Y basta ya de esto —dijo Adrián, deteniéndose frente a una puerta de cristal—. ¿Aquí?
Mientras tanto, Lucía aguantaba una bronca de su jefe.
—¡¿Dónde diablos te metes?! ¡El cliente ha colgado! ¡Estás hundiendo el trato! —vociferaba él, salpicando saliva de rabia.
—Jaime Luis, lo juro, es la última vez. Había mucho tráfico…
—No quiero excusas. Duerme menos y sal antes de casa. Si vuelves a llegar tarde, te juro, Martínez, que aunque tu madre esté enferma, te despido. Ahora lárgate. Coge las muestras y ve con el cliente.
Lucía retrocedió hacia la puerta.
—Gracias, Jaime Luis. Soy más rápida que el rayo. Lo prometo, no, lo juro, nunca más… —Con la espalda abrió la puerta y salió al pasillo, exhalando aliviada.
—Te buscaba Gutiérrez. Estaba que echaba chispas —fue el saludo de una compañera al entrar en la oficina.
—Ya me ha encontrado —Lucía cogió una carpeta de su mesa y salió.
Evitó el ascensor, bajó las escaleras corriendo y al salir al aparcamiento, se quedó petrificada frente a su coche. En su prisa, había aparcado su pequeño *Seat Ibiza* demasiado cerca del *Renault* de delante, confiando en que quien llegase después dejase espacio.
Pero el conductor del enorme *Mercedes-Benz* negro también debía de ir con prisas, porque había pegado su coche al suyo casi hasta rozar el parachoques. Su *Ibiza* estaba atrapado. “¿Y ahora qué? Si yo hubiese aparcado así, me habrían crucificado…” Aunque, técnicamente, así había aparcado ella.
No podía ir andando. Lucía se sentó al volante, dejó la carpeta en el asiento del copiloto, arrancó y empezó a maniobrar con cuidado, centímetro a centímetro.
Los gritos de su jefe resonaban en su cabeza. Seguro que ya había llamado al cliente para anunciar su retraso, y aquí estaba ella, perdiendo tiempo. Calculó que podría salir sin tocar el coche de adelante, pero al dar la última marcha atrás, lo hizo demasiado brusco. Notó un ligero golpe. La alarma del *Mercedes* estalló en un chirrido agresivo. “Esto es lo que me faltaba”. Avanzó un poco y, rezando para que no hubiese daños, salió. En el ala delantera del *Mercedes*, había un arañazo y una pequeña abolladura. Menos mal que no había tocado el faro. Las luces del coche parpadearon furiosas antes de callarse.
Miró alrededor. No había nadie. El edificio tenía cámaras, pero estaban lejos y su coche estaba de lado. Con un suspiro, volvió al volante y aceleró. Ya no había vuelta atrás.
Una semana después, nadie la había buscado, y Lucía se relajó. Hasta que recibió una llamada de un número desconocido.
—¿Lucía Fernández Martínez? Habla el capitán Ruiz… —Ella tecleaba en el ordenador, con el teléfono en el hombro, hasta que la palabra «capitán» la alertó—. El vehículo matrícula… ¿le pertenece?
—Sí —respondió, ignorando la alarma roja en su mente. Demasiado tarde. Había admitido su culpa.
—Espero verla en comisaría… despacho seis… pase en recepción… —Dejó de teclear—. Si no se presenta, enviaré una citación.
—Iré —prometió con la cara ardiendo.
El dueño del *Mercedes* había notado el golpe. ¡Maldita sea! Aquellos coches no eran para gente normal. ¿Cómo había podido llegar tarde, aparcar mal y encima chocar? Pero él también tenía culpa. ¿No vio que no dejaba espacio? Un nudo se formó en su estómago.
—El 24 de julio golpeó un vehículo en el aparcamiento de su oficina. Y luego huyó. Eso ya es un delito. ¿Qué tiene que decir, Lucía Fernández?
Tragó saliva. Sentada frente al capitán Ruiz, se sentía como un conejo ante una serpiente.
—¿Niega lo ocurrido? Las cámaras lo grabaron todo. Y no diga que no lo vio, porque salió del coche y lo comprobó.
—¿Qué delito? El del *Mercedes* aparcó demasiado cerca. Solo fue un roce, un arañazo mínimo.
—¿Cómo quería que saliese? ¿Volando? No soy Fernando Alonso —se defendió, nerviosa—. Mi jefe me iba a despedir… Estoy dispuesta a pagar la reparación. Perdóneme, por favor. No volverá a pasar. —Sonó ridícula y calló, bajando la mirada.
—Por supuesto que pagará. Lea lo que pide el dueño —él deslizó un papel. Lucía lo escaneó rápidamente.
—¿Cuánto? —alzó los ojos, incrédula—. ¡Sin embargo, al salir del juzgado con una segunda oportunidad y el perdón de Adrián, Lucía comprendió que a veces los errores llevan a encuentros inesperados.