**Felicidad Difícil**
El viernes, la jefa de contabilidad llegó al trabajo elegante, con una botella de vino caro, una tarta y una bandeja de embutidos.
—Chicas, después del trabajo no os vayáis, quedémonos un ratito para celebrar mi cumpleaños— anunció.
Al instante, todas se abalanzaron a abrazarla y felicitarla. Catalina también lo hizo. Había entrado en la empresa sin experiencia, había aprendido a base de errores, pero consideraba sinceramente a Pilar Martín su mentora. Pilar la abrazó y le susurró al oído:
—Trabajaré un poco más y me jubilaré. A ti, Cati, pienso recomendarte para mi puesto. Sé que lo harás bien. Eres disciplinada, responsable…
Catalina no tuvo tiempo de agradecerle la confianza antes de que otra compañera se acercara a felicitar a Pilar.
Terminaron antes la jornada, despejaron la mesa grande de la oficina de contabilidad, la cubrieron con un mantel de papel, y sacaron todo lo que había en la nevera. Para cuando empezó la celebración, el director y los jefes de otros departamentos ya habían llegado. Él le entregó un ramo enorme de rosas y un regalo. El bullicio volvió a llenar la sala. Catalina aprovechó el alboroto para escabullirse.
—¿Adónde vas? Acabamos de sentarnos— la alcanzó en el pasillo su compañera y amiga Rosa.
—Tengo que irme, mi padre está solo en casa.
—Quédate un rato, media hora, no le pasará nada con que llegues un poco más tarde— insistió Rosa.
—No insistas. No le gusta que me retrase, se pone nervioso, le sube la tensión. A su edad, es peligroso.
—¿Qué edad? ¿Cuántos años tiene?
—Setenta y uno— suspiró Catalina.
—¿Y eso es edad? A esa edad hay hombres que hasta se enamoran y se casan…
—De verdad, Rosa, tengo que irme. Discúlpame delante de los demás— dio media vuelta, pero Rosa la agarró del brazo.
—Te has encerrado en una jaula. Eres joven, no tienes vida propia. ¿Eso es normal? ¿Acaso tu padre no quiere que tengas familia? ¿Que le des nietos?
—¿De qué nietos hablas? Ya tengo cuarenta y dos…
—¿Y qué? Te has rendido antes de tiempo. A este paso, vas a terminar peor que tu padre… Ay, perdona— se mordió la lengua al ver la mirada reprobatoria de Catalina. —Pero, ¿quién te va a decir la verdad si no soy yo? ¿Está enfermo?
—No, solo envejece, tiene miedo de morir solo.
—No te entiendo, Cati. Tu madre bailó alrededor de él toda la vida. ¿Y dónde está ella? Ahora tú…
—Basta. Es mi vida— Catalina soltó su brazo y se apresuró por el pasillo hacia su oficina para recoger su abrigo.
Rosa la miró irse con lástima y pena.
Fuera, el aire olía a primavera, casi toda la nieve se había derretido, y los árboles pronto brotarían… De camino a casa, Catalina entró en una tienda. Había cola en la caja. Miró el reloj. Tenía tiempo, había salido antes del trabajo, solo eran diez minutos andando. Llegaría. Y se tranquilizó.
Al llegar, hizo ruido al quitarse el abrigo para que su padre la oyera. Llevó la comida a la cocina y entró en el salón. Él estaba tumbado en el sofá, viendo la tele.
—Papá, ya estoy aquí. ¿Qué ves?
Por lo concentrado que estaba en la pantalla, supo que estaba enfadado. ¿Cuándo no lo estaba?
—Papá, ¿cómo te encuentras?— preguntó con paciencia.
—Veo que no tenías prisa por llegar. Solo piensas en las juergas. Y yo aquí, con la tensión alta. Moriré solo y ni te enterarás— refunfuñó, lanzándole una mirada cargada de reproche.
—¿Qué juergas? Solo me he retrasado un poco, he entrado a comprar. Espera— fue al armario, sacó el tensiómetro y volvió junto a él. —Dame el brazo, te lo voy a medir.
Su padre no se movió.
—Papá, ¿qué haces? No seas terco.
Con gesto hosco, extendió el brazo. Catalina le colocó el manguito y empezó a inflarlo.
—Te lo inventas. Tienes la tensión perfecta.
—Tú no sabes medirla. Y yo noto que algo no va bien— gruñó él.
Catalina entendía que ya no era joven, que necesitaba cuidados, que había trabajado duro en la construcción toda su vida. Pero eso no significaba que pudiera pasarse el día en el sofá.
—¿Quieres que llame al médico mañana?— ofreció.
—¿Qué van a saber ellos? Recetarán pastillas y ya está. No sirven de nada.
Catalina guardó el tensiómetro y se fue a su habitación a cambiarse. Luego, mientras preparaba la cena, mantuvo un diálogo interno interminable con su padre.
_«Yo también quiero descansar. Llevo todo el día frente a la pantalla, me duelen los ojos. Podría estar ahora con mis compañeras, comiendo tarta y bebiendo vino. Me han prometido un ascenso, y yo me he escapado. ¿Y si Pilar se molesta?_
_Soy una adulta, estoy harta de que me controles, de que critiques todo. ¿No podrías ir tú a comprar al supermercado? Rosa tiene razón, así me voy a enfermar yo también. No tengo fuerzas…»_
Se detuvo. No estaba bien pensar así de su padre, aunque no la oyera. No sabía cómo se sentiría ella a su edad, quizá sería aún más caprichosa. ¿Pero con quién?
Desde que tenía memoria, su madre hacía todo: limpiaba, cocinaba, cargaba con las bolsas pesadas. Su padre creía que no era cosa de hombres ocuparse de la casa, menos aún cuando había dos mujeres en ella. Como si la otra mujer no fuese solo una niña.
No recordaba a su madre descansando en el sofá. Siempre hacía algo: cocinaba, cosía, tejía… De mayor, Catalina la ayudaba.
—Cati, vete a jugar. Cuando te cases, ya tendrás tiempo de trabajar— le decía su madre, compadeciéndola.
Cuando Catalina llevó a casa a su entonces prometido, Carlos, su padre lo escrutó largo rato antes de soltar que no toleraría vagos en su casa. Él lo había conseguido todo con esfuerzo, que no contara con la vivienda…
Vio cómo Carlos apenas contenía las ganas de irse. Luego le dijo que jamás viviría con sus suegros. Tras la boda, alquilaron un piso. Aún así, ella visitaba a sus padres a menudo, ayudando a su madre, que sufría de hipertensión.
Carlos se ponía celoso, no creía que fuese a verlos, discutían. Cuando su madre murió de un derrame, Catalina comenzó a visitar a su padre cada día. Carlos no lo soportó y se marchó, pidió el divorcio. Después intentó volver, pero ella ya se había mudado con su padre.
Intentó rebelarse, pero siempre terminaba igual. Su padre fingía un infarto, que se moría, pedía que llamara a una ambulancia. Luego tenía que explicarse ante los paramédicos, ardiendo de vergüenza, porque su padre estaba perfectamente, y la regañaban por llamarles sin motivo.
Si Catalina se retrasaba, su padre la recibía con reprimendas, insultos. Al principio, otros hombres se interesaron por ella. Pero no se atrevió a dejar a su padre ni a llevar a nadie a casa. Así vivió, sin familia, sin hijos.
Lavó los platos, limpió el suelo del recibidor. Notó barro fresco en las suelas de los zapatos de suAl fin, Catalina tomó aliento y supo que, por primera vez en años, su vida no giraría en torno a la sombra de su padre, sino a su propia felicidad.